Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda

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y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo.

      —No son cosa mayor—le dijo;—pero, al fin, son calzones. Dile á tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga á secar en las Higueras cuando tenga que lavarlos; y si le parecen poco todavía, que se consuele con saber que á la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el padre Apolinar... Con que, ¡vira, canalla, por avante!

      Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piara de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar á la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado á Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los señores.»

      Traía de la mano á una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando á rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido á la flexible cintura sobre una camisita demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede á los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había algo de este animalejo en lo gracioso de las líneas, en el pisar blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la muchachuela.

      En cuanto la vió Muergo, se echó á reir como un estúpido; Cole soltó un taco de los gordos, y Sula otro de los medianos. La recién llegada remedó á Muergo con una risotada falsa, poniendo la cara muy fea, sin hacer caso maldito de los otros dos granujas, ni del mismo padre Apolinar, que alumbró un coquetazo á cada uno de los tres.

      —¿Á qué vienen esas risotadas, bestia, y esas palabrotas sucias, puercos?—dijo el fraile mientras largaba los coscorrones.

      —Es la callealtera... ¡ju, ju, ju!—respondió Muergo rascándose el cogote machacado por los nudillos de fray Apolinar.

      —La conocemos nusotros,—expuso Cole, palpándose la greña.

      —Que de poco se ajuega, si no es por Muergo,—añadió Sula.

      Muergo volvió á reirse estúpidamente, y la muchacha tornó á hacerle burla.

      —¿Y por eso te ríes, ganso?—dijo el fraile, largándole otro coquetazo.—¡Pues el lance es de reir!

      —Es callealtera...—repitió Cole,—y estaba hiciendo barquín-barcón en una percha que anadaba en la Maruca... Yo y Sula estábamos allí tirándola piedras desde la orilla. Dimpués, allegó Muergo... la acertó con un troncho, y se fué al agua de cabeza.

      —¿Quién?—preguntó el fraile.

      —Ella—respondió Cole.—Yo pensé que se ajuegaba, porque se iba diendo á pique... Y Muergo se reía.

      —Y yo—saltó Sula,—le dije: «¡Chapla, Muergo, tú que anadas bien, y sácala, porque se está ajuegando!» Y entonces se echó al agua y la sacó. Dempués, la ponimos quilla arriba; y á golpes en la espalda, largó por la boca el agua que había embarcao.

      —Y eso ¿es verdad, muchacha?—preguntó á ésta el exclaustrado.

      —Sí, señor,—respondió la interpelada, sin dejar de remedar á Muergo, que volvió á reir como un idiota.

      —Corriente—dijo el exclaustrado.—Pero ¿á qué vienes aquí, y á qué vienes tú, Andresillo, y por qué la traes de la mano? ¿En qué bodegón habéis comido juntos, y qué pito voy á tocar yo en estas aventuras?

      —Es callealtera,—respondió muy serio el llamado Andresillo.

      —Ya me voy enterando, ¡cuerno!—Tres veces con ésta se me lo ha dicho ya. Y ¿qué hay con eso?

      —La conozco del Muelle-Anaos—continuó Andrés.—Baja casi todos los días allá.—Yo no sabía lo de la Maruca... ¡que si lo sé! (y enderezó á Muergo un gestecillo avinagrado), porque también conozco á éstos.

      —¿Del Muelle-Anaos?—preguntó fray Apolinar, sin pizca de asombro.

      —Sí, señor—respondió Andrés.—Van muy á menudo.

      —Y él á la Maruca,—añadió Guarín.

      —¡Cuerno con el rapaz, y qué veta saca!... Pero vamos al caso. Resulta, hasta ahora, que esta niña es callealtera, y que tú y esta granujería, á pesar de las respectivas vitolas, sois... tal para cual... ¿Y qué más?

      —Que esta mañana avisó á mi madre el talayero que quedaba á la vista la Montañesa... y yo salí de casa para ir á San Martín á verla entrar... y llegué al Muelle-Anaos.

      —¡Al Muelle-Anaos!... ¿No vivís ya en la calle de San Francisco?

      —Sí, señor.

      —¡Pues buen camino llevabas para ir á San Martín!

      —Iba á ver si estaba allí Cuco y me quería acompañar.

      —¡Cuco! ¿También eres amigo de Cuco, de ese raquerazo descortés y grosero, que me canta coplas indecentes en cuanto me columbra de lejos?... ¡Cuerno con la cría!

      —Yo nunca le oigo esas cosas... Malo, algo malo es; pero no hace daño á nadie. Anda en el bote del Castrejo, y me enseña á remar, y á echar coles y tapas, y á descansar de espaldas y de pie...

      —Sí, y á birlar los puros á tu padre para regalárselos á él; y á correr la escuela, y á andar en las guerras... y á muchas cosas más que me callo... ¡Pues buenas tripas se le pondrían á tu padre si al entrar hoy con la corbeta te veía en las peñas de San Martín en compañía de tan ilustre camarada! ¡Cuerno, recuerno del hinojo!

      Andrés se puso muy colorado, y dijo, con la cabeza algo gacha:

      —No, señor... Yo no hago nada de eso, pae Polinar.

      —¡Como que te vas á confesar conmigo ahora!...—repuso el fraile con mucha sorna.—Pero ¡á mí de esas cosas, Andresillo?... En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Ahora, sigue con el cuento. ¿Qué te dijo Cuco en el Muelle-Anaos?

      —Á Cuco no le ví, porque andaba de flete con unos señores. Pero estaba ésta comiendo un zoquete de pan que le habían dado, de pura lástima, unos calafates, y me dijo que había dormido anoche en una barquía, porque la habían echado de casa.

      —Y ¿por qué?

      —Porque le gusta mucho la bribia, y la pegaron.

      —¡Guapamente, cuerno!... ¡Eso es lo que se llama una escuela de órdago para una mujer! ¿Cómo te llamas, hija?

      —Silda

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