Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda

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      En la Fuente Santa se encaramaron en el pilón y bebieron agua, sin sed los más de ellos, y Silda se lavó las manos y se atusó el pelo. Después echaron por el empinado callejón de la «fábrica de sardinas,» y salieron á los prados de Molnedo. Allí intentó Muergo hacer su poco de pino, quedándose rezagado para que no le vieran la prueba si le salía mal. En la brega para enderezar no más que el tronco sobre la cabeza, pues en cuanto á los pies, no había que pensar en despegarlos del prado, se le volvieron las faldas del chaquetón hasta taparle los ojos. En tan pintoresco trance le hallaron los de sus camaradas, advertidos por Silda, que fué la primera en notar la falta del salvaje rapaz. Llegáronse todos á él muy queditos; y uno con ortigas y otro con una vara, y Silda con la suela entachuelada de un zapato viejo que halló en el prado, le pusieron aquellas nalgas cobrizas, que echaban lumbres.

      —¡Págame el tronchazo, animal!—le gritaba Silda mientras le estampaba las tachuelas en el pellejo, cuando le dejaban sitio y ocasión la vara de Andrés y las ortigas de Sula.

      Bramidos de ira, y hasta blasfemias, lanzaba Muergo al sentirse flagelado tan bárbaramente; pero sólo cuando imploró misericordia, logró que sus verdugos le dejaran en paz y rascarse á sus anchas las ampollas, que le abrasaban.

      Sula, ya que estaba allí, quiso acercarse al Muelluco. Andrés le dijo que hartas detenciones iban ya para la prisa que él llevaba; pero Sula no tomó en cuenta el reparo, y se bajó al Muelluco. En seguida empezó á gritar:

      —¡Congrio, qué hermosura!... ¡Cristo, qué marea! ¡Madre de Dios, qué cámbaros!... ¡Atracarvos, congrio!

      Y no hubo más remedio que atracarse todos al Muelluco. Buena era, en efecto, la marea, mas no para tan ponderada; y en cuanto á los cámbaros, los pocos que se veían no pasaban de lo regular. Pero Sula estaba en lo suyo, y no podía remediarlo. El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, cubría en aquel sitio más de dos veces, y se podían contar uno á uno los guijarros del fondo.

      —Échame dos cuartos, Andrés—le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco.—¡Te los saco de un cole!

      —No los tengo,—contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto.

      —¡Que no los tienes?—exclamó admirado Sula.—¡Y te los cogí yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes!

      Andrés se resistía. Sula apretaba.

      —¡Congrio!... ¡Échame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metí yo mesmo en la faldriquera...

      Y Andrés, que nones. Pero terció Silda á favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco, fué echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendía en rápidos ziszás hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta á la vista.

      —¡Cóntrales!—dijo Sula rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que había comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo.—¡Puede que haiga pulpe allí!

      Cosa que á Muergo le tenía sin cuidado, puesto que, en un abrir y cerrar de ojos, desató el bramante de su cintura; largó el chaquetón que le envolvía hasta cerca de los tobillos, y se lanzó al agua, de cabeza, con las manos juntas por delante. Tan limpio fué el cole, que apenas produjo ruido el cuerpo al caer; y sólo unas burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allí se había colado aquel animalote bronceado y reluciente, que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vió en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevársele á la boca; invertir su postura con la agilidad de un bonito, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de cría.

      —¿Echas la mota?—dijo á Andrés después de quitarse el cuarto de la boca, y sosteniéndose derecho en el agua, solamente con la ayuda de las piernas.

      —Ni la mota ni un rayo que te parta—respondió Andrés, consumido por la impaciencia.—¡Ni os espero tampoco más!

      Y como lo dijo, lo hizo, camino de las Higueras, sin volver atrás la cara.

      Cuando la volvió, cerca ya de los prados de San Martín, observó que no le seguía ninguno de sus tres camaradas. En el acto sospechó, no infundadamente, que el cuarto adquirido por Muergo era la causa de la deserción. Sula y la muchacha querrían que se puliera en beneficio de todos.

      No le pesó verse solo, pues no le hacía mucha gracia andar en sitios públicos con amigos de aquel pelaje.

      Menos le pesó cuando al atravesar, por el podrido tablero, el foso del castillo, vió su batería llena de gente que le había precedido á él con el mismo propósito de asistir desde allí á la entrada de la Montañesa; gente que le era bien conocida en su mayor parte, pues había entre ella marinos amigos de su padre, prácticos libres de servicio aquel día, á quienes había visto mil veces, no sólo en el Muelle, sino en su propia casa; el mismo dueño y armador de la corbeta, comerciante rico, que le infundía un respeto de todos los diablos; las mujeres de algunos marineros de ella; el mismísimo don Fernando Montalvo, profesor de náutica, maestro de su padre y de todos los capitanes y pilotos jóvenes de entonces, personaje de proverbial rigidez en cátedra, al cual temía mucho más que al amo de la Montañesa, porque sabía que estaba destinado á caer bajo su férula en día no remoto; Caral, el conserje del Instituto Cántabro, que no perdía espectáculo gratis y al aire libre; su amigo el Conde del Nabo, con su casacón bordado de plata, resto glorioso de no sé qué empleo del tiempo de sus mocedades, y la sempiterna queja de que no le alcanzaba la jubilación para nutrir el achacoso cuerpo, que ya se le quebrantaba por las choquezuelas; don Lorenzo, el cura loco de la calle Alta, tío de un muchacho, amigo de Andrés, que se llamaba Colo y estaba abocado á matricularse en latín, por exigencia y con la protección de aquel energúmeno; Ligo, mozo que iba á hacer ya su segundo viaje de piloto, y á cuya munificencia debía él algunos puñados de picadura... y no pocos coscorrones; Aniceto, el sastre inolvidable; Santoja, el famoso zapatero del portal del marqués de Villatorre... y muchos curiosos más de diversas cataduras; algunos con sus catalejos enfundados, y no pocos con sus sabuesos de caza ó su borreguito domesticado... Porque, en aquel entonces, la entrada de un barco como la Montañesa, de la matrícula de Santander, de un comerciante de Santander, mandado y tripulado por capitán, piloto y marineros de Santander, era un acontecimiento de gran resonancia en la capital de la Montaña, donde no abundaban los de mayor bulto. Además, la Montañesa venía de la Habana, y se esperaban muchas cosas por ella: la carta del hijo ausente; los vegueros de regalo; la caja de dulces surtidos; el sombrero de jipijapa; la letra de 50 pesos; la revista de aquel mercado; las noticias de tal cual persona de dudoso paradero ó de rebelde fortuna, y, cuando menos, las memorias para media población, y algunos indianos de ella, de retorno. La misma curiosidad, y por las mismas razones, excitaban la Perla, la Santander y muy pocas fragatas más de aquellos tiempos. Nadie ignoraba en la ciudad cuándo salían, qué llevaban, á dónde iban ni por dónde andaban, como fuera posible saberlo. Sus capitanes y pilotos eran popularísimos, y sus dichos y sus hechos se grababan en la memoria de todos, como glorias de familia. ¿Quién de los que entonces tuvieran ya uso de razón y vivan hoy, habrá olvidado aquella tarde inverniza y borrascosa, en que, apenas avistada al puerto una fragata, se oyó de pronto el tañido retumbante,

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