Sotileza. Jose Maria de Pereda
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Ya se irá comprendiendo que no le faltaban motivos á la muchachuela Silda para resistirse á volver á la casa de que huyó. En cuanto á las razones que se tuvieron presentes para que la recogieran en ella cuando se vió huérfana y abandonada en medio de la calle, como quien dice, no fueron otras que la de ser Mocejón marinero pudiente, y además, compadre de Mules, por haber éste sacado de pila al único hijo varón de la Sargüeta. Que costó Dios y ayuda reducir á Mocejón y toda su familia á que se hiciera cargo de la huérfana, no hay necesidad de afirmarlo; ni tampoco que el padre Apolinar y cuantas personas anduvieron con él empeñadas en la misma empresa caritativa, oyeron verdaderos horrores, particularmente de Carpia y de su madre, antes de lograr lo que intentaban; lo cual no aconteció hasta que el Cabildo ofreció á Mocejón una ayuda de costas de vez en cuando, siempre que la huérfana fuera tratada y mantenida como era de esperar. Mocejón quiso, por consejo de su mujer, que la promesa del Cabildo «se firmara en papeles por quien debiera y supiera hacerlo;» pero el Cabildo se opuso á la exigencia; y como ya había más de una familia dispuesta á recoger á Silda por la ayuda de costas ofrecida, sin que se declarara en papeles la oferta, tentóle la codicia á la Sargüeta, convenció á los demás de su casa, contando con que, á un mal dar, del cuero le saldrían las correas á la muchacha, y dióle albergue en su tugurio, y poco más que albergue, y mucho trabajo.
Por de pronto, no hubo cama para ella: verdad que tampoco la tenían Carpia ni su hermano. Allí no había otra cama, propiamente hablando, y por lo que hace á la forma, no á la comodidad ni á la limpieza, que el catre matrimonial, en un espacio reducidísimo, con luz á la bahía, el cual se llamaba sala porque contenía también una mesita de pino, una silla de bañizas, un escabel de cabretón y una estampita de San Pedro, patrono del Cabildo, pegada con pan mascado á la pared. Carpia dormía sobre un jergón medio podrido, en una alcoba obscura con entrada por el carrejo, y su hermano encima del arcón en que se guardaba todo lo guardable de la casa, desde el pan hasta los zapatos de los domingos. Á Silda se la acomodó en un rincón que formaba el tabique de la cocina con uno de los del carrejo, es decir, al extremo de éste y enfrente de la puerta de la escalera, sobre un montón de redes inservibles, y debajo de un retal de manta vieja. ¡Si la pobre chica hubiera podido llevarse consigo la tarimita, el jergón, las dos medias sábanas y el cobertor raído á que estaba acostumbrada en su casa!... Pero todo ello y cuanto había de puertas adentro, no alcanzó para pagar las deudas de su padre. Después de todo, aunque Silda hubiera llevado su cama á casa de tío Mocejón, se habrían aprovechado de ella Carpia ó su hermano, y, al fin, la misma cuenta le saldría que no teniendo cama propia. No sé si discurría Silda de esta suerte cuando se acostaba sobre el montón de redes viejas del rincón de la cocina; pero es un hecho averiguado que tenderse allí, taparse hasta donde le alcanzaba la media manta, y quedarse dormida como un leño, eran una misma cosa.
Algo más que la cama extrañaba la comida. No era de bodas la de su casa; pero la que había, buena ó mala, era abundante siquiera, porque entre dos solas personas, repartido lo que hay, por poco que sea, toca á mucho á cada una. Luégo, como hija única de su padre, que no se parecía en el genio ni en el arte á Mocejón, era, relativamente, niña mimada; por lo cual, de la parte de Mules siempre salía una buena tajada para aumentar la de su hija; al paso que, desde que vivía con la familia de la Sargüeta, nunca comía lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comía malo, y nunca cuando más lo necesitaba, y, de ordinario, entre gruñidos é improperios, si no entre pellizcos y soplamocos. Siempre era la última en meter la cuchara común en la tartera de las berzas con alubias y sin carne, y todos los de casa tenían un diente que echaba lumbres; de modo que, por donde ellos habían pasado ya una vez, era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡Tenían un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de yerba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salía al encuentro con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luégo... luégo nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, ó si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca: ¡tan rápido era el movimiento, tan grande la sima de la boca, tan limpia la dentellada, y tan enorme el tragadero por donde desaparecía lo que un segundo antes se había visto, chorreando caldo, á media cuarta sobre la tartera! No eran tan limpios en el comer Carpia y su hermano, aunque sí tan voraces; pero, lo mismo los hijos que los padres, tenían la buena costumbre, antes de soltar en la tartera la cuchara que acababan de tener en la boca, de darla dos restregoncitos contra los calzones ó contra el refajo, á fin de quitar escrúpulos al que iba á tomar con ella su correspondiente cucharada, por riguroso turno.
Porque Silda no lo hizo así el primer día que comió en aquella casa, la llamó puerca la Sargüeta y le dió Carpia un testarazo.
Cuando no había olla, cosa que no dejaba de ocurrir á menudo, si abundaban las sardinas, Silda consolaba el hambre con un par de ellas, asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no había sardinas ó agujas, ó panchos ó raya, ó cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, ó un par de pececillos crudos), una tira de bacalao ó un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres días, ó el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serían sus almuerzos y sus cenas.
Entre tanto, tenía que andar en un pie á todo lo que se le mandara, si quería comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, ciertamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayudar á las mujeres de casa, dentro ó alrededor de ella, en el aparejo de la barquía, es decir, componer las redes, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con las artes de pescar, etc., etc... Cuando toda la familia, hombres y mujeres, iban á la pesca de bahía, especialmente á la boga (pescado que entonces abundaba muchísimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, á la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenían su pasto), á la pesca de bahía tenía que ir Silda también, y á trabajar allí, aunque niña, tanto ó más que las mujeres, ó que Carpia, pues la Sargüeta rara vez iba ya á la bahía con su marido; á ella se encomendaba preferentemente la engorrosa tarea de sacar la ujana, hundiendo en la basa las dos manos, con los dedos extendidos, como las layas de los labradores, y virar luégo la tajada, y deshacerla en pedacitos para dar con las gusanas, que iba echando en una cazuela vieja, ó en una cacerolilla de hoja de lata, con arena en el fondo. Otras veces se la veía con un cestito al brazo, picoteando el suelo con un cuchillo, á bajamar, para dar con las escondidas amayuelas; ó en las playas de arena, sacando muergos con un ganchito de alambre. Pero, al cabo, estas tareas y otras semejantes, aunque penosas, sobre todo en invierno, le daban cierta libertad, y á menudo pasaba ratos muy entretenidos con niñas y muchachos de su edad, que también andaban al muergo y á la amayuela y á la gusana y al chicote. Esto fué siempre lo preferible para ella: coger la esportilla y largarse á la Dársena, al arqueo del chicote, de la chapita y del clavo de cobre. Allí conoció á Muergo, y á Sula y á otros muchos raqueros de la calle