Sotileza. Jose Maria de Pereda

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sotileza - Jose Maria de Pereda страница 11

Автор:
Серия:
Издательство:
Sotileza - Jose Maria de Pereda

Скачать книгу

no muy mal, á media voz, algunas canciones de sus mocedades, y sabía muchos cuentos.

      Su mujer, tía Sidora, también gastaba ordinariamente muy buen humor. Era bajita y rechoncha; andaba siempre bien calzada de pie y pierna, vestida con aseo, aunque con pobreza, y gastaba sobre el pelo pañuelo á la cofia. Nadie celebraba como ella las gracias de su marido, y cuando la acometía la risa, se reía con todo el cuerpo; pero nada le temblaba tanto al reirse como el pecho y la barriga, que, tras de ser muy voluminosos de por sí, los hacía ella más salientes en tales casos, poniendo las manos sobre las caderas y echando la cabeza hacia atrás. Pasaba por regular curandera, y casi se atrevía á tenerse por buena comadrona.

      Nunca había tenido hijos este matrimonio ejemplarmente avenido. Tío Mechelín era compañero en una de las cinco lanchas que había entonces en todo el Cabildo de Arriba, en el cual abundaron siempre más las barquías que las lanchas, y tía Sidora estaba principalmente consagrada al cuidado de su marido y de su casa; á vender, por sí misma, el pescado de su quiñón, cuando no hubiera preferido venderlo al costado de la lancha, y acompañar, á jornal, en la Pescadería, á alguna revendedora de las varias que la solicitaban en sus faenas de pesar, cobrar, etc. El tiempo sobrante le repartía en la vecindad de la calle, recetando cocimientos aquí, restañando heridas allá, cortando un refajo para Nisia ó frunciendo unas mangas para Conce... ó «apañando una criatura» en el trance amargo.

      Como no había vicios en casa, ni muchas bocas, tía Sidora y su marido se cuidaban bastante bien, y hasta tenían ahorradas unas monedas de oro, bien envueltas en más de tres papeles, y guardadas en lugar seguro, para «un por si acaso.» Los domingos se remozaban, ella con su saya de mahón azul obscuro; medias, azules también, y zapatos rusos; pañolón de seda negra, con fleco, sobre jubón de paño, y á la cabeza otro pañuelo obscuro. Él, con pantalón acampanado, chaleco y chaqueta de paño negro fino, corbata á la marinera, ceñidor de seda negra y boina de paño azul con larga borla de cordoncillo negro; la cara bien afeitada, y el pelo atusado... hasta donde su aspereza lo consintiera.

      Todas estas prendas, más una mantilla de franela con tiras de terciopelo, que usaban las mujeres para los entierros y actos religiosos muy solemnes, las conservaron hasta pocos años há, como traje característico y tradicional, las gentes de ambos Cabildos de mareantes.

      Con una moza del de Abajo llegó á casarse (¡raro ejemplar!) un hermano de Mechelín, que era callealtero, como toda su casta. ¡Bien se lo solfearon deudos, amigos y comadres! «¡Mira que eso va contra lo regular, y no puede parar en cosa buena! ¡Mira que ella tampoco lo es de por suyo ni de casta lo trae!... ¡Mira que Arriba las tienes más de tu parigual y conforme á la ley de Dios, que nos manda que cada pez se mantenga en su playa!... ¡Mira que esto y que lo otro, y mira que por aquí y mira que por allá!»

      Y resultó, andando el tiempo, lo anunciado en el Cabildo de Arriba; no, á mi entender, porque la novia fuera del de Abajo, sino porque realmente no era buena «de por suyo,» y se dió á la bebida y á la holganza, hasta que el pobre marido, cargado de pesadumbres y de miseria, se fué al otro mundo de la noche á la mañana, dejando en éste una viuda sin pizca de vergüenza, y un hijo de dos años, que parecía un perro de lanas, de los negros. Mechelín y su mujer amparaban, en cuanto podían, á estos dos seres desdichados; pero al notar que sus socorros, lo mismo en especie que en dinero, los traducía la viuda en aguardiente, dejando arrastrarse por los suelos á la criatura, desnuda, puerca y muerta de hambre, amén de echar pestes contra sus cuñados, por roñosos y manducones, y de que el chicuelo, á medida que crecía, se iba haciendo tan perdido y mucho más soez que su madre, cortaron toda comunicación con sus ingratos parientes. Así pasaron cuatro años, durante los cuales creció el rapaz y llegó á ser el Muergo que nosotros conocemos. Muergo, pues, era sobrino carnal de tío Mechelín, en cuya casa no recordaba haber puesto jamás los pies; y su madre, la Chumacera, sardinera á ratos, había obtenido por caridad de los que fueron compañeros de lancha de su difunto, la peseta diaria que gana una mujer por el trabajo de madrugar para la compra de carnada (cachón, magano, etc.), para la lancha, á los pescadores ó boteros de la costa de la bahía. El miedo á perder la ganga de la peseta, la obligaba á ser fiel y puntual en este encargo, único que supo desempeñar honradamente en toda su vida.

      ¡Con cuánto gusto tío Mechelín y su mujer hubieran llevado á su lado al niño, huérfano de tan buen padre, si hubieran creído posible sacar algo, mediano siquiera, de aquella veta montuna y bravía, y muy particularmente sin los riesgos á que les exponía este continuo punto de contacto con la sinvergüenza de su madre! Porque el tal matrimonio se perecía por una criatura de la edad, poco más ó menos, del salvaje sobrino, para que llenara algo la casa, como la llenan los hijos propios, tan deseados de todos los que no los tienen. Así es que cuando comenzaron las negociaciones del padre Apolinar con tío Mocejón para que éste recogiera á Silda en su casa, los ojos se les iban á los inquilinos de la bodega detrás de la niña que jugaba en la calle; y muy tentados estuvieron más de una vez, viendo bajar al fraile de mal humor, á tirarle del manteo para llamarle adentro y decirle por lo bajo:—«Tráigala usté aquí, pae Polinar, que nosotros la recibiremos de balde, y muy agradecidos todavía.»—Pero el acuerdo era cosa del Cabildo, que bien estudiado le tendría; y además, no querían ellos que en casa de Mocejón llegara á creerse que el intento de apandarse «la ayuda de costas» ofrecida, era lo que les movía á recoger á la huérfana.

      —¡Cuidao—decía Mechelín á tía Sidora,—que ni pintá en un papel resultara más al respetive de la comenencia!... ¡Finuca y limpia es como una canoa de rey!

      —En verdá—añadía tía Sidora,—que pena da considerar la vida que la aguarda allá arriba, si Dios no se pone de su parte.

      —¡Uva!—añadía el marido, que usaba esta interjección siempre que, á su entender, un dicho no tenía réplica.

      Cuando Silda fué recogida en el quinto piso, tío Mechelín, que la vió subir, dijo á tía Sidora:

      —¡Enfeliz!... ¡No tendrás tan buen pellejo cuando abajes!... ¡Y eso que has de abajar pronto!

      —Lo mismo creo—respondió la mujer, muy pensativa y con las manos sobre las caderas.—Pero tú y yo, agua que no hemos de beber, dejémosla correr; y la lengua, callada en la boca, que más temo á esa gente de arriba, que á una galerna de marzo.

      —¡Uva!—concluyó Mechelín con una expresiva cabezada, guiñando un ojo, dándose media vuelta y poniéndose á canturriar una seguidilla, como si no hubiera dicho nada, ó temiera que le pudieran oir los de arriba.

      Pero desde aquel momento no perdieron de vista á la pobre huérfana, que, á juzgar por su impasible continente, parecía ser la menos interesada de todos en la vida que arrastraba en el presidio á que se la había condenado, creyendo hacerla un favor. Se condolían mucho de ella, viéndola en los primeros meses, de invierno riguroso, entrar en casa tiritando y amoratada de frío, con el cesto de los muergos al brazo, ó con la cacerola de gusanas entre manos; ó bajar del piso con cardenales en la cara, ó con el pañuelito del cuello por venda sobre la frente. Nunca la vieron llorar ni señales de haber llorado, ni pudieron sorprender entre sus labios una queja. En cambio, la lengua se le saltaba de la boca á tía Sidora con las ganas que tenía de sonsacar pormenores á la niña; pero el miedo que tenía á los escándalos de la familia de Mocejón, la obligaban á contenerse. En ocasiones, al sentir que bajaba Silda, se atravesaba el pescador ó la marinera, á la puerta de la calle, con un zoquete de pan, haciendo que comía de él, pero, en realidad, por tener un pretexto para ofrecérsele.

      —¡Bien á tiempo llegas, mujer!—le decía con fingida sorpresa.—Á volver iba al arca este pan, porque no tengo maldita la gana. Si tú le quisieras...

      Y se le dejaba entre las manos, preguntándole al oído:

Скачать книгу