La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan
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—¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea?—decía para sus adentros Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.
—A casa, á casa enseguida, que son las tantas de la noche—murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reirse descaradamente de sus apuros.... Ahora no se atrevería á hacerla rabiar: él era el esclavo.
Volvieron á tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor, las medas ó altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento ó la ranchería de una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha del día.
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose á cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.
V
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar á la villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del lado, é incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo, implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos—cuyo fastidioso enjambre había elegido allí domicilio—se agolpaban en los pescuezos y labios, chupándolas. No había modo de espantar á tan impertinentes bichos, porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente de fuego, soltaban la presa á dos tirones. Al desabrido cosquilleo del polvo en las fosas nasales se unía el punzante mal olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo tan peculiar á las diligencias como el olor del carbón de piedra á los vapores. A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena esposa y madre de familia á suspirar á cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina entrevieron con terror, á la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales, que se aproximaba á la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral—viejo terne conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas—exclamar, en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:
—¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura á bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo á media voz:
—Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...
Miróle el otro viajero y encogióse de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil, pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero pequeño reía á socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el rincón. Grande fué su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano á su gorra de viaje, indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina y llenándola toda con su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un—Felices días nos dé Dios.
De soslayo—porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban extrictamente encajados, prensados como sardina en banasta—el viajero chico insinuó á su compañero:
—¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, á ver qué hacía.
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar á paseo á aquel cernícalo ó darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:
—Es un viejo y un sacerdote.
El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, á la pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes—sin ser lo que se llama flaco—y vestido