La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

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y, mientras servía a Jelling, tuvo tiempo de murmurar:

      —O el profesor Linden no hará la operación por miedo de que lo mate el desconocido.

      Giovanni, por supuesto, había escuchado nuestra conversación, y ahora, a pesar de las recriminaciones que siempre le hacía, intervenía en nuestras discusiones.

      Jelling pareció encantado con esa intervención. Sonrió cordialmente a Giovanni y le dijo:

      —He pensado bastante en esa hipótesis, pero le diré la impresión que me causó el profesor Linden. Me pareció una persona muy apegada al dinero. Y Déravans se ha comprometido a pagarle veinte mil dólares por la operación. El profesor no me parece un tipo dispuesto a renunciar a veinte mil dólares por una simple amenaza. Tomará todas las precauciones del mundo, pero intentará llevar a cabo la operación a cualquier precio...

      Indiferente a mis miradas de reproche, Giovanni continuó:

      —Todo lo contrario, si es así, aprovechará la amenaza que lleva sobre sus espaldas para encarecer el precio de la operación. ¿O me equivoco, señor?...

      Con una reverencia obsequiosa e hipócrita, Giovanni se llevó la botella y la bandeja, evitando de esa manera mi rapapolvo.

      Arthur Jelling le sonrió y luego se dirigió a mí:

      —Claro que he considerado también esa hipótesis... He venido a verle precisamente por eso... Ahora voy a la clínica de Linden, a hablar otra vez con el profesor Linden y con sus ayudantes, echar un vistazo y... si usted también viniera, me haría un favor. Desearía que observase atentamente todo y luego me diera sus impresiones... Pero quizá estoy abusando de usted...

      —¡En absoluto, Jelling! –le dije–. Para mí se trata de algo divertido. Le ayudaré con mucho gusto.

      La clínica Linden es quizá una de las más modernas de América, y, por supuesto, la más moderna de Boston. Se erige casi a las afueras de la ciudad, entre enormes construcciones funcionales y pequeñas parcelas todavía sin vender, donde los niños juegan a los gánsteres. Pero, a pesar de la modernidad arquitectónica del palacete, a pesar de la funcionalidad y el lujo de las instalaciones interiores, algo tétrico y lúgubre impresiona al visitante que entra por primera vez. No sé si Jelling tenía las mismas sensaciones cuando entramos, pero yo noté enseguida el pecho oprimido por una especie de tristeza y de angustia indefinidas. Soy profesor de psicopatología, he visitado cientos de hospitales y manicomios, he visto ambientes terribles como la sala de anatomía de la Fundación Rockefeller de Nueva York, la Clínica Carlton en Chicago, con los enfermeros de desintoxicación más tristemente famosos de Massachusetts cuidando de sus enfermos permanentemente dominados por el delirio de su veneno, en definitiva, no se me puede acusar de debilidad de ánimo. Sin embargo, al entrar en la clínica Linden, con esa fachada que recuerda a un bastión medieval, desnuda por dentro como una casa abandonada, me pareció encontrar la prueba que Jelling había adivinado justo para interesarse en ese asunto de Déravans, en apariencia intrascendente. Se olía la tragedia en ese ambiente. Puede que sea una exageración, pero había olor a sangre. Y más tarde tuve que convencerme de que mis impresiones no estaban del todo equivocadas.

      Tras cruzar un patio pavimentado con cemento, sin una brizna de hierba, y recorrer un pasillo gris, iluminado por una luz fija violenta y artificial, que entraba por los grandes ventanales de cristal blanco leche, Jelling y yo entramos en el despacho del profesor Linden.

      Augusto Linden era un hombre de unos cuarenta y cinco años, con el pelo cortado a cepillo y la cara cuadrada, aceitunada. Bajo las órbitas saltonas, dos pequeños ojos grises, acuosos, miraban con insistencia y con frialdad. En pocas palabras, era el tipo adecuado para cohibir a Jelling, ya demasiado dispuesto a amedrentarse.

      —Perdone si le molesto de nuevo... –insinuó con suavidad Jelling.

      Linden, con un gesto seco, nos invitó a sentarnos delante de su escritorio, y con voz baja, casi gruñona, dijo:

      —Adelante, hablen.

      Con mucho esfuerzo, Arthur Jelling recobró el aliento y me presentó.

      —Ah –me dijo Linden, olvidándose completamente de Jelling–, es usted profesor adjunto del curso de Derecho... Creo que una vez asistí a una conferencia suya en el Círculo Jurídico. La suya era una teoría arriesgada, por lo menos contraria a las actuales. Es decir, según usted, el delito no siempre es la expresión de un estado psicopatológico en sentido estricto, sino que a menudo se realiza con plena conciencia de causa sin ningún estímulo del inconsciente enfermo, ¿no es así?

      —Sí, así es –respondí.

      —Yo también tengo la misma opinión –continuó Linden–. Muchos abogados consiguen salvar a sus clientes de la silla con la excusa de una enfermedad mental...

      Jelling nos escuchaba correctísimamente sentado en el sillón. Después de algunas frases, pareció que Linden se daba cuenta de su presencia.

      —Ah, perdóneme, señor... señor... –dijo Linden con distracción casi ultrajante.

      —Arthur Jelling –sugirió educadamente mi amigo.

      —Dígame, señor Jelling.

      —Le agradecería enormemente –dijo este con paciencia– que me presentara al personal de la clínica y que me dejara conocer el ambiente... Querría...

      Augusto Linden le cortó, se levantó y dijo:

      —Venga, por favor.

      Nos levantamos y lo seguimos. En el pasillo, al salir del despacho, vimos a dos agentes de paisano. Eran los dos que tenían el cometido de vigilar y de proteger al profesor.

      Augusto Linden los señaló con una sonrisa despectiva.

      —¿Usted cree de verdad –preguntó a Jelling– que esa gente sería capaz de salvarme si mañana me quisieran matar?

      —Sólo en Boston –respondió Jelling con mucha educación, pero con firmeza–, mueren en acto de servicio doscientos agentes al año.

      —Bien –dijo Linden con voz desagradable–, pero no por lo que a mí respecta.

      Después de este chiste pueril, caminamos en silencio cruzando varios ambientes de la clínica. Linden nos enseñó las distintas salas, los departamentos, los laboratorios. Todo era lineal, preciso, monótono como una máquina. Todas las paredes estaban pintadas de un gris claro que hacía pensar en esos días de lluvia que nunca se acaban. Todo era sobriedad y concisión. No había el mínimo adorno, la mínima nota de color; algunos muebles de cristal, algunas estanterías de metal opaco, la luz difusa que entraba por los ventanales de cristal blanco daban tal sensación de frialdad que no se veía la hora de salir de ahí.

      Pasamos delante de una puerta. Linden se paró.

      —Este es el apartamento de Alberto Déravans. No se lo puedo enseñar porque no quiero que se moleste a mis enfermos.

      —Gracias –respondió Jelling, y no se pudo comprender por el tono si lo había dicho de buena fe o por sarcasmo. En cualquier caso, Linden no se dio cuenta, o fingió no darse cuenta–. Perdone –dijo de repente Jelling–, la operación que le va a practicar al señor Déravans sólo la conoce usted, ¿no es cierto?

      —Efectivamente.

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