La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

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una cita, pero estaré encantado de poderles ser útil –dijo a Jelling con frialdad.

      —Debe perdonarme por venir a molestarlo –respondió Jelling mientras retorcía los guantes que tenía en la mano–. Necesitaría conocer un poco mejor el ambiente y las personas de esta casa. Estamos investigando en profundidad y no nos gustaría dejar escapar ningún detalle...

      Así empezó la visita al chalé. Visita, por lo demás, bastante breve. En la planta baja se encontraban las salas de estar, un salón de recibimiento y una biblioteca. En el primer y último piso, los dormitorios, en total tres. En el sótano, las habitaciones del personal de servicio. Aunque no lo parecía, Jelling era insistente y meticuloso. Entró en todas las habitaciones, una tras otra, en la biblioteca incluso miró el lomo de los libros y leyó bastantes títulos; y, por último, le presentaron a todo el personal de servicio, desde el portero galoneado, que se llamaba Morney, hasta un elegantísimo chófer, Ignazio Hastings, el mayordomo, Cleavendale, y la primera sirvienta, Berenice. Andrea Déravans, correctísimo, le informaba con paciencia, con esa paciencia fría que termina por molestar a cualquiera. Y Jelling estaba molesto, pero se aguantaba porque la visita le interesaba mucho.

      —... Y, perdone, ¿quién vive en este chalé, además de usted? –preguntó.

      —Mi hermano –respondió Déravans con cortesía–, cuando no está en la clínica, por supuesto. La novia de mi hermano, que tiene una habitación, y los Golden, es decir, los señores Dundley...

      —¿Los Golden? –preguntó tímidamente Jelling.

      —Ah, sí –sonrió Andrea Déravans, con una sonrisa mustia, sin calidez–. Él se llama Isidoro y ella Dora; con tanto oro en los nombres no les pasa lo mismo en los bolsillos, y de broma acabamos llamándolos los Golden, los Dorados.

      —... Sí, sí... –sonrió cortésmente Arthur Jelling–. No quiero aburrirle con mis preguntas, pero ¿le podría preguntar en calidad de qué están viviendo los señores Dundley con ustedes en el chalé?

      —Claro que puede... Todo el mundo lo sabe. Los Dundley son buenos amigos, antiguos socios del Círculo. Buena gente, pero con mala suerte... Y así, por amistad, los tenemos con nosotros...

      —¿Quiere decir que viven a su cargo?

      —... Pues, dicho sin elegancia, así es...

      En ese momento, la puerta se abrió y una mujer se asomó sobre el umbral. Andrea Déravans la presentó. Era Evelina Soldier, la novia de Alberto. Llevaba un modesto abrigo de piel y un sencillo sombrero oscuro, pero, por mucho que su vestuario no fuese demasiado elegante, su rostro era tan fino y delicado y con una expresión tan noble, que parecía como si se hubiera vestido para una gran recepción.

      —Vengo ahora de la clínica –dijo con un tono algo turbado–. Es una auténtica tortura hablar con Alberto, que no sabe nada de lo que se trama a su alrededor... Ya casi no lo resisto...

      —Lo entiendo... –dijo Déravans, pero sin mostrar mucho interés–. Menos mal que dentro de tres días operarán a Berty y toda esta historia tan desagradable habrá acabado.

      Evelina Soldier se sentó en el sillón con aspecto de preocupación y miró a Jelling.

      —¿No tendrá por casualidad alguna pista?

      —Espero... –respondió azorado Jelling–. Hacemos todo lo posible... Y tengo la esperanza de que todo saldrá bien...

      La señorita Soldier no pareció consolarse con estas palabras. Sonrió tristemente y miró a través de la ventana, pensativa.

      La visita había acabado, pero Jelling no parecía satisfecho. Se despidió de Evelina Soldier con una reverencia correcta y siguió a Andrea Déravans a la salida. En el momento de despedirse de él, encontró por fin las fuerzas para decirle:

      —Perdóneme, señor Déravans, pero necesitaría conocer a los señores Dundley. ¿Sabe usted dónde los podría encontrar sin molestarle una vez más con mis visitas?

      —¿Los Golden? No creo que le sirvan de mucho en su investigación, pero si tanto interés tiene en verlos, puede encontrarlos esta misma noche en el Círculo... en la Abeja Verde... van todas las noches allí.

      Evidentemente, Andrea Déravans estaba harto y le había dado esa información para acabar con el tema. Jelling no se atrevió a decir más, sonrió en agradecimiento y salió.

      En la calle, Matchy emitió un suspiro que pareció el soplido de un muelle.

      —¡Vaya con esta gente! –exclamó–. Siempre te tratan como si fueras algo sucio que hay que manejar con guantes... Usted es demasiado amable, Jefe. Si llegamos a quedarnos un poco más, le habría dicho un par de cosas a ese tipo. No hay que olvidar que somos la Policía y que estamos trabajando en beneficio de su hermano y no para divertirnos, ¿no cree?

      Jelling, aunque hiciera tanto frío como en una nevera, se secó dos o tres gotitas de sudor que le bañaban las sienes.

      —Sí, claro, yo también estaba incómodo... Pero no hay que prestarle atención... –Y, tras una pausa–: ¿Qué impresión le ha causado todo en general?

      —¡Pues..! ¡Realmente me da miedo que estos Déravans sean avaros! Con el dinero que tienen poseen un chalé de cuatro dólares, y la novia del millonario lleva el abrigo de piel de una secretaria... Él es un tipo que parece un pobre hombre gobernado por una máquina, cuando dice que sí, cuando dice que no, cuando sonríe y cuando habla es como si se lo estuviera ordenando otro, no por propia voluntad... Ella me parece una chica un poco abatida; esta historia no le tiene que estar gustando nada.

      —Pero ¿no ha notado nada especial? –insistió Jelling.

      —Yo no. En el fondo me parece gente normal en una casa normal. Lo único son los Dundley, que se dejan mantener por ellos. Pero esto también es normal. Todos los ricos tienen alrededor algún parásito.

      —¿No percibió –murmuró Jelling meditabundo– olor a salvaje?

      —¿A salvaje?

      —... Sí... El mismo olor que percibí en la clínica Linden... Puede que sea una idea algo complicada... Una falsa impresión... Mire, yo no soy un policía. No sé tomar huellas, no busco trocitos de papel puestos distraídamente en el suelo... Me baso en mis impresiones, en mis intuiciones... Y a menudo me equivoco, Matchy, a menudo.

      —Pero ¿a qué huele lo salvaje? –preguntó inquieto Matchy.

      Jelling buscó con trabajo las palabras:

      —Mire, Matchy. Imagínese que está en un salón, en un salón muy elegante. Señoras enjoyadas, señores vestidos de negro y camisa almidonada, amabilidad, refinamiento... y al fondo, detrás de las puertas... –aquí Jelling bajó el tono, como aterrado–, al fondo, detrás de las puertas hay tigres al acecho, listos para lanzarse sobre los ignorantes invitados... Tigres enormes, feroces..., uno de los invitados nota un olor extraño, un olor a salvaje, a jungla; este es precisamente el olor que percibo... Matchy, hay tigres al acecho en toda esta historia. Van a salir de un momento a otro.

      Matchy, aunque llevaba un pesado abrigo negro, sintió un escalofrío. Su buen sentido habría querido hacerle exclamar: «Pero no, señor Jelling, ¡qué está diciendo!», pero no fue capaz de hablar. Sabía por experiencia que Arthur Jelling no exageraba.

      —Esa

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