La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La muñeca ciega - Giorgio Scerbanenco страница 8

La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

Скачать книгу

inculpar a Andrea de querer matar al profesor Linden! –exclamó divertida y aterrorizada la señora Dundley–. Es lo que siempre pasa en las novelas policiacas. Hay una serie de sospechas sobre todos los personajes, cada uno acusa al otro, no se comprende nada y al final...

      Arthur Jelling, contrariamente a lo que acostumbraba, interrumpió la conversación.

      —... Y al final el culpable es de quien menos se sospecha...

      Después de esta interrupción hubo un momento de silencio más bien serio. No uno de esos silencios en los que no se sabe qué decir. Un silencio, en cambio, en el que se piensa lo que no se debe decir. Por suerte, la luz se apagó de nuevo y salvó la situación.

      La cantante de antes volvió al escenario. Su voz, soterradamente excitante, provocó que Matchy girara de nuevo la cabeza y se ausentara completamente de la conversación. Durante cinco largos minutos, la mesa de los dos Golden, de Matchy y de Jelling pareció concentrada exclusivamente en seguir a la cantante por el pequeño escenario. En realidad, Jelling miraba las manos de Isidoro Dundley.

      Eran unas manos realmente extrañas. Para un hombre de su estatura, muy pequeño, le irían bien unas manos pequeñas, rollizas, afiladas. En cambio, tenía manos largas, de pianista, para hacernos una idea; pero no exactamente así: los nudillos gordos y con mucha piel, como la gente acostumbrada a los trabajos manuales, quitaban la idea de las manos del pianista.

      La canción de aquella Circe bostoniana terminó finalmente. Matchy, con los ojos ligeramente enrojecidos, retomó el contacto con el mundo, bajó a la tierra y, cuando iba a beber de su brebaje verde, exclamó:

      —Jefe, están disparando.

      Isidoro Dundley sonrió:

      —Tenemos una sala de tiro al blanco aquí, en el Círculo. Las historias de gánsteres han puesto de moda el manejo de la pistola y del fusil ametrallador. Los hijos de los ricos se entrenan aquí con las Helter de ocho balas.

      Y vaya si disparaban. Por mucho que estuvieran amortiguados, los disparos se oían con claridad. Jelling dijo:

      —Pero ¿disparan simplemente como si fuera un juego, para aprender a tirar?

      —En absoluto –aclaró con amabilidad Isidoro Dundley, mientras Dora Dundley se empolvaba abundantemente la cara sudorosa–. Los jóvenes señores apuestan con normalidad. Un policía de uniforme hace de diana. Estos Dillinger acomodados los disparan y apuestan entre ellos a ver quién lo hace caer más veces: porque, cada vez que se impacta en el centro del policía de cartón, cae.

      Matchy, que tenía aprecio a su uniforme aunque en ese momento no lo llevara puesto, no pudo ocultar un gesto de descontento. Jelling le golpeó un pie para que se estuviera callado.

      —¡Oh, pues es muy interesante! –dijo luego, con un tono lleno de ingenua hipocresía–. Hace tanto que no tiro al blanco... No estaría nada mal pegar algunos tiros.

      —Si es por eso, enseguida satisfago sus deseos –respondió Isidoro Dundley–. Pero le advierto que soy un tirador excepcional; así que no apueste mucho.

      La señora Golden, al levantarse para seguirlos a la sala de tiro al blanco, le puso a Jelling una sonrisa de estúpida astucia.

      —Usted le está tendiendo una trampa a mi marido... –le dijo–. Conozco sus sistemas... De la forma más inocente del mundo preparan las trampas en las que caerá el culpable.

      —... Señora –murmuró terriblemente molesto Arthur Jelling–. Le... juro que sólo quiero conocer el ambiente de los Déravans... Y que no osaría en absoluto sospechar de nadie...

      —¡Vaya, vaya! ¡No tenga reparos! –dijo la señora Golden riendo socarronamente–. Ustedes, los policías, sospechan de todos por principio... Y si ha venido usted aquí es porque están estudiando algo contra mi marido.

      Por suerte, ya habían llegado a la sala de tiro al blanco, con lo que el ridículo diálogo terminó. Isidoro Dundley cogió del brazo a Jelling y lo condujo hasta un banco largo vacío, en cuyo final, a una distancia de unos cuatro metros, estaba clavado un cartón con la figura de un policía. Una chica, también vestida de policía, les sonrió mientras les ofrecía el caballete en el que estaban colocadas seis pistolas grandes.

      —Mire, señor Jelling –dijo Isidoro Dundley–. Elija arma y dispare en primer lugar.

      —No, no, se lo ruego –objetó Jelling con educación–, deme al menos la ventaja de disparar después de usted.

      —De acuerdo. Pero ¿qué apuesta?

      —Pues lo que usted crea...

      —Diez dólares, ¿le parece?

      Era bastante para Jelling... Pero tampoco era conveniente que se supiera.

      —Pues claro, diez dólares.

      Isidoro Dundley eligió una pistola, la sopesó, estiró el brazo y apuntó. En la Abeja Verde era conocido por ser buen tirador, los que curioseaban en la sala de tiro al blanco parándose ahora en un banco, ahora en otro, se agruparon casi todos alrededor de él para verlo disparar. Matchy vigilaba atentamente a su jefe. Se había metido en un buen lío el señor Jelling. Golden disparó. El policía de cartón al final del banco permaneció recto, socarronamente. Con calma, repitió el disparo, con idéntico resultado.

      Había que acertar en el primer botón del uniforme para que la figura cayera. Al tercer disparo, la figura tembló un poco, pero seguía firmemente de pie.

      —¡Estás desentrenado, Doro! –le gritó la señora Golden con expresión casi satisfecha. Doro Golden se giró hacia ella con un gesto de irritación, pero no dijo nada y volvió a apuntar. Esta vez el policía cayó y lo sustituyeron enseguida por otro, un poco más pequeño. Otro disparo y la figura cayó. Una tercera figura, más pequeña que la anterior, la sustituyó y cayó inmediatamente después. Lo mismo con una cuarta y una quinta figura: esta última era como una muñeca. Acertarla suponía tener una verdadera habilidad. Alguno de los presentes gritó: «¡Bravo!».

      Jelling permaneció tímidamente impasible. Había llegado su turno. Eligió en silencio un revólver, esperó a que el mecanismo de cambio de las figuras pusiese de pie al policía y después apretó el gatillo. El policía cayó. Cayó también el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto.

      Matchy puso los ojos como platos: creía estar soñando. Nunca había sospechado que el correcto, el correctísimo Jelling tuviera esa capacidad tan diabólica. Dundley observaba con una sonrisa irónica. Quizá esperaba que el blanco se hiciera más pequeño para divertirse con los fallos de su adversario. Ahora, de hecho, tras cinco disparos, el policía de cartón tenía unos veinte centímetros de alto. Jelling miró más tiempo que con los anteriores, disparó, el blanco permaneció de pie.

      Se oyó un suspiro de alivio. Era de la señora Dundley, que ya había mostrado su brillante dentadura en una sonrisa muy amplia, cuando, tras otro disparo, el blanco cayó y lo reemplazaron por otro todavía más pequeño: algo que a cuatro metros de distancia se veía a duras penas.

      —Le queda todavía otro disparo –le dijo Isidoro Dundley–. ¿Cree que dará en el blanco otra vez?

      —Es difícil realmente –murmuró Jelling, concentrado como un niño en apuntar–. No creo que pueda.

      —Ya

Скачать книгу