La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

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nuevos procedimientos de operar. Cualquier cirujano sabe perfectamente de qué manera habría que operar a Déravans para devolverle la visión, pero no lo opera porque con el sistema que él conoce no conseguiría quitarle la ceguera, es más, la haría más profunda para siempre, mientras que con mi procedimiento yo estoy seguro de curarlo, y con facilidad. Lo nuevo es el sistema: la operación en sí es sencillísima. Yo no hago brujería...

      Por último, entramos en una sala grande, ocupada por una mesa larguísima y por dos estanterías de cristal larguísimas con los instrumentales médicos más variados. En la sala había tres personas con bata blanca. Linden los presentó; eran sus tres ayudantes. Tendré que describir un poco más ampliamente a estas tres personas, porque en ese momento se pudo comprobar un hecho que después tuvo varias consecuencias en el asunto.

      Uno era el doctor Alfredo Lamarck, primer ayudante de Linden. Creo que sólo se puede ver un tipo como él en el cine. Parecía un hombre de 1912 en el físico, en la cara y en el modo de vestir: algo verdaderamente extraordinario. Tenía un bigote negro denso, moda preguerra, y el pelo con la raya a un lado y ondulado. La cara era regordeta, pero pálida, como los hombres de hace treinta años que no hacían deporte. El gollete le sobresalía de un sobrecuello alto y duro de puntas redondeadas que le tenía que resultar difícil de cambiar porque ya no se confeccionaban. En las manos, para terminar, llevaba una de esas alianzas grandes y completamente adornadas; estoy seguro de que en el interior del anillo estaban escritos dos nombres, una fecha y la frase «Para siempre».

      El otro era Severino Thesenty. Debo decir que al principio me pareció un tipo completamente insignificante. Lo miré en cuanto me lo presentaron y pensé en un primer momento que tenía enfrente a uno de esos hombres que pasan por la vida sin hacer ruido. Sólo más tarde, cuando habían pasado unas horas y lo volví a ver en mi despacho con los ojos de la mente, como si lo tuviera delante, me di cuenta de que me había equivocado. Para que me volviera tan lúcidamente a la memoria debía tener una personalidad que por error había juzgado mediocre. Era más bien alto, delgado, e incluso en algunas cosas se parecía a Jelling. Tenía el pelo rubio ceniza y la cara de un color rojo pardo extraño. Pero lo que más impresionaba eran los ojos, brillantes, grandes, calidísimos, llenos de expresión y movimiento. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Eran los ojos de un romántico, de un lírico, de un sensible. Y, de repente, volví a ver sus manos: grandes, delgadas, delicadas, con la movilidad de las antenas de un insecto. Todo esto, repito, no lo vi en su momento, sino horas después, cuando volví a pensar en mi visita a la clínica Linden.

      La tercera persona era una mujer, la doctora en química Lila Leland. El nombre me sorprendió. Era más adecuado para una estrellita de café concierto que para una doctora, y pensé que era falso. Pero lo que me sorprendió todavía más fue su belleza. No encuentro otra expresión que esta: una belleza angelical. Y sé que no es una definición justa. Al decir angelical se puede pensar en algo muy puro, pero también un poco frío. Sin embargo, la belleza de Lila Leland estaba llena de calor femenino. La mirada tenía una tranquilidad agradable de gacela, y todas las líneas de la cara seguían perfectas curvas, pero llenas de feminidad viva, nada estatuaria. Un maquillaje sutil daba el último toque a esa obra maestra humana, un toque ligeramente artificial que lo hacía irresistible.

      Aquí llega el hecho que hará que se me perdonen un poco estas descripciones a la antigua. Miré a Jelling. Él acababa de hacerle una breve reverencia a la doctora Leland, pero su mirada no se había desviado todavía del rostro de ella. Ya se habían hecho las presentaciones y pasó un segundo, un larguísimo segundo lleno turbación. Todos esperaban que Jelling se alejara y dejara de mirar a Lila Leland. Augusto Linden sonrió de manera extraña con los ojos al observar la escena. Yo me sentía incómodo por un acontecimiento tan imprevisible. En apariencia no ocurrió nada, pero ese segundo, ese larguísimo segundo en que Jelling siguió mirando, ausente y ajeno al mundo, a la doctora Leland, influyó luego sobre el resto del caso. «¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! –me dijo un día Jelling cuando todo había acabado...–. Si hubiese podido preverlo, ese día que conocí a Lila...».

      Por fin, Jelling pareció despertarse. Me imaginaba que cuando volviera en sí se pondría rojo y se abochornaría; en cambio, nada de eso. Él estaba tranquilo, sereno; es más, tenía los ojos más claros y vivos que antes, como si en su interior hubiese nacido algo feliz que le había hecho más fuerte.

      —Este es mi laboratorio de análisis y de anatomía...

      Linden rompió el silencio insoportable y comenzó a darnos una vuelta por la sala, explicándonos cosas. Luego, con su estilo maleducado, le dijo a Jelling:

      —Por lo demás, no veo qué utilidad pueda tener todo esto para su investigación... Perdone, pero no tengo mucha confianza en la Policía. Estoy convencido de que, si consigo desbaratar los planes de ese imbécil que me ha amenazado con matarme, lo deberé sólo a mí y a este instrumento...

      Se sacó del bolsillo un pequeño revólver y nos lo mostró.

      —Claro, claro, tiene razón... –asintió Jelling poniéndose rojo. Vi que su mirada tenía la continua tentación de volverse hacia Lila Leland, que estaba a su lado, pero se controlaba.

      Mientras, Linden se había dirigido a Alfredo Lamarck, que se afanaba con un microscopio.

      —¿Ya está hecho el análisis de Déravans?

      Sin quitar el ojo del instrumento, sin dejar de manejar la platina, Alfredo Lamarck respondió con frialdad (y decir frialdad es bastante poco):

      —Lo estoy haciendo.

      —Le había rogado que lo hiciera hace dos días. Operaremos a Déravans el 17 y hoy estamos a 14 –observó Linden con tranquilidad.

      Alfredo Lamarck levantó el ojo del microscopio y miró un punto en la pared, no al profesor Linden:

      —Hoy todavía estamos perfectamente a tiempo –dijo, con el mismo tono de antes, anodino y lejano.

      —No estoy de acuerdo –respondió Linden con nerviosismo mal disimulado.

      Lamarck volvió a su instrumento y murmuró entre dientes:

      —Perdone.

      Tras este otro incidente, Linden nos acompañó fuera, hasta la salida. Al despedirse de nosotros, Jelling, que había permanecido en silencio hasta entonces, le preguntó:

      —Por supuesto, el señor Déravans no ha sido informado de que usted se ha visto amenazado de muerte si lo opera.

      —Por supuesto... –respondió Linden, abriendo la puerta que daba al vestíbulo.

      —En cualquier caso, habrá advertido a algún familiar, ¿no?

      —Claro.

      —¿A quién?

      —A su hermano, Andrea Déravans, y a su novia, Evelina Soldier.

      Jelling dio un paso adelante, pero antes de salir volvió a preguntar:

      —Perdóneme la indiscreción, quizá mis preguntas le cansan... Pero necesito saber si, aparte de usted, hay alguien más capaz de operar al señor Alberto Déravans...

      Linden sonrió con los ojos, como antes.

      —Mis ayudantes conocen la teoría de la operación. Ignoro si conseguirían ponerla en práctica.

      —Gracias.

      Salimos,

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