La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

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de la avenida por la que íbamos estaban secos, desnudos; trizas de hielo crujían bajo nuestros zapatos. Tenía la cabeza llena de pensamientos confusos que no conseguía coordinar.

      —¿Qué le pasa, Jelling? –dije, más que nada por romper el silencio.

      Al final, Arthur Jelling dejó de mirar fijamente hacia adelante y consiguió verme a mí también.

      —¡Oh..., perdone! Tiene razón... –y se puso rojo como un muchacho–. Pienso en mí, siempre en mí, y, en cambio, debería pensar en el profesor Linden.

      2

      Diez dólares por acertar en el blanco

      Déravans era un hombre poderoso en la alta sociedad de Boston. La riqueza de la familia no venía de antiguo, y el hecho de haberla acumulado jugando a la bolsa no suponía, claramente, a ojos de los nobles bostonianos un mérito honroso, pero era de tales proporciones que hasta los aristócratas más quisquillosos habían terminado por quedar subyugados. En Boston, en vez de decir Pierpont Morgan se decía Déravans, y en vez de decir «llevar leña al monte», expresión que en América sólo conocen los profesores de lengua, se decía «Dejar dinero a los Déravans».

      Los Déravans, padre y madre, habían muerto dos años atrás. La señora Lisetta Déravans, de un problema de corazón (tenía una enfermedad cardiaca desde joven), y Antonio Déravans, tras una operación por unos cálculos renales. Los dos hijos, Alberto y Andrea, habían quedado como dueños de un patrimonio enorme cuyo valor sólo conocía el fisco. Habían renunciado a las operaciones bursátiles en las que su padre se había especializado y se dedicaron a vivir de las rentas, apartándose del mundo de los negocios. Alberto, el mayor, hacía deporte, natación, automovilismo, boxeo; Andrea, el otro, no hacía literalmente nada, y parecía muy contento con ello. Por mucho que tuvieran montones de dinero y estuviesen libres de toda tutela, nunca habían llevado una vida disoluta. En el fondo, no tenían vicios, no les iban los juegos de azar y no se dejaban engañar por las mujeres. A las típicas profesionales, cazadoras de ricos herederos, las mantenían amablemente alejadas con pequeñísimos cheques. Hasta se murmuraba que eran avaros; por lo menos, que el mayor, Alberto, mantenía a raya al otro, que quizá tenía tendencia a despilfarrar. A quien le hablara de hacer negocios, de comerciar, de crear industrias para que les rentara el patrimonio, Alberto Déravans respondía: «Tenemos tanto dinero que harían falta tres generaciones de Déravans para gastarlo todo. ¿Por qué deberíamos preocuparnos de ganar más?». Los dos jovencitos (Alberto tenía treinta y dos años y Andrea, veintiocho) vivían en su chalé en las afueras de Boston, un chalé modesto en el fondo, con un jardín pequeño y una piscina, como tantos otros de las afueras de Boston. Esta modestia también creaba un halo de simpática notoriedad a los dos Déravans. Entre tantos jóvenes vividores que con la décima parte del patrimonio que ellos tenían hacían gastos absurdos, construían chalés propios de las mil y una noches y terminaban medio alcohólicos en alguna clínica, estos dos jóvenes se contentaban divirtiéndose con bastante modestia, y nunca se emborrachaban: los bostonianos honestos los consideraban como dos verdaderos modelos de virtud.

      Cuando Alberto, el mayor, se quedó ciego como consecuencia del accidente de tráfico (y esto había sucedido sólo un mes después de la muerte del padre y siete meses después de la muerte de la madre), supuso una conmoción general para todo Boston. «Realmente tienen mala suerte los Déravans», decía la gente, y los periódicos publicaban por enésima vez la historia de Déravans padre, que empezó jugando a la bolsa con los setenta y cinco dólares que había retirado de la pequeña caja de una oficina donde trabajaba como contable, y seis meses después tenía doscientos mil, y así hasta enriquecerse. Después, Boston se apasionó con las historias sentimentales de Alberto Déravans: «¿Se casará Déravans con la mujer que le quitó la visión?», así eran los titulares de los periódicos frívolos. Y enseguida: «Evelina Soldier, la novia de Berty (diminutivo de Alberto) declara que no se casará con el millonario hasta que este no recupere la visión que perdió por culpa de ella».

      En definitiva, Boston quería mucho a su Berty, y precisamente por eso se debía tener oculto al público que el médico que le podría devolver la visión había recibido una amenaza de muerte si lo operaba. El interés popular y los horrorosos chismes de los periodistas harían imposible una investigación tranquila. En primer lugar, el capitán Sunder había silenciado todo el caso. En la ciudad, sólo unas quince personas conocían la existencia de la amenaza al profesor Linden.

      La misma tarde que se produjo la visita a la clínica Linden, Jelling eligió de acompañante al leal Matchy, un sargento que terminaba dando mayor fuerza a su timidez a pesar de su gran corpulencia y del manifiesto semblante de policía que le eran propios, y se dirigió al chalé de los Déravans.

      Fue a pie, para moverse un poco, y para disfrutar de ese extraño sol invernal, rojo como un batintín de cobre. Mientras caminaba, escuchaba al bueno de Matchy.

      —Señor Jelling, ¿cree realmente que el profesor Linden está en peligro?

      Arthur Jelling asintió.

      —Si opera a Alberto Déravans, sí.

      —Amenazar a un hombre es fácil, matarlo es otra cuestión. Y Linden no me parece alguien a quien se la puedan jugar tan fácilmente...

      —Sí... Pero yo siempre pienso lo mismo: que si se amenaza a una persona con matarla es porque se puede hacer. Intente mirar en mi archivo, Matchy. De cien casos de amenaza de muerte, unos ochenta se llevan a cabo siempre si el amenazado no se pliega a los deseos del amenazador. Y esto usted lo sabe mejor que yo.

      —Es cierto, es cierto –admitió Matchy–. Pero a veces sólo lo hacen para meter miedo...

      Jelling sacudió la cabeza.

      —Los ingenuos, quizá... Pero en toda esta historia todavía no he visto a nadie con cara de ingenuo, excepto la del señor Thesenty. Todos tienen la pinta de estar terriblemente ocupados en sus asuntos... Y, además, ¿sabe otra cosa? Hay demasiados millones en este caso, demasiados...

      —Pero, si es así, entonces el profesor Linden está poco protegido. ¿De qué le sirven sólo dos agentes?

      —Matchy –dijo Jelling parándose delante de la verja del chalé de los Déravans–, ¿se acuerda del caso Vaton? Estaba encerrado en su chalé, a la vista de los agentes, día y noche... Y, sin embargo, lo mataron... He pensado otra cosa: que en estas situaciones no hay que perder tiempo protegiendo al amenazado, sino que, en cambio, hay que encontrar enseguida al amenazador, antes de que consiga llevar a cabo su plan...

      Habían llamado y un portero galoneado les había abierto. Al ver el uniforme de Matchy puso mala cara, como si le molestara mucho, y dijo bruscamente:

      —¿Qué desean?

      Jelling se quedó tímidamente aparte y dejó hacer a Matchy.

      —Policía, como ve. Anúncienos a sus jefes –gruñó Matchy con severidad. Pero el portero galoneado no pareció inmutarse.

      —Esperen, voy a llamar al mayordomo –dijo, y tocó una campanilla que estaba en la pared de su caseta de guardia.

      Llegó el mayordomo y los acompañó al interior del chalé, a una sala en la planta baja, donde, tras más de cinco minutos de espera, apareció un joven alto, delgado, terriblemente pálido: Andrea Déravans.

      —Hemos venido aquí –empezó Matchy sin mucha cortesía– por la historia de su hermano. El Jefe –y señaló a Arthur Jelling que, por la actitud abochornadísima, no tenía en absoluto el aspecto de un jefe–

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