La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco Básica de bolsillo Serie Negra

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confieso, Matchy, que hay algo siniestro que me da miedo.

      —Jefe –dijo Matchy–, ¿vamos a tomar algo caliente?

      —Sí, vamos –accedió Jelling. En ese momento se dio cuenta de que le había metido algo de miedo en el cuerpo al bueno de Matchy–. Pero, dígame, ¿no tiene un traje de gala?

      —¿Uno de esos con cola?

      —No, sin cola. De los otros, los que tienen la chaqueta con solapas brillantes.

      —Francamente, no –respondió Matchy perplejo.

      —Debe procurarse uno, Matchy, para acompañarme esta noche a una fiesta: vamos a la Abeja Verde.

      —¿Para ver a esos dos?, ¿cómo dijo? ¿Los Golden?

      —Sí, Isidoro y Dora Dundley, conocidos como los Golden.

      Dos horas después, los dos hacían su entrada en la Abeja Verde, uno de los mayores círculos privados de Boston. Jelling estaba muy bien con traje de gala. La pechera blanca daba un impresionante aire aristocrático a su esbelta figura. Quizá no tan bien estaba Matchy, aunque hay que decir que llevaba el traje con mucha desenvoltura y que no tenía en absoluto el aspecto de un policía. De no haberlo traicionado las manos grandes y pesadas, acostumbradas a apretar con facilidad las muñecas de los delincuentes, se le habría podido tomar por un banquero acaudalado.

      La Abeja Verde era un típico círculo de millonarios: una hilera de salas pequeñas y grandes destinadas una a sala de juego, otra a biblioteca, otra a sala de lectura; dos amplísimos salones llenos de mesas preparadas y con una orquesta entre las bóvedas comunicantes y un escenario al fondo para los espectáculos de variedad. No todos los asistentes llevaban traje de gala (a la moda de los nobles de Boston que no quieren exagerar con la etiqueta), pero todos iban vestidos con elegancia, en especial las mujeres, que eran numerosas. Matchy y Jelling se presentaron al encargado de turno y le preguntaron dónde se encontraba el matrimonio Dundley. El encargado les señaló una mesa. Ellos miraron.

      En la mesa estaban sentados un hombre y una mujer. Ella era bastante gorda, alta, con el pelo de color zanahoria, y se reía de una manera infantil, no se entendía muy bien por qué. El hombre era mucho más bajo que ella, un poco calvo, y tenía una cara extraña, una mezcla de ingenuidad y arrugas, como los niños que ya tienen cara de viejos.

      —¿Qué le parece, señor Jelling? –preguntó alegremente Matchy. Empezaba a acostumbrarse a su traje, al calor de la sala, a la gente elegante, y puede que se diera cuenta de que allí se estaba bien.

      —Todavía no he visto una cara honrada en toda esta historia –respondió Jelling–. Estos señores Dundley también parecen gente perfectamente capaz de disparar a un hombre sin vacilaciones.

      —Pero ¡si los acaba de ver! –exclamó Matchy.

      Una cantante apareció en el pequeño escenario que había al fondo de la sala de la derecha, y el público aplaudió largo rato calurosamente. Bajaron las luces de la sala y las sustituyeron por una iluminación violácea, como de acuario, y la cantante empezó a cantar.

      —Tiene razón, Matchy. Puede que sea muy presuntuoso juzgar así a la gente, tan imprudentemente. Incluso nosotros, para alguien que nos juzgase así, a primera vista, no tendríamos cara de honrados...

      ¿Qué diablos cantaba esa chica? Casi no se entendía nada la letra, pero la voz era tan engañosamente suave e insinuante, que el propio Matchy, sin sabérselo explicar, se sintió desconcertado.

      Jelling no escuchaba. Seguía observando, ahora mejor protegido por la semioscuridad de la sala, a los Dundley.

      —La señora Jelling tiene que haber bebido un poco –dijo en voz baja.

      —¡Ah! –dijo Matchy espabilándose, sin dejar de mirar el escenario.

      Volvió la luz. Los aplausos fueron ensordecedores. Al final, Jelling le rogó a Matchy:

      —Vaya a decirles a esos señores si quieren invitarnos a su mesa... Ten cuidado, hazlo con amabilidad.

      —Voy –obedeció Matchy.

      Volvió con una sonrisa irónica.

      —Los señores Dundley están encantados de tenernos a su mesa –dijo burlándose.

      Tras presentarse y sentarse, Jelling y Matchy permanecieron un poco en silencio frente a los Dundley, que los observaban.

      —Es una verdadera sorpresa –dijo Isidoro Dundley rompiendo el silencio– poder pasar la velada con dos funcionarios de la Policía. Una sorpresa agradable.

      Era ceremonioso e irónico, pero sin maldad. Dora Dundley sonreía y mostraba una bellísima dentadura.

      —¿Y han encontrado al hombre que amenazó al profesor? –preguntó con un tono medio frívolo poco adecuado a la seriedad del tema–. Es que leo muchos libros policiacos y estas cosas me interesan bastante.

      —Todavía no, señora –respondió Jelling–. Pero hacemos todo lo posible para encontrarlo.

      —¿No pensará que es mi marido? –rio Dora Dundley, dejando ver aún más, a través de las arrugas, las innumerables pecas que le cubrían el rostro–. ¿Se puede creer que en cuanto han venido a nuestra mesa he pensado eso mismo?

      —¡Cállate, Dora! –interrumpió el marido, entre divertido y enfadado–. Se trata de una cosa seria y tú te la tomas a broma.

      —Bromeo, bromeo... –respondió Dora Dundley–. Ya sabes cómo es la Policía. Sospechan de todos. No sería la primera vez que arrestan a un inocente.

      —Pero yo no he venido para arrestarles... –protestó Jelling sincera e ingenuamente–. Sólo estoy haciendo un examen general de la situación y quiero conocer a todas las personas implicadas de alguna manera en este caso.

      —No le haga caso a mi mujer –dijo Isidoro Dundley, guiñando un ojo–. Las mujeres siempre tienen mucha imaginación. Haga las preguntas que considere necesario. Le aseguro que no me molesta, todo lo contrario.

      Arthur Jelling preguntó tímidamente algo sobre los Déravans, sobre la relación entre los dos hermanos, sobre Evelina Soldier, pero no consiguió saber nada que ya no supiese. Dundley respondía con una amabilidad cordial y la mujer escuchaba como si estuviese leyendo las interesantes últimas páginas de una novela policiaca. Matchy, mientras, bebía. Les habían servido un brebaje extraño, no se podía definir mejor, una crema verde en la que navegaban grandes pelotas negras, podían ser aceitunas o quién sabe qué. Al beberla, era tan fuerte como el licor más fuerte.

      —... Se lo diré –decía Isidoro Dundley tranquilamente–. Yo soy el menos indicado para hablar de los hermanos Déravans. Como usted sabe, y no me avergüenzo de confesarlo, ellos me mantienen íntegramente... Que sí, Dora, estate quieta, es algo que saben todos... Desde el traje que llevo puesto hasta los cien dólares que llevo en la cartera, todo es de ellos. Comprenderá que en estas condiciones no es muy fácil tener una opinión objetiva.

      —Comprendo perfectamente –dijo Jelling un poco incómodo por la excesiva franqueza.

      —... Por lo que yo sé –continuó Isidoro Dundley con tranquilidad–, entre los dos hermanos no hay muy buena relación. Entendámonos

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