Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
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Entonces se celebró en la celda del starets la reunión de aquella familia tan poco unida, reunión que influyó en Aliocha extraordinariamente. El pretexto que la motivó fue, en realidad, falso. El desacuerdo entre Dmitri y su padre sobre la herencia de su madre había llegado al colmo. Las relaciones entre padre a hijo se habían envenenado hasta resultar insoportables. Fue Fiodor Pavlovitch el que sugirió, chanceándose, que se reunieran todos en la celda del starets. Sin recurrir a la intervención del religioso se habría podido llegar a un acuerdo más sincero, ya que la autoridad y la influencia del starets podían imponer la reconciliación. Dmitri, que no había estado nunca en el monasterio ni visto al starets Zósimo, creyó que su padre le quería atemorizar, y aceptó el desafío. En ello influyó tal vez el hecho de que se reprochaba a si mismo secretamente ciertas brusquedades en su querella con Fiodor Pavlovitch. Hay que advertir que Dmitri no vivía, como Iván, en casa de su padre, sino en el otro extremo de la población.
A Piotr Alejandrovitch Miusov, que estaba pasando una temporada en sus posesiones, le sedujo la idea. Este liberal a la moda de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y ateo, tomó parte activa en el asunto, tal vez porque estaba aburrido y vio en ello una diversión. De súbito le acometió el deseo de ver el convento y al «santo». Como su antiguo pleito con el monasterio no había terminado aún —el litigio se basaba en la delimitación de las tierras y en ciertos derechos de pesca y tala de árboles—, pudo utilizar el pretexto de que pretendia resolver el asunto amistosamente con el padre abad. Un visitante animado de tan buenas intenciones podía ser recibido en el monasterio con muchos más miramientos que un simple curioso. Todo ello dio lugar a que se pidiera insistentemente al starets que aceptara el arbitraje, aunque el buen viejo, debido a su enfermedad, ya no salía nunca de su celda ni recibía a ningún visitante. El starets Zósimo dio su consentimiento y fijó la fecha.
–¿A quién se le ha ocurrido nombrarme juez en este asunto? —se limitó a preguntar a Aliocha con una sonrisa.
Ante el anuncio de esta reunión, Aliocha se sintió profundamente inquieto. El único de los asistentes que podía tomar en serio la conferencia era Dmitri. Los demás acudirían para divertirse y su conducta podía ser ofensiva para el starets. Aliocha estaba seguro de ello. Su hermano Iván y Miusov irían al monasterio por pura curiosidad, y su padre para hacer el payaso. Aunque Aliocha hablaba poco, conocía a su padre perfectamente, pues, como ya he dicho, este muchacho no era tan cándido como se creía. Por eso esperaba con inquietud el día señalado. No cabía duda de que sentía verdaderos deseos de que cesara el desacuerdo en su familia, pero lo que más le preocupaba era su starets. Temía por él, por su gloria; le desazonaba la idea de las ofensas que pudieran causarle, especialmente las burlas de Miusov y las reticencias del erudito Iván. Pensó incluso en prevenir al starets, en hablarle de los visitantes circunsanciales que iba a recibir; pero reflexionó y no le dijo nada.
La víspera del día señalado, Aliocha mandó a decir a Dmitri que lo quería mucho y que esperaba que cumpliera su promesa. Dmitri, que no se acordaba de haber prometido nada, le respondió —en una carta en la que le decía que haría todo lo posible por no cometer ninguna « bajeza»; que aunque sentía gran respeto por el starets y por Iván, veía en aquella reunión una trampa o una farsa indigna. «Sin embargo, antes me tragaré la lengua que cometer una falta de respeto contra ese hombre al que tú veneras», decía Dmitri finalmente.
Esta carta no tranquilizó a Aliocha.
LIBRO II: UNA REUNIÓN FUERA DE LUGAR
CAPÍTULO PRIMERO
LLEGADA AL MONASTERIO
Terminaba el mes de agosto. El tiempo era excelente: temperatura agradable y cielo despejado. La reunión en la celda del starets se tenía que celebrar inmediatamente después de la última misa, a las once y media. Los conferenciantes llegaron a la hora fijada, en dos vehículos. El primero, una elegante calesa tirada por dos magníficos caballos, lo ocupaban Piotr Alejandrovitch Miusov y un pariente lejano suyo, Piotr Fomitch Kalganov. Éste era un joven de veinte años que se preparaba para ingresar en la universidad. Miusov, que lo tenía en su casa, le propuso llevarlo a Zurich o a Jena para que completara sus estudios; pero él no se había decidido aún. Era un joven pensativo y distraído, de fisonomía agradable, constitución robusta, aventajada estatura y mirada impasible, como es propio de las personas que no prestan atención a nada. Podía estar mirándonos durante largo rato sin vernos. Era un ser taciturno que a veces, cuando dialogaba a solas con alguien, se mostraba de pronto locuaz, vehemente, alborozado, sabe Dios por qué. Pero su imaginación era como un relámpago, como un fuego que se encendía y apagaba en un segundo. Vestía bien y con cierto atildamiento. Poseía una modesta fortuna y tenía esperanzas de aumentarla. Sostenía con Aliocha amistosas relaciones.
Fiodor Pavlovitch y su hijo llegaron en un coche de alquiler deteriorado, aunque bastante espacioso, tirado por dos viejos caballos que seguían a la calesa a una respetuosa distancia. A Dmitri se le había anunciado el día anterior la hora de la reunión, pero aún no había llegado. Los visitantes dejaron sus coches en la posada, inmediata a los muros del recinto, y cruzaron a pie la gran puerta de entrada. Excepto Fiodor Pavlovitch, ninguno de ellos había visto el monasterio. Miusov, que no había entrado en una iglesia desde hacía treinta años, miraba a un lado y a otro con una mezcla de curiosidad y despreocupación. Aparte la iglesia y las dependencias —y éstas eran bastante vulgares—, el monasterio no ofreció nada de particular a su espíritu observador. Los últimos fieles que salían de la iglesia se descubrían y se santiguaban. Entre la gente del pueblo había algunas personas de más altas esferas: dos o tres damas y un viejo general, que habían dejado también sus coches en la posada.
Los mendigos rodeaban a los visitantes, pero nadie les daba nada. Sólo Kalganov sacó diez copecs de su monedero y, turbado no se sabía por qué, los entregó rápidamente a una buena mujer, a la que dijo en voz baja:
–Para que os lo repartáis.
Ninguno de sus compañeros hizo el menor comentario, y esto aumentó su confusión.
Parecía lógico que alguien hubiera acudido a recibir a nuestros visitantes, a incluso a testimoniarles cierta consideración. Uno de ellos había entregado en fecha reciente mil rublos al monasterio; otro era un rico propietario que tenía a los monjes bajo su dependencia en lo referente a la pesca y a la tala de árboles, y los tendría hasta que se fallara el pleito. Sin embargo, allí no había ningún elemento oficial para recibirlos.
Miusov miraba con expresión distraída las losas sepulcrales diseminadas en torno de la iglesia. Estuvo a punto de hacer la observación de que los ocupantes de aquellas tumbas debían de haber pagado un alto precio por el derecho de ser enterrados en un lugar tan santo, pero guardó silencio: su irritación se había impuesto a su ironía habitual. Luego murmuró como si hablara consigo mismo:
–¿A quién diablos hay que dirigirse en esta casa de tócame Roque? Necesitamos saberlo, porque el tiempo pasa.
De pronto se presentó ante ellos un personaje de unos sesenta años, que llevaba una amplia vestidura estival, calvo, de mirada amable.