Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
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–Ya lo sé —respondió Fiodor Pavlovitch—, pero hace tiempo que no he estado aquí y no me acuerdo del camino.
–Salgan por esa puerta y atraviesen en línea recta el bosquecillo. Permítanme que les acompañe. Yo también… Por aquí, por aquí.
Salieron del recinto y se internaron en el bosque. El hacendado Maximov avanzaba, mejor dicho, corría al lado del grupo, examinándolos a todos con una curiosidad molesta. Al mirarlos, abría desmesuradamente los ojos.
Miusov dijo friamente:
–Hemos de ver al starets para un asunto particular. Hemos obtenido, por decirlo así, audiencia de ese personaje. Por lo tanto, y a pesar de lo muy agradecidos que le estamos a usted, no podemos invitarle a que entre con nosotros.
–Yo lo he visto ya —repuso el modesto hidalgo—. Un chevalier parfait.
–¿Quién es ce chevalier? —preguntó Miusov.
–El starets, el famoso starets Zósimo, gloria y honor del monasterio. Ese starets…
Su locuacidad fue interrumpida por la llegada de un monje con cogulla, bajito, pálido, débil. Fiodor Pavlovitch y Miusov se detuvieron. El religioso los saludó con extrema cortesía y les dijo:
–Caballeros, el padre abad les invita a almorzar después de la visita de ustedes a la ermita. El almuerzo será exactamente a la una. Usted también está invitado —dijo a Maximov.
–Iré —afirmó Fiodor Pavlovitch, encantado de la invitación—. Me guardaré mucho de faltar. Ya sabe que todos hemos prometido portarnos correctamente… ¿Usted vendrá, Piotr Alejandrovitch?
–Desde luego. ¿Para qué estoy aquí sino para observar las costumbres del monasterio? Lo único que lamento es estar en compañía de usted.
–Y Dmitri Fiodorovitch sin llegar.
–Lo mejor que puede hacer es no venir. Ni usted ni su pleito familiar me divierten.
Y añadió, dirigiéndose al monje:
–Iremos a almorzar. Dé las gracias al padre abad.
–Perdone, pero he de conducirlos a presencia del starets —dijo el monje.
–En tal caso, yo voy a reunirme con el padre abad —dijo Maximov—. Sí, estaré con él hasta que ustedes vayan.
–El padre abad está muy ocupado en estos momentos —manifestó el monje, un tanto confundido—, pero haga usted lo que le parezca.
–Este viejo es un plomo —dijo Miusov cuando Maximov se hubo marchado camino del monasterio.
–Se parece a Von Sohn —afirmó inesperadamente Fiodor Pavlovitch.
–¡Vaya una ocurrencia! ¿En qué se parece a Von Sohn? Además, ¿acaso ha visto usted a Von Sohn?
–Sí, en fotografía. Las facciones no son iguales, pero tienen una semejanza oculta. Sí, es un segundo Von Sohn; basta verle la cara para comprenderlo.
–Es posible. Sin embargo, Fiodor Pavlovitch, acaba usted de recordar que hemos prometido portarnos correctamente. ¿Lo ha olvidado? Procure dominarse. Si le gusta hacer el payaso, a mi me molestaría que se creyera que yo era igual que usted.
–Ya está usted viendo cómo es este hombre. Me inquieta presentarme con él ante personas respetables.
En los pálidos labios del monje apareció una leve sonrisa impregnada de cierto matiz irónico. Pero el religioso no dijo palabra, evidentemente por respeto a su propia dignidad.
Miusov frunció todavía más las cejas.
«¡Que el diablo se lleve a todos estos hombres de cara modelada por los siglos y que sólo llevan dentro charlatanismo y falsedad!», se dijo en su fuero interno.
–¡He aquí la ermita! —exclamó Fiodor Pavlovitch—. ¡Hemos llegado!
Y empezó a hacer la señal de la cruz con desaforados movimientos de brazo ante los santos pintados en la parte superior y a ambos lados del portal.
–Cada uno vive como le place —continuó—. Hay un proverbio ruso que dice atinadamente: «Al religioso de otra orden no se le impone en modo alguno tu regla.» Aquí hay veinticinco padres que siguen el camino de la salvación, comen coles y se miran los unos a los otros. Lo que me sorprende es que ninguna mujer franquee estas puertas. Sin embargo, he oído decir que el starets recibe mujeres. ¿Es cierto? —preguntó dirigiéndose al monje.
–Las mujeres del pueblo le esperan allí, junto a la galería. Mírelas, allí están, sentadas en el suelo. Para las damas distinguidas se han habilitado dos habitaciones en la galería, pero que quedan fuera del recinto. Son aquellas ventanas que ve usted alli. El starets se traslada a la galería por un pasillo interior, cuando su salud se lo permite. Ahora hay en estas habitaciones una dama, la señora de Khokhlakov, propietaria de Kharkhov, que quiere consultarle sobre una hija suya que está anémica. Sin duda le ha prometido que irá, aunque en estos últimos tiempos está muy débil y apenas se deja ver.
–Por lo tanto, en la ermita hay una puerta entreabierta a la parte de las damas. Me guardaré mucho de pensar mal, padre. En el monte Athos…, usted debe de saberlo…, no solamente no se permiten visitas femeninas, sino que no se admite ninguna clase de mujer ni de hembra, ni gallina, ni pava, ni ternera.
–Le dejo, Fiodor Pavlovitch. A usted le van a echar: eso se lo digo yo.
–¿Pero en qué le he molestado, Piotr Alejandrovitch?
Y cuando entraron en el recinto, exclamó de súbito:
–¡Mire, mire! Viven en un verdadero mar de rosas.
No se veían rosas, porque entonces no las había, pero sí gran difusión de flores de otoño, magníficas y raras. Sin duda las cuidaba una mano experta. Había macizos alrededor de la iglesia y de las tumbas. También estaba cercada de flores la casita de madera (una simple planta baja precedida de una galería) donde se hallaba la celda del starets.
–¿Estaba todo lo mismo en la época de Barsanufe, el precedente starets? Dicen que era un hombre poco fino y que, cuando se enfurecía, la emprendia a bastonazos incluso con las damas. ¿Es esto verdad? —indagó Fiodor Pavlovitch mientras subían los escalones del pórtico.
–Barsanufe —repuso el monje— se comportaba a veces como si hubiese perdido la razón, pero ¡cuántas falsedades se cuentan de él! Nunca dio bastonazos a nadie… Ahora, caballeros, tengan la bondad de esperar unos instantes. Voy a anunciarlos.
Entonces Miusov murmuró una vez más:
–Se lo repito, Fiodor Pavlovitch: recuerde lo convenido. Si no, allá usted.
–Me gustaría saber qué es lo que le preocupa tanto —dijo, burlón, Fiodor Pavlovitch—. ¿Son sus pecados lo que le inquietan? Dicen que el starets Zósimo lee en el alma de las personas con sólo una mirada. Pero no comprendo que usted, un parisiense, un progresista, haga caso de estas cosas. Me sorprende profundamente.
Miusov no pudo tener la satisfacción de contestar a este mordaz comentario, pues en ese momento los invitaron a pasar.
Estaba