La urgencia de ser santos. José Rivera Ramírez
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Un modo de ser distinto
Pero, sobre todo, la referencia al Padre está recalcada en la alusión continua al reino de los cielos; lo que se anuncia es “convertíos porque está cerca el reino de los cielos”; por consiguiente, la santificación nuestra es un modo de ser celestial ya; no suelo hablar de que “estamos en la tierra” sino de que estamos todavía “en condición, en modo terreno”, pero que ya vivimos en el cielo. No estamos en plenitud porque todavía no hemos llegado a la plenitud.
La llamada a la santidad, está claro que es llamada; todo es don de Dios y todo es anuncio de Jesucristo, anuncio de Jesucristo que nos va a cambiar. Incluye, ante todo, una lucha continua contra Satanás, que precisamente es el que da el reino de la tierra. Esto ya no es de san Mateo, es de san Juan, pero –vamos– san Juan está recalcando muchas veces: “yo soy del cielo, vosotros de la tierra; yo soy de arriba, vosotros de abajo”. Hay algo claro en san Mateo y es que precisamente esta conversión, este cambio, en resumidas cuentas, es recibir el reino de los cielos, es recibir la justicia; [el discípulo] tiene que ser distinto de todos los demás; entramos en una vida literalmente nueva: hay que ser distinto de los publicanos, distinto de los fariseos y distinto de los gentiles. “Si vuestra justicia no abunda más que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Y si saludáis nada más que a los que os saludan, ¿qué gracia tenéis? También lo hacen los paganos...” Es decir, empezamos una vida distinta, la santidad es un modo de ser distinto.
Esta santidad es una perfección. Los fariseos parecían el “non plus ultra” de la santidad judía; era la rama preocupada del cumplimiento de la ley. Jesucristo dice que si nuestra justicia no es de otra manera, que la supera, ni siquiera se puede entrar en el reino de los cielos, no sólo que no se llega a la perfección. Ahora, está bastante claro que todo nos llama no sólo a un modo de ser distinto, la santidad, sino que nos lleva a la perfección, puesto que nos dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Y luego, todo ello se presenta en una lucha contra Satanás. Jesucristo empieza con las tentaciones, en las que aparece directamente el diablo, y sigue expulsando demonios, y no sólo haciéndolo él, sino dando potestad a los apóstoles para que expulsen demonios también.
Llamados a ser santos ya
Nosotros estamos llamados a ser santos, pero estamos llamados a ser santos ya, de una manera inmediata. Porque estamos llamados como los apóstoles, pero, como los apóstoles después de la ascensión, estamos enviados ya, estamos en esa situación. El decir “sígueme” es situar la llamada a la santidad como apóstoles de Cristo. No vendría mal recordar la historia de esta llamada. Recordar la llamada a la santidad como ministros de Cristo, como sacerdotes, quiere decir, tener en cuenta, por ejemplo, lo de san Pablo: que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la constitución del mundo; que estamos llamados de la manera más real en la generación del Verbo –y esto es antes de la constitución del mundo– y después de la constitución del mundo. En la generación del Verbo, en la concepción de Cristo, en el nacimiento de Cristo, en el bautismo de Cristo, en la muerte y resurrección de Cristo y luego en nuestra concepción, en nuestro bautismo, en nuestra confirmación y en el sacramento del orden.
No estaría mal que recordarais la historia de la llamada: meditar, contemplar un poco cómo llama a los apóstoles, no sólo en san Mateo, sino en los demás evangelistas, cómo los elige. Pensar en nuestra semejanza o identificación, por una parte, con los apóstoles en general, por otra parte, con la historia de san Pedro y ojalá acabemos así... (No como papas, pues tendría que haber una mortandad papal muy grande para que llegáramos todos a papas y un gasto muy grande con tantos cónclaves..., claro que así los periodistas dirían menos suciedades una temporada). También la historia de Judas. En la lista de los apóstoles aparece Judas diciendo “que fue el que lo traicionó”; pensad que podían haber puesto nuestro nombre porque en la historia de nuestra vida ha habido ya muchas traiciones y –vamos– al pie de la letra. ¿Que no hemos entregado a Cristo materialmente? Entre otras cosas, porque no hemos tenido ocasión, si no ya lo hubiéramos visto. Pero el pecado, en resumidas cuentas, más o menos es ese. Y si no hemos hecho nunca un pecado mortal será porque Dios no lo ha permitido.
La historia de mi llamada
Después id recordando la historia de la llamada. No para hacer una meditación de pecados, sino para hacer una historia del amor de Dios. Viendo la elección de Dios, desde toda la eternidad, en primer lugar, para que naciéramos, pues se mueren muchos fetos sin culpa de nadie, muchísimos niños que no llegan a colmo. Después, desde el uso de razón, ir viendo un poco la historia del amor de Jesucristo y pensar que el amor de Jesucristo os ha ido manteniendo y desarrollando precisamente porque os llamaba para ser apóstoles. Y aunque no lleguéis a ser obispos..., el simple hecho de ser presbítero es una participación eminente en esta misión, de modo que podemos aplicarnos tranquilamente la llamada de Jesucristo “ven y sígueme”. Y ver un poco lo que hay de respuesta nuestra –no lo que hay de no respuesta, eso vendría después– porque la respuesta nuestra es consecuencia absoluta a la llamada, es la gracia eficaz sin más explicaciones. La llamada de Jesucristo es de tal fuerza que nos ha ido desarrollando en su seguimiento. Con todos los defectos que sean, pero de hecho lo estamos siguiendo.
¿Y yo me doy mucha cuenta de esta elección? ¿Soy consciente siempre? ¿me siento siempre elegido? ¿Me siento llamado a ser santo siendo sacerdote? ¿siendo ministro de Jesucristo? Recoged las escenas en las que Cristo habla especialmente a los apóstoles (“a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del reino”, pero se han dado a conocer para que los prediquéis...). Esta experiencia de consagrados, que no la tenemos más que nosotros; objetivamente no hay un momento de más intimidad con Jesucristo que cuando decimos “esto es mi cuerpo”. La eficacia de la consagración será convertir el pan y el vino en Cristo, pero eso se hace para algo, por consiguiente, la eficacia de la Eucaristía es también convertirnos a nosotros; no está fuera del sacramento; otra cosa es que eso pueda fallar porque nosotros no [tenemos las disposiciones necesarias]... sin que el sacramento deje sustancialmente de ser válido. Hace poco leía una carta pastoral de Martini a sus curas y les decía esto: cuando consagréis tened en cuenta que estamos consagrando también el cuerpo místico futuro; simplemente que todos los sacramentos son signos de tres realidades: de lo pasado, de lo presente y de lo futuro. Lo pasado es todo el sacrificio de Jesucristo, lo presente es el cuerpo de Cristo en cuanto que se sacrifica y está sacrificado y lo futuro es el cuerpo místico: toda la resurrección de la carne depende de la Misa.
Llamada a la intimidad con Cristo y a dar fruto
Démonos cuenta de la intimidad a la que nos llama Jesucristo. Muy principalmente que la llamada de Cristo es una llamada a su intimidad, a seguirle. Pero podemos hacer una cosa que Cristo mismo admite que puede pasar: habla de que el que conculque los mandamientos más pequeños será el más pequeño en el reino de los cielos; parece que entrará en el reino de los cielos también, pero será el menor. Será el menor también en fruto; es decir, que nuestra fructuosidad está en proporción a nuestra santificación personal y que en el sacramento del orden se nos confiere el Espíritu Santo no sólo para que produzca un carácter sacramental, que nos capacita para hacer ciertas cosas, sino la gracia, es decir, la certeza de la actividad santificante del Espíritu Santo en nosotros, en este nuevo modo de ser ministerial, para que podamos hacerlo bien, por tanto, para que podamos hacerlo fructuosamente.
Y aquí, además de la gratitud y la complacencia, pensad que nuestra santificación, la nuestra ya precisamente, se hace en la tierra en una intimidad con Jesucristo que ciertamente es mayor que la de los demás. Tenemos las experiencias más altas del amor de Jesucristo, porque donde se hace más presente, según el magisterio, Cristo sacerdote, con su actividad redentora, es en la actividad litúrgica y somos nosotros los que la tenemos que realizar, casi en su totalidad, y también los que hacemos que los demás la puedan hacer (nosotros somos los que consagramos, los que absolvemos), y en fin todos los sacramentos que administramos, menos el del