Violencia contra los periodistas. Marisol Cano Busquets

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Violencia contra los periodistas - Marisol Cano Busquets

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2014 en la región como consecuencia de atentados dirigidos específicamente contra ellos. Baluchistán, un conflicto prácticamente inexistente en los medios de comunicación de los países llamados occidentales, ilustra cuán extendida, invisible y sistémica llega a ser la violencia ejercida contra los periodistas más allá de los casos más conocidos, como Colombia, China, Rusia o Turquía —por mencionar solo algunos de los ejemplos de países con violencia contra los periodistas que aparecen más a menudo en los medios de comunicación—.

      La violencia contra los periodistas es, efectivamente, una violencia ubicua, invisible y sistémica. Es ubicua porque, si bien en distintos grados, que van desde la coacción verbal hasta la violencia física y el asesinato, la violencia contra los periodistas está prácticamente presente en todas las regiones del mundo. Incluso en la Unión Europea, donde el ejercicio de la libertad de expresión es uno de los más protegidos comparativamente con otras regiones del mundo, la violencia contra los periodistas existe en todas y cada una de sus formas, incluido el asesinato. Más allá del ataque que acabó con la vida de buena parte de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo en París, en 2015, en la Unión Europea la violencia local contra los periodistas también existe. Por poner solo algunos ejemplos recientes en el momento de escribir este texto, la reportera Daphne Caruana Galizia, principal investigadora de la corrupción política en Malta, murió en la explosión de una bomba lapa colocada en su coche a finales de 2017. Pocos meses después, Jan Kuciak y Maritna Kusnírova, dos jóvenes periodistas que investigaban la red de evasión fiscal de los oligarcas eslovacos, eran asesinados en su propia casa. En octubre de 2018 la periodista búlgara Victoria Marinova fue brutalmente asesinada mientras se encontraba investigando un importante caso de corrupción en Bulgaria. En Italia, miles de periodistas viven y trabajan amenazados por la mafia, cientos de ellos deben llevar protección policial. En el estado español, las intimidaciones y agresiones a periodistas por parte de la extrema derecha vuelven a estar a la orden del día. Por ejemplo, la agresión en 2017 a la directora de El Jueves, Maite Quílez, después de que la revista publicara una portada contra los neonazis, o la agresión al fotoperiodista catalán Jordi Borrás en 2018 por sus investigaciones sobre la extrema derecha. La deriva autoritaria en Polonia y Hungría en 2018 son otros casos con ataques a la libertad de expresión que incluyen intimidaciones y amenazas en diverso grado, pero con igual eficacia en su objetivo final: conseguir el silencio mediático de las voces independientes y disidentes incluso en una región como la Unión Europea. Por supuesto, los peores índices de violencia contra los periodistas se encuentran en países no democráticos, pero es revelador que las democracias tampoco escapen de ella.

      La violencia contra los periodistas es también mayoritariamente invisible. A pesar de que se hable de ella en situaciones de emergencia o casos muy extremos —como es el de los conflictos bélicos—, si no formamos parte de la profesión o tenemos cercanía a ella, la mayoría de nosotros vive ignorando la muy variada tipología y recurrencia de la violencia contra la libertad de expresión en general y contra los periodistas en particular en el día a día. Desconocemos, por ejemplo, que no son los corresponsales de guerra la franja de periodistas en la que hay más asesinatos, sino en el periodismo local. Desconocemos la enorme impunidad con que se realizan y quedan la mayoría de estos crímenes. Desconocemos, en definitiva, la profundidad y alcance de una violencia que pretende precisamente esto, que la ignoremos. El trabajo de organizaciones como las que se incluyen en este libro, entre otras, está principalmente dirigido a visibilizar (y combatir) esta violencia.

      Pero, ante todo, la violencia contra los periodistas es una violencia sistémica, estructural, porque está totalmente entrelazada y conectada con el sistema político-económico-social, o mejor dicho, con los fallos de este sistema: la corrupción, la guerra, la delincuencia organizada, el autoritarismo, la represión y las debilidades en general del Estado de derecho y la democracia. El periodismo silenciado es precisamente el periodismo más combativo con estos fallos, y aunque la violencia parece repuntar en momentos de escaladas bélicas, la violencia contra los periodistas forma parte estructural de la sociedad contemporánea, como lo demuestran las cifras. Según Naciones Unidas, entre 1992 y 2017 un total de 1.259 profesionales de los medios de comunicación fueron asesinados en el mundo, y estas cifras no incluyen otros actos de violencia contra periodistas como torturas, detenciones arbitrarias, secuestros, intimidación o acoso.

      Lo anterior puede parecer una contradicción con respecto a una realidad también extendida: que los medios de comunicación no constituyen un cuarto o quinto poder, vigilantes de los poderosos con el objetivo de proteger a la democracia, como la narrativa liberal defiende. Pero no caigamos en el error de confundir el poder mediático con el periodismo. Si bien buena parte del periodismo real —el que ejerce de vigilante, el que invierte en periodismo de investigación, el que intenta mantener la independencia— no existe en los grandes grupos de comunicación y si bien es cierto que numerosos periodistas, o profesionales que se definen a sí mismos como tales, se dedican en realidad a otras cosas —espectáculo, sensacionalismo, propaganda—, no es menos cierto que el periodismo de verdad, el emancipador y vigilante, sigue existiendo. Bien sea en reductos supervivientes en algunas grandes empresas o, sobre todo, en los medios alternativos, la capacidad para hacer periodismo de verdad sigue intacta y la prueba de ello es el interés de corruptos, delincuentes, mafias y gobiernos autoritarios, entre otros, por acallar estas voces.

      En este contexto, se comprende cuán importante es el estudio de la violencia contra los periodistas como el que ofrece este volumen, fruto de una tesis doctoral excelentemente documentada y que pretende además la unión de dos grandes fuerzas: por un lado, la experiencia de los propios periodistas, a través del análisis de las organizaciones que defienden su trabajo o, más en particular, sus vidas e integridad física y psicológica; y, por el otro, el rigor y la metodología científica de una tesis doctoral. Su autora lo sabe bien porque en ella convergen ambas experiencias, la profesional y la académica, y también la personal, por haber nacido, vivido y trabajado en Colombia, país en el que desde 1992 hasta 2017 se han registrado 51 asesinatos de periodistas, según el Comité de Protección de los Periodistas, de los cuales 40 han quedado impunes.

      El trabajo que el lector tiene entre sus manos pretende aprovechar el enorme acerbo de conocimiento acumulado por las organizaciones de defensa de los periodistas para, uniendo sus esfuerzos al trabajo académico y sistematizador de la autora, conocer mejor el problema y poder abordarlo con mayor eficacia. Utilizar y comparar diez organizaciones internacionales de defensa de la libertad de expresión para ello, y hacerlo para más de una década, 2000-2012, se muestra, además de novedoso, útil y muy fructífero. El trabajo es extremadamente exhaustivo en cuanto a definir el problema —qué es la violencia contra los periodistas, quiénes la perpetúan, con qué fines, en qué contextos, cuáles son los factores de riesgo—, el perfil de las organizaciones estudiadas —sus valores y principios, sus actuaciones, sus métodos— y su contribución a la visibilización, monitorización y medición de la violencia contra los periodistas y la lucha contra la impunidad de esta violencia.

      El análisis de los factores de riesgo y de aquellos que ejercen la violencia (perpetradores) es especialmente ilustrador: destacan, por un lado, la cobertura de guerras y conflictos, de protestas y disturbios civiles, las condiciones laborales y los entramados de relaciones de poder como principales causas de la violencia y, por el otro, los gobernantes, cuerpos oficiales, crimen organizado y grupos religiosos extremistas como principales perpetradores. Con su disección de la violencia contra los periodistas, la autora acaba ofreciendo una minuciosa panorámica de la economía política de la misma, de sus razones y motivos, de su porqué, y de la ideología dominante que sustenta esta guerra planetaria contra el periodismo.

      La economía política de la violencia contra los periodistas refleja con nitidez la crudeza de las relaciones de poder en la sociedad —algo que además es tan cierto hoy como en el pasado, pues la violencia contra los periodistas no es un hecho nuevo ni aislado sino tan viejo como la misma profesión—. En primer lugar, allí donde el sistema político está más corrompido es lógicamente donde mayor es la violencia contra los periodistas, en la bien conocida correlación que existe entre sistema político y sistema mediático,

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