Roma antigua. Ana María Suárez Piñeiro

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Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro Universitaria

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aquellos prodigios que supusiesen una amenaza para la ciudad. Por esta razón constituyen una garantía para la seguridad romana y merecen ser guardados en el santuario Capitolino. Así mismo cabe en la tradición el relato de una consulta que el Soberbio realiza a Delfos (confusa en cuanto a su motivación, bien el temor que provocó en el rey la visión de una serpiente en palacio, o bien la ofrenda de parte de un botín) y que sostiene la imagen de prodigios negativos que envuelven la figura de este monarca, en contraste con sus antecesores.

      El capítulo más tratado por los autores clásicos es su política exterior, en la que Tarquinio sí sale bien parado. Tanto Livio como Dionisio insisten en el papel que este desempeñó a la hora de imponer, por primera vez, la hegemonía romana en el Lacio, plasmada, además, de manera formal mediante la reunión de representantes latinos en el lucus Ferentinae, bosque sagrado dedicado a Ferentina, en Aricia. En este sentido, hay que anotar que las comunidades itálicas formaron ligas, basadas en alianzas defensivas, cuyos representantes solían reunirse en un santuario o cerca de él, caso del lucus Ferentinae, los latinos, o del fanum Voltumnae, los etruscos (S. Bourdin analiza con detalle esta cuestión). Las fuentes hablan de un nomen Latinum, al que Plinio el Viejo atribuía 30 populi albenses, y Roma, tras la destrucción de Alba Longa, reclamó la hegemonía sobre esta liga. En cualquier caso, la posición hegemónica de Roma quedó luego sancionada por el tratado que esta firmó con Cartago en el 507 a.C. Polibio cita este acuerdo como el primero de los diversos pactos romano-cartagineses conservados en unas tablas de bronce en el templo de Júpiter Capitolino. En él ambos estados acordaron mantener relaciones amistosas y no emprender acciones contra sus mutuos intereses. En concreto, los cartagineses aceptaron no actuar contra varias comunidades del Lacio, entre ellas Terracina, situada a unos 100 km al sur de Roma. Quedaba así reconocida la hegemonía romana sobre la región.

      Respecto a la política interior, las fuentes ofrecen poca información. De ella obtenemos la imagen de un monarca cruel y despótico que provocó el rechazo tanto de la aristocracia como de la plebe. De esta manera, persiguió a sus oponentes, que sufrieron todo tipo de castigos (pena capital, exilio o confiscación de bienes), redujo la composición del Senado, al que ninguneaba, y se rodeó solamente de familiares y amigos. Y de forma similar actuaría con la plebe, a la que sometería a duras levas. La arrogancia de Tarquinio acabó por convertir en enemigos suyos a todos los poderosos de Roma. Estos esperaron la oportunidad para rebelarse, que se presentó en mitad de una guerra, en el año 509 a.C. Según la tradición, el monarca había abandonado la pacífica política de alianza con las otras ciudades latinas practicada por Servio. Por el contrario, obligó a someterse a las más próximas y les hizo la guerra a los volscos, pueblo que habitaba la región suroriental del Lacio. Mientras seguía la guerra, su hijo, Sexto, abusó brutalmente de Lucrecia, esposa de un primo del rey, Tarquinio Colatino. Lucrecia se suicidó y el escándalo provocado por el suceso suscitó una rebelión, liderada por Colatino y Lucio Junio Bruto, sobrino del monarca. También intervino el padre de la joven, Espurio Lucrecio, y un amigo de este muy influyente, P. Valerio Publícola. Bruto tenía buenas razones para ser enemigo de los Tarquinios, pues estos habían dado muerte a su padre y a su hermano mayor. El rey, que estaba luchando contra Árdea, intentó regresar a la ciudad, pero no pudo franquear las puertas y hubo de marchar al exilio. En estas circunstancias, Bruto y Colatino serían elegidos cónsules, con lo que la caída de la monarquía habría dado paso de manera inmediata a las primeras magistraturas de elección anual. El monarca huiría a Etruria para pedir ayuda en varias ciudades, logrando que Porsena, rey de Clusio, marchase contra Roma, para sitiarla sin éxito (508 a.C.). Tarquinio no desistiría en su empeño de recuperar el trono y, por medio de su yerno, Octavio Mamilio de Túsculo, movilizaría a la Liga Latina contra Roma para acabar siendo derrotado.

      Así, pues, se relata el fin de la monarquía mediante una narración compleja y con tintes legendarios, por la cual Tarquinio es expulsado de la ciudad por un grupo de aristócratas airados ante la tropelía cometida por su hijo. La tradición presenta el final del último rey como un golpe de Estado incruento provocado por razones internas. No obstante, parece que los estudios arqueológicos del periodo contradicen esta visión y proyectan una imagen de destrucción y, por tanto, de mayor violencia. Quizá el papel de Porsena fuese distinto; podríamos considerarlo, tras su conquista de Roma, el verdadero responsable de la expulsión de Tarquinio. Una vez que Porsena fue derrotado en Aricia (504 a.C.), quedaba ya abierto el escenario para el enfrentamiento entre Roma y las demás comunidades latinas.

      No obstante, algunos estudiosos prefieren no recurrir a este episodio y optan por explicar la transición de la Monarquía a la República como un proceso largo que no precisaría un acontecimiento revolucionario como este. En realidad, poco importa que los hechos sean del todo ciertos; lo significativo es conocer cómo se produce la evolución al nuevo sistema político. Tampoco el año en sí tendría mayor trascendencia, y podemos asumirlo como una fecha convencional más, al igual que la de la fundación. Lo relevante es el periodo, y no hay duda de que el proceso tiene lugar a finales del siglo VI a.C., quizás en los años 509 o 507.

      Parece deducirse con bastante claridad que el final de Tarquinio fue provocado por la actuación de grandes familias opuestas al rey. En este episodio no habría pesado el origen etrusco del monarca, sino el carácter tiránico y populista de su poder. Por otra parte, las ciudades etruscas y del Lacio abandonaban por estas fechas el régimen monárquico; mientras, las griegas promovían la creación de órganos democráticos, de ahí la generalización de ejércitos de hoplitas. Roma se encontraba en un contexto similar, con familias patricias tradicionales que se enfrentaban con otras nuevas que aspiraban a disponer de análoga representación política. Además, en la ciudad etrusca de Clusio, el rey Porsena emprendió el proyecto de adueñarse del Lacio. Ante la presión tributaria impuesta por este, las comunidades de la Liga Latina se sublevaron y lo expulsaron. Porsena, pues, no buscaría restablecer a Tarquinio en el poder y con su intervención, simplemente, habría acelerado el proceso. El final de Tarquinio escribe también el epílogo del sistema monárquico que había dado ya antes, sin duda alguna, muestras evidentes de agotamiento.

      PODER E INSTITUCIONES: REY, SENADO, COMICIOS Y COLEGIOS SACERDOTALES

      El poder público se fue consolidando e instituyendo, en paralelo a la conformación de la civitas. Disponemos de poca información sobre este ámbito para los primeros tiempos de la Monarquía, aunque parece claro que la fase decisiva tendría lugar a partir del 600 a.C. Fue entonces cuando se crearon los espacios públicos del poder, Comitium y Curia, y se manifiestó de manera más ostensible el poder regio: insignias, escolta de lictores provistos de hacha con un haz de varillas (fasces), manto púrpura, trono de marfil o cetro con águila (elementos de clara influencia etrusca).

      A nivel cívico el punto de inflexión vino dado por la elaboración del censo, por cuanto este implicó la existencia de una autoridad central ante la cual la ciudadanía rendía cuentas. Este censo, realizado de manera periódica y sancionado por un ritual sacro (lustrum), establecía una estructuración del cuerpo social, que ya no era de tipo gentilicio, y encuadraba a los ciudadanos varones en las dos clases que probablemente formaban el primer ordenamiento centuriado, la classis y la infra classem. La primera correspondía a aquellos que podían ser llamados al ejército al sufragar su propio equipamiento. La centralidad del censo, junto a la división territorial determinada por las tribus, rompían la estructura de poder de las gentes.

      En la cumbre del poder se situaba el rey, acompañado por la Cámara Alta o Senado; completaban el cuadro las asambleas populares de los comicios por curias y por centurias. La monarquía no era heredi­taria, tal y como sugiere la tradición de manera uniforme, por lo que, curiosamente, contravendría la leyenda que establecía la descendencia por vía dinástica de la saga de reyes albanos hasta el primer romano, Rómulo. El proceso de designación del monarca era electivo. Al morir el rey, los cabezas de familia patricios (los patres) se turnaban en el cargo de interrex, que cumplía de manera interina las funciones del monarca, durante cinco días, hasta que procedían a la elección del sucesor. La decisión quedaba sancionada por la lex curiata de imperio y los patres ratificaban la medida (auctoritas patrum). Es decir, los patricios autorizaban la

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