Roma antigua. Ana María Suárez Piñeiro

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Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro Universitaria

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ejército a partir de un criterio timocrático. Así se establecerían cinco clases, según su riqueza: la primera, hombres en posesión de 100.000 ases; la segunda, de 75.000; la tercera, de 50.000; la cuarta, de 25.000, y la quinta clase, de 11.000 ases. Los ciudadanos estarían divididos, así mismo, en grupos de edad consistentes en un número igual de centurias de iuniores (hombres entre los 17 y los 45 años) y seniores (hombres entre 46 y 60 años). Esta distribución determinaría el lugar que cada ciudadano ocupaba en el ejército (los iuniores prestaban servicio como soldados de primera línea y los seniores defendían la ciudad), con la obligación de portar el armamento propio de su clase, y en la asamblea popular creada, los comitia centuriata.

      Al censo serían convocados todos los propietarios de tierra, adsidui, con sus hijos y dependientes en plenitud de derechos cívicos. Ellos conformarían la infantería (en dos categorías, classis e infra classem) en función del armamento que portasen. En la primera clase de centuria los individuos estaban completamente armados con escudo redondo, casco, grebas, coraza, lanza y espada; en la segunda, con casco, escudo alargado, grebas, lanza y espada; en la tercera, con casco, escudo alargado, lanza y espada; en la cuarta, con escudo alargado, lanza y venablo; y, en la última clase, solo con hondas y piedras. Al margen se situarían aquellos que no poseían tierras, los proletarios (artesanos o comerciantes en la ciudad, y asalariados en el campo). Además, un grupo aparte estaría conformado por los caballeros, ya que los equites tendrían su propio sistema de reclutamiento (derivado de las tres primeras tribus). Tendríamos, por tanto, tres categorías: equitates, classis e infra classem, y proletarios. En este sentido, T. J. Cornell plantea la hipótesis de que en origen habría solo una classis (la primera clase) de cuarenta centurias, lo que encajaría con la adscripción a Servio únicamente de las cuatro tribus urbanas.

      Sin embargo, los datos ofrecidos parecen anacrónicos por lo que respecta a las cifras del censo (de unas 80.000 personas para Roma y su territorio, una cifra claramente excesiva), al número total de centurias (193), etc., que corresponderían a tiempos más recientes. De hecho, en la época serviana la riqueza se medía en fanegas (iugera) y cabezas de ganado (pecunia), no en ases. Por estas razones, hoy se piensa que a Servio le correspondería solo la división original del cuerpo de ciudadanos en adsidui (aquellos que podían equiparse para la guerra y que, en consecuencia, formaban el cuerpo legionario) y proletarii. Quizá llegase a definir o fijar en una cantidad de dinero esta condición, pero la división en clases a partir de distintos niveles de riqueza sería posterior.

      Aunque desconozcamos los detalles de esta organización y dudemos de algunos datos, este modelo de reclutamiento permite adaptar las nuevas tribus y asegura la leva al ejercer un mayor control sobre la población. El objetivo último del censo sería registrar a todos los hombres a disposición del ejército romano, aptos por su condición física y capaces de equiparse por su cuenta. De esta reforma nacería el primer ejército ciudadano que sustituiría al anterior de las curias y las tres tribus, aunque, como ya señalamos, quizá existiese otro intermedio (que ya conociese el combate en formación hoplítica), con lo que la transformación de Servio no sería tan radical. Por otra parte, cómo si no podríamos explicar las conquistas realizadas por monarcas anteriores, como Tulo Hostilio y Anco Marcio, de no existir tales tropas.

      La reforma serviana tendría, según las fuentes, otra consecuencia, una asamblea popular: los comicios centuriados o comitia centuriata. Aquí el debate es aun mayor dada la falta de datos fiables; hay opiniones a favor y en contra de su existencia y desconocemos cuáles serían sus funciones, en todo caso escasas y de poca trascendencia en este momento. Cada centuria tendría un representante en la nueva asamblea. En apariencia podría verse como un sistema democrático, pero se trataba, en realidad, de una organización oligárquica, en la que se imponían los intereses de los más ricos y conservadores. Las centurias se distribuían de manera que se aseguraba el mayor peso del voto de los seniores frente a los iuniores, y de los ricos sobre el de los pobres. Los más acaudalados poseían la mayoría de las centurias: la primera clase y los equites comprendían 98 centurias, y todas las demás juntas solo 95.

      ¿Cómo valorar la política serviana? Las fuentes resultan contradictorias en este punto. Dionisio describe a un Servio popular, partidario de la plebe y que buscaba su apoyo, mientras Livio presenta a un monarca aristocrático. Si analizamos sus reformas, no parece que practicase una política favorable al pueblo, ya que impuso un esquema sociopolítico y militar regido por la riqueza. En él sigue predominando la nobleza, que es la propietaria de la tierra. Además, el sistema censitario incrementaba las obligaciones militares de la población, implicando en mayor grado a los estamentos inferiores. Y, en último término, el control que se ejercía sobre ellos era mayor. Quizá, a cambio, estos grupos recibiesen algún derecho de tipo político a través de los nuevos comicios. En el año 534 a.C. Servio fue asesinado por una trama criminal urdida por una de sus hijas, la menor de las Tulias, casada en segundas nupcias con Lucio Tarquinio, quien será su sucesor.

      Llegamos así al último monarca, Tarquinio, conocido como el Soberbio (534-509 a.C.), presentado por las fuentes como un déspota, un tyrannos griego, un gobernante cruel que no cosechaba más que enemistades entre la aristocracia, y como un demagogo que buscaba el favor popular promoviendo grandes obras públicas. Su figura se contrapone a los logros de Servio y, de hecho, la analística minusvalora sus obras, como señaló P. M. Martin (1982): el programa urbanístico supondría esclavizar a la plebe, la adquisición de los libros sibilinos reflejaría su ceguera y la política exterior se basaría en el engaño. En palabras de J. Martínez-Pinna (2009), en el último rey de Roma se volcaría el odium regni republicano.

      Este monarca rompe, con mayor claridad aún que su predecesor, el procedimiento de ascenso al trono. Lo usurpó de manera violenta mediante la conspiración urdida con su esposa Tulia, la propia hija de Servio, y en la que murieron varios miembros de la familia real. En su caso, el rechazo suscitado habría sido unánime, puesto que ni patres ni pueblo sancionarían su poder: neque populi iussu neque auctoribus patribus, en palabras de Livio (1, 49, 3). Y otra diferencia respecto a reyes anteriores es su carácter «dinástico», al presentarse como hijo de Prisco, al margen de las comentadas dificultades cronológicas que ello implique. Aun así, no hay ruptura alguna respecto a la política practicada por sus predecesores, y prosiguió con el desarrollo monumental de Roma. Además de construcciones que las fuentes le atribuyen y que citaremos a continuación, los trabajos arqueológicos parecen adjudicarle obras de ingeniería hidráulica en el Palatino, para drenar terrenos, y una cuarta fase de la Regia. Del mismo modo, afianzó el papel dominante de la ciudad en la Italia central.

      Al igual que Servio, Tarquinio intentó legitimar su poder y para ello utilizó representaciones escultóricas de Hércules, que situó en puntos clave de la ciudad y, sobre todo, su vinculación con la figura de Prisco, para presentarse como continuador de su obra. Así se explicaría el ambicioso programa urbanístico aplicado a Roma. Según las fuentes, el último monarca sería el responsable de la construcción del templo de Júpiter Capitolino (el segundo como ya hemos visto), que precisó de enormes recursos, o las gradas cubiertas que se le atribuyen en el circo (quizá en una versión en madera, porque la pétrea sería posterior, aunque, en todo caso, mantendría la tradición de los ludi Romani impuesta por Prisco).

      En cuanto a su relación con los dioses, se le atribuye la erección de dos templos, pero las fuentes parecen privarle del reconocimiento pleno de su compromiso con las divinidades. Así, levantó el templo Dius Fidius, dios de juramentos y pactos, con lo que Tarquinio estaría manifestando su respeto por las normas del derecho divino, pero no lo consagró (no se hizo hasta el año 466 a.C.). Del mismo modo, el gran templo de Júpiter en el Capitolio, que representa, como divinidad cívica de Roma, una extraordinaria manifestación de poder del rey y, al tiempo, de afirmación de hegemonía de la ciudad sobre el Lacio, fue dedicado por el magistrado republicano M. Horacio en el primer año de la República. En este mismo sentido se sitúa la introducción de los libros sibilinos, no exenta tampoco de una interpretación negativa por parte de la tradición. Según se nos narra, una anciana le ofreció los libros al rey, quien los rechazó por considerar elevado su precio. Ante la negativa regia, la mujer los fue quemando

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