Roma antigua. Ana María Suárez Piñeiro

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro страница 11

Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro Universitaria

Скачать книгу

insostenible y el tema se mantiene hoy en día como un problema no resuelto. El debate deriva en otra cuestión, estrechamente relacionada, ¿cuál es el momento clave en el desarrollo de la monarquía romana, o dicho de otro modo, a qué monarca le correspondería el papel protagonista? De nuevo, aquí el interés se centra en intentar encajar en una secuencia temporal homogénea la información de la tradición literaria con los hallazgos arqueológicos. Para nuestras fuentes escritas no cabe duda de que la figura más trascendente es Rómulo, ya que, como fundador, se le hace responsable de la creación de los resortes del Estado. A partir de aquí, a la hora de adjudicar contribuciones o logros políticos, urbanísticos o militares, la tradición tampoco establece distinciones entre unos y otros mandatarios.

      Por supuesto, la crítica actual desecha esta lectura, pero no existe acuerdo a la hora de determinar el punto culminante de la monarquía romana o de elevar a un rey por encima del resto. Ciertos autores han defendido con insistencia que el momento crucial tendría lugar hacia el año 600 a.C. (de acuerdo, como hemos visto, con los cambios físicos decisivos que experimenta Roma, cada vez más compacta y organizada como urbs, y con la formación inicial de la ciudad-Estado), coincidiendo con el reinado de Tarquinio Prisco. J. Martínez-Pinna (1996), por ejemplo, resalta que su mandato supone transformaciones relevantes y con él la monarquía adquiere un carácter más personal que institucional. No olvidemos que los dos últimos reyes alcanzan el poder de manera violenta, lo cual indicaría un giro acusado hacia la radicalización de la vida política. No obstante, no es el primer Tarquinio, sino el monarca que le sucede, Servio, quien aparece en las fuentes como responsable de innovaciones trascendentales en el sistema político –profundizaremos en este aspecto al abordar de manera individualizada cada reinado en el apartado siguiente–. Al mismo tiempo, señalar el año 600 a.C. permite afianzar la tesis de la influencia decisiva que habría ejercido la cultura etrusca sobre la monarquía romana.

      Llegamos así al tercer interrogante, al hilo de esta última cuestión, que consiste en reconocer las influencias externas que han podido resultar determinantes en la evolución del sistema monárquico. Al respecto, la hipótesis más seguida ha subrayado el papel desempeñado por los etruscos e incluso se ha planteado la existencia de una monarquía etrusquizada o de una fase etrusca de los reyes romanos. En esencia, a principios del siglo XX la revalorización de la cultura y el arte etruscos llevó a muchos autores a destacar el dominio etrusco de Roma y del Lacio a partir de la ocupación de la Campania. Esta concepción alcanzó bastante eco y, de hecho, la historiografía suele presentar el periodo monárquico dividido en dos etapas: los cuatro primeros reyes y los etruscos. Entre los numerosos nombres que más han defendido una acusada y decisiva presencia etrusca en Roma cabría citar a R. M. Ogilvie. Pero, al margen del origen o no etrusco de algunos monarcas de Roma, ¿en qué aspectos se manifestaría esta etrusquización? Veamos qué dicen las fuentes al respecto.

      Varios autores, como Livio, Dionisio, Diodoro o Estrabón, señalan con claridad una serie de préstamos etruscos. Entre ellos estarían vestimentas e insignias de reyes, ropajes y accesorios del triumphator, instrumentos musicales y su uso en la guerra y ceremonias públicas; prácticas rituales durante la fundación de la ciudad; el arte adivinatorio mediante la observación de las vísceras de animales sacrificados, o el diseño arquitectónico (el «estilo toscano» de Vitruvio) que habría dejado huella en la construcción de templos y tumbas. Aun aceptando estos elementos, los autores «antiestruscos» los minusvaloran por su carácter formal o simbólico, carente de trascendencia sobre la vida social o política romana. Por otro lado, esta misma tradición no marca el hiato que acabamos de indicar; no distingue fases. Recordemos que para los propios romanos su monarquía trascurre en progresión continua, y solo se rompe al final por la crueldad del último gobernante. Y estas fuentes tampoco presentan de manera explícita el dominio de Etruria. Tarquinio Prisco es descrito como inmigrante, hijo de un refugiado corintio, no como un conquistador etrusco. Sin embargo, esta dificultad sería salvada por los partidarios de la etrusquización de Roma, caso de A. Alföldi, recurriendo al interés de las fuentes por ocultar la verdad. Como vemos, pues, los textos pueden ser interpretados tanto para sostener la influencia etrusca como para limitarla, de manera que la tradición no resuelve la incógnita.

      Por su parte, la arqueología no prueba una presencia dominante de elementos etruscos en Roma. Las inscripciones etruscas son escasas, los contactos entre Roma y Etruria son anteriores a la llegada de Tarquinio y sus sucesores, y tampoco parecen intensificarse de manera decisiva en esta fase avanzada de la monarquía. Además, elementos habitualmente atribuidos a la impronta etrusca pueden ser cuestionados. Por ejemplo, la sustitución de las cabañas por casas con cimientos de piedra y techos de teja parece probarse con mayor rotundidad en Roma y el Lacio que en la propia Etruria. Lo mismo cabría decir de obras de ingeniería hidráulica, como los canales de drenaje (cunicu­li) para sanear zonas pantanosas en ,áreas rurales del sur de Etruria, que, de igual modo, se constatan en el Lacio y son restos difíciles de datar.

      Aparte de estas innovaciones materiales, atribuidas de manera casi sistemática por buena parte de la historiografía a la mano etrusca, habría que señalar otro aporte: la humanización de las divinidades ro­manas que, en origen, serían simples abstracciones impersonales. Con el tiempo, estas abstracciones tomarían forma de diosas y dioses por influencia exterior. No obstante, surgen de nuevo discrepancias, por cuanto hay quien considera que la inspiración determinante sería la helena, al derivar las representaciones etruscas y romanas de algunas deidades de la iconografía y del panteón griegos. Y esta influencia habría sido ejercida de modo directo, desde el periodo arcaico, sin la necesidad de intermediarios de ningún tipo, como serían los habitantes de Etruria. En este sentido, un hallazgo arqueológico parece atestiguar que la primitiva religión romana no fue necesariamente anicónica. En el santuario de Vulcano, ya citado e identificado por F. Coarelli en el niger Lapis del Comicio, apareció un depósito votivo con una copa ática decorada con un Hefesto. Ello vendría a señalar que los romanos de en torno al año 600 identificarían ya la imagen de Vulcano con Hefesto.

      De este modo, hay quien rebaja de manera considerable la impronta que Etruria habría dejado sobre la Roma monárquica. En particular sobresale T. J. Cornell, declaradamente «antiestrusco» y «filogriego», quien prefiere señalar elementos helenos como catalizadores directos del desarrollo romano sin necesidad de buscar intermediarios. Este autor reivindica la helenización directa de Roma y, para superar el posible papel desempeñado por los etruscos, propone la existencia de una koiné cultural entre Etruria, Roma, el Lacio y la Campania, que implicaría intercambio de bienes, ideas y personas, y en la que resultaría imposible identificar qué influencias son anteriores o determinantes. También A. Duplá resalta las similitudes materiales registradas en el desarrollo de las ciudades de Italia central (Lacio, Etruria, Campania) tanto latinas como etruscas o griegas.

      En cuanto a la presencia griega, es cierto que en la tradición literaria hallamos de manera recurrente elementos helenos, por ejemplo personajes como Demarato (aristócrata corintio, padre del primer Tarquinio); el mismo Pitágoras se presenta como maestro de Numa (aunque este sea dos siglos anterior) y el propio Rómulo no es más que un descendiente de Eneas, con el interludio de la dinastía de reyes albanos. En este sentido, los intelectuales griegos buscarían explicar el extraordinario desarrollo romano a partir de sus relaciones con el mundo heleno (sobre todo, de la Magna Grecia). Pero T. J. Cor­nell va más allá y califica a los tres últimos monarcas de tiranos, a la manera griega, por el carácter popular y antiaristocrático de sus gobiernos. Por su puesto, su opinión ha sido convenientemente contestada. Por ejemplo, J. Martínez-Pinna (2009) estima que esta última interpretación equivaldría a convertir Roma en una «provincia política» de Grecia, al plantear su evolución en paralelo al arcaísmo griego, cuando habría más diferencias que similitudes entre reyes romanos y tiranos griegos. Es decir, al negar el influjo etrusco algunos proyectan una sombra helena demasiado alargada y, a nuestro entender, innecesaria.

      En suma, tenemos partidarios de la influencia decisiva de la cultura etrusca sobre Roma, otros que la matizan e, incluso, algunos que la minimizan recurriendo al influjo directo ejercido por las comunidades griegas. En nuestra opinión, la existencia de diversos elementos sociales y culturales

Скачать книгу