Roma antigua. Ana María Suárez Piñeiro

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Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro Universitaria

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empleaban sus pieles como látigo para fustigar a las mujeres que hallaban en su camino y volverlas así fecundas.

      Llegados a este punto, ¿qué nos ofrece la arqueología hoy en día sobre el origen de Roma? Ante todo, una cronología inicial, mediados del siglo VIII a.C., que coincide con la fecha dada por la tradición. También constata el papel destacado, debido a los materiales conservados, que debieron de tener en la época ciudades presentes en la tradición como Alba Longa o Lavinio. Pero podemos afinar aún más; conozcamos cuáles podrían ser las líneas básicas de la evolución formal de la primera Roma.

      El origen de la ciudad habría que buscarlo en el área del Palatino, foro Boario y portus Tiberinus. A partir de ahí, entre finales del siglo VIII y principios del VII a.C., se irían sumando elementos: muro, Regia, pavimentación del foro y área sacra (en la que se registran cultos domésticos y a Vulcano). Respecto a este último, G. Boni descubría ya en 1899 los restos de un santuario bajo un pavimento de mármol negro, la Piedra Negra mencionada en las fuentes (niger Lapis in Comitio). Este santuario contenía un ara, la parte inferior de una columna y un bloque de piedra con inscripción en latín arcaico con el término recei o regi (rey). Hoy se identifica como el templo de Vulcano, que algunos autores vincularon con la figura de Rómulo, no como sitio de enterramiento (ya que en la leyenda su cuerpo desaparece) sino como cenotafio o lugar en el que se rendiría homenaje a su memoria. Esta sería, en buena medida, la Roma inicial, quadrata, que identifica Carandini a mediados del siglo VIII a.C.

      Hacia finales del siglo VII e inicios del VI a.C. aparecen las edificaciones públicas que darían auténtico carácter urbano y definirían a Roma como una ciudad-Estado: el Comitium (asamblea ciudadana), la Curia (primera sede del Senado, que la tradición atribuye a Tulo Hostilio) y templos (el dedicado a la tríada capitolina en el Capitolio; los de Fortuna y Mater Matuta en el foro Boario, y el de Diana en el Aventino). Ya en pleno siglo VI a.C., en torno al foro, entre el Capitolio y el Palatino, se procede al saneamiento de la zona pantanosa mediante la construcción de una red de alcantarillado y desagües que luego conoceremos como cloaca maxima. La ciudad gana así una importante área para su desarrollo.

      En cuanto al espacio que abarcaría Roma, resulta muy complejo precisar sus dimensiones. Los cálculos de C. Ampolo (a partir de las tribus urbanas de Servio) establecían 285 hectáreas. Esta cifra supondría una extensión considerable, la mayor en el ámbito latino (las ciudades del Lacio rondarían las 50 de media), mientras la rica Veyes no alcanzaría las 200 y solo grandes ciudades como Crotona, por ejemplo, se desmarcarían claramente por encima de las 600 hectáreas. Además del núcleo urbano, habría que tener en cuenta el territorio que Roma iba incorporando de manera progresiva, el ager Romanus: por ejemplo, las diversas comunidades latinas, los prisci Latini, Alba Longa, etc. En este sentido, F. Coarelli ha calculado, para finales del siglo VI a.C., una superficie superior a los 1.000 km2. Mayor reto supone aún estimar para la época la población que ocuparía esos espacios y, aunque las cifras oscilan bastante, la mayoría se ciñe a la horquilla de 25.000 a 40.000 habitantes; número nada desdeñable en su contexto para la primera Roma.

      LA MONARQUÍA

      Consideraciones previas

      No hay duda en aceptar la tradición de que la forma política originaria de Roma fue la realeza. No obstante, a partir de aquí muchos son los interrogantes que surgen sobre este periodo: la validez de los reyes, su número, la cronología de sus mandatos, sus acciones, el origen de algunos, la influencia etrusca, en qué reinado situar el auge del periodo, etcétera.

      Fabio Píctor, el primer analista, nos ofrece la lista de reyes, que con­tiene solo siete nombres: Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio; podría añadirse Tito Tacio, corregente con Rómulo. A cada uno de ellos se le atribuyen funciones particulares con el objeto de armonizar un relato continuista y, del mismo modo, cada monarca sería responsable de ocupar alguna colina, participando así en la conformación física de la ciudad. La arqueología no nos permite en la actualidad corroborar este último aspecto y, además, las fuentes resultan contradictorias; por ejemplo, el monte Celio se atribuye a Tulo Hostilio (Dionisio) y a Anco Marcio (Cicerón). Por otra parte, para demostrar el sinecismo practicado por Roma, los reyes procederían de diferentes comunidades. De esta manera, habría monarcas sabinos, como Numa o Anco Marcio; latinos, como Tulo Hostilio, y etruscos. Esta capacidad de integración la encontraríamos ya en el episodio de las sabinas durante el reinado de Rómulo, puesto que su corregencia con el sabino Tito Tacio supondría la unión de latinos y sabinos.

      No resulta extraño, pues, que algunos autores hayan puesto en entredicho nuestro conocimiento, sobre todo de los dos primeros siglos del periodo monárquico, dudando de la credibilidad de la tradición analística (recogida por Dionisio o Livio). No obstante, aunque no aceptemos la narración de los reinados tal y como nos la transmiten los textos, podemos intentar trazar los rasgos esenciales del periodo monárquico combinando la información textual con otros datos de tipo arqueológico y lingüístico (a partir, por ejemplo, de la onomástica o la toponimia). Con certeza cabe afirmar que hubo reyes desde mediados del VIII a.C., pero no necesariamente con esos nombres, en ese número y con los perfiles que narran los textos clásicos. Exceptuando Rómulo, figura legendaria, cuya existencia resulta inverosímil para casi todos los autores (a excepción de los intentos de Carandini a partir de los hallazgos del Palatino), la historicidad básica del resto de la información se puede defender con algún matiz. Por supuesto, cuanto más nos acercamos en el tiempo y las fuentes aumentan, las noticias adquieren mayor veracidad, de ahí que conozcamos mejor a los tres últimos monarcas.

      Comencemos por la cuestión de la cronología. Para establecer la fecha fundacional la tradición realizó un cálculo estimando 35 años por generación, desde el punto indicado en los fasti consulares por el inicio de la República (509 a.C., según Varrón), hasta llegar así al 753 a.C. A priori parecen muy pocos monarcas para un periodo que cubre 244 años, teniendo en cuenta, además, la corta esperanza de vida de la época y el carácter violento de la muerte de, al menos, cuatro de ellos (Tulo Hostilio y los tres últimos). Del mismo modo, ¿cómo podemos aceptar que Tarquinio el Soberbio sea hijo de Tarquinio Prisco, dado el lapso temporal que media entre ellos (el primero reina en el 616 y el segundo deja el trono en el 509 a.C.)? Por tanto, parece que la tradición altera, si no manipula, y adapta fechas para encajarlas en un relato continuo, homogéneo e interesado.

      En este sentido se han propuesto soluciones alternativas. Por ejemplo, T. J. Cornell opta por una secuencia mucho más corta, comprimiendo las fechas, de manera que el periodo monárquico quedaría reducido solo al intervalo del 625 al 500 a.C. De este modo, los primeros cuatro monarcas conocidos reinarían entre los años 625 y 570 a.C., y coincidirían con la secuencia arqueológica de la formación urbana y con el arranque de la ciudad-Estado. Ellos pondrían los cimientos de Roma: a nivel político, Rómulo; a nivel religioso, Numa, y, a nivel territorial, Tulo Hostilio y Anco Marcio. Esta visión coincidiría con la interpretación del mapa arqueológico de Roma, que comienza a convertirse en civitas en torno al 600 a.C., dada también por C. Ampolo o el propio M. Pallotino. Siguiendo esta misma línea, otros autores reducen incluso más la etapa monárquica, como E. Gjerstad, quien sitúa a Numa a principios del siglo VI a.C. Por el contrario, otros insisten en mantener una cronología mayor, según la tradición, llevando a mediados del siglo VIII a.C. los orígenes de la ciudad, como vimos al seguir la propuesta de A. Carandini, y en la que tendrían cabida los primeros monarcas. Una forma de salvar la dificultad planteada por el marco temporal tan amplio que abarcan los dos Tarquinios sería incluir otros monarcas; por ejemplo, nombres de personajes significados en las fuentes, caso de Cneo Tarquinio, Aulo Vibenna o Porsena, a los que seguidamente conoceremos.

      Quizá la tradición recoja solo los nombres de los reyes más señalados por sus obras y obvie mandatarios secundarios o periodos de anarquía, porque parece difícil también no pensar en enfrentamientos por el poder entre familias aristocráticas. En este sentido, J. Martínez-Pinna (2009) es partidario de suponer la existencia de periodos de interregnum,

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