Cosas vivas. Luis Alberto Suárez Guava

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Cosas vivas - Luis Alberto Suárez Guava Diario de campo

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referirse a aquella en la que los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropóloga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia, los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado el siglo XXI, que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más, mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personificación de académico me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida de las cosas.

      Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta y que parecían señalar el fin mismo de la antropología y de la etnografía. Por un lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos (Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como uno. Ese uno, hay que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escribiendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión, se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teoría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea global–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó el trabajo de “representación etnográfica”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía, lo cual los obligó a refugiarse en la teoría política o en los estudios culturales en busca de estrategias de investigación que partían de una parcial lectura de Marx, según la cual toda vida en las cosas es engañosa. Esto deja como paradoja la certeza, practicada al unísono, de que la naturaleza es capitalista: de los mismos realizadores de la libre competencia en el mercado, la supervivencia del más apto.

      Así que frente al fin de la antropología pregonado por posmodernos y estudiosos de la cultura y contra el fin de la etnografía, que fue rápidamente reemplazada por todas las variaciones posibles de los análisis de discurso, surgió esta antropología sorprendida por viejas noticias de la disciplina. Los representantes del giro ontológico redescubrieron que la oposición entre naturaleza y cultura no ocurría en otras sociedades y parte de su evidencia residió en que muchas etnografías clásicas, tanto como algunas del presente, demostraron que las cosas tienen vida. Aparecieron los objetos, los animales, los accidentes geográficos, las sustancias, etcétera, que ahora devienen agentes (Gell, 1998), seres (Viveiros, 1998, 2010; Kohn, 2013), fuerzas (Holbraad, 2012), factiches (Latour, 2010) o almas (Descola, 2005), y que llegaron para salvar a la antropología de la desaparición, como manifestara Marshall Sahlins (2013) en el prólogo a la edición en inglés de Descola.

      Ya ha sido señalado que el llamado giro ontológico en antropología tiene varios problemas. Bessire y Bond (2014) argumentan que al no objetivar las diferencias y las desigualdades de las que participa la vida material en el presente, no parece tener un posicionamiento político claro. Bartolomé (2015) se preocupa por la lectura acrítica que en la antropología centroamericana conduce a la aplicación del mismo modelo de pensamiento para todas las sociedades indígenas, lo cual supone una de las tres ontologías no modernas (animismo, totemismo, analogismo), a la manera de Descola. Alcida Rita Ramos (2012) cree que el perspectivismo, a la manera de Viveiros de Castro, tiene consecuencias políticas perversas, al reducir en la práctica toda la variabilidad amerindia al modelo de una cultura y muchas naturalezas. Parece idealizarse un tipo de relaciones entre humanos y no humanos que pudo ocurrir en las sociedades indígenas del pasado, pero que no parece demostrado de forma contundente para el presente. Es más, el recurso a la sofisticada comparación etnológica parece rehuir la revisión juiciosa de las condiciones materiales de existencia, que son políticas y que se encuentran atravesadas por lógicas en disputa, de las que participa la vida de humanos y no humanos en contextos concretos y contemporáneos (Bessire y Bond, 2014). No hay que dejar de mencionar la posibilidad de que dicho giro obedezca al hecho flagrante de que los objetos probablemente nunca cobren una voz propia que les permita falsear los argumentos de los antropólogos. De este modo, podría decirse que el estudio de los objetos en la nueva versión metropolitana busca reclamar el lugar de la objetividad definitiva al tiempo que, al menos en las versiones canónicas de Descola (2005), Kohn (2013) y Holbraad (2012), logra cierto incómodo silenciamiento de las voces de los agentes humanos que interactúan con el poder de las cosas.

      No obstante, y pese a las críticas que se han formulado, el giro ontológico parece ir viento en popa. Lo demuestran los numerosos artículos de revisión que dan cuenta de la puesta al día de nuestras antropologías periféricas (Bartolomé, 2015; González, 2015; González-Abrisketa y Carro-Ripalda, 2016; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016; Tola, 2016). Algunos se limitan a señalar los temas y la bibliografía, otros hacen críticas más o menos fuertes y otros parecen colincharse3 al bus de la ontología, o porque encuentran en estas propuestas una antropología más satisfactoria, o porque la lectura estratégica parece señalar que ese bus va para El Triunfo, La Gloria o La Perseverancia.4 No es extraño que esto ocurra. Muchos de los artículos contenidos en este volumen, en cambio, hacen caso omiso de estas discusiones. Pese a tal circunstancia, resultan aportes significativos a la etnografía que vislumbra, y retrata con sorpresa, la vida de las cosas.

      Pero no todo son problemas en el giro ontológico. La primera gran virtud que tienen estas discusiones es la recuperación del trabajo etnográfico como principal fuente del conocimiento antropológico. El llamado explícito del volumen editado por Amira Henare, Sari Wastell y Martin Holbraad (2007) a pensar a través de las cosas supone un retorno a los materiales con los que nos encontramos quienes hacemos etnografía. Este no es un logro menor. Si es cierta la afirmación de Miguel Bartolomé (2015) de que en México la etnografía no se ha actualizado en los últimos treinta años, las cuentas para la mayoría de los contextos en Colombia resultan más que escandalosas. Y no es porque seamos pocas las personas con título de antropología. Así que si resulta un buen número de trabajos etnográficos de relevancia, algo se habrá sacado del giro ontológico.

      Otra virtud del giro ontológico es la implícita necesidad de replantear las teorías. Viveiros de Castro (1998), primero, y luego su discípulo Martin Holbraad (2007; 2012) enfatizan en la necesidad de tomar en serio las afirmaciones, muchas veces incomprensibles a primer oído, que hacen las personas con quienes trabajamos. Tomarlas en serio supone abordarlas como conceptos de la misma naturaleza que aquellos con los cuales trabaja la antropología y que nos ayudarían a “extender nuestra imaginación teórica” (Holbraad, 2007, p. 190). Sin embargo, Holbraad sigue la crítica que hiciera Lévi-Strauss de la inclinación que tenía Mauss a usar los conceptos indígenas como descriptores

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