Cosas vivas. Luis Alberto Suárez Guava

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Cosas vivas - Luis Alberto Suárez Guava страница 12

Cosas vivas - Luis Alberto Suárez Guava Diario de campo

Скачать книгу

a las personas de sus actividades productivas o lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes más escolarizados. En mi opinión, estas estrategias replican la situación de escuela ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políticas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos.

      Podríamos intentar involucrarnos de forma serena y sensible con sus vidas; no solo aquellas que ocurren en las reuniones de las organizaciones de distinto tipo, sino tratando de entender las vidas desde las contradicciones propias de cada día. Esto en un diálogo honesto y abierto. Tal vez debamos renunciar a la estrategia de los espías y a las entradas tipo vigilante de centro comercial en los diarios de campo. Como dice Luis Guillermo Vasco (2002, p. 472),

      Cuando uno mismo vive esta vida y sus dificultades y problemas, y trabaja junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van recogiendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los conceptos propios de Occidente […] las concepciones de uno mismo se van modificando, va transformándose su manera de pensar y por su puesto de actuar, o mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo distinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van haciéndose como uno. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que si uno sale del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo.

      Recientemente, desde una sensibilidad totalmente distinta, Tim Ingold (2014) ha vuelto a enfatizar en ese compromiso a largo plazo que supone el trabajo de campo. Ese es el primer llamado. Ciertamente, uno de los placeres egoístas que procura el trabajo de campo de largo aliento es la posibilidad de encontrar relaciones inusitadas, y parecer inteligente. Ese tipo de hallazgos suele ser fértil resorte para propuestas teóricas. Una forma perversa de entenderlo es postular que el compromiso es con un tema o con la individualidad del investigador. Más bien, un trabajo de largo aliento enseña respeto. Ese conocimiento no ocurre como la iluminación de una subjetividad bendecida por la razón o por la magia, sino que suele ser reiterado por las prácticas más triviales o por los dichos a simple vista desinteresados. El trabajo de largo aliento supone también que las investigaciones mismas empiecen a cobrar sentido para todos los involucrados luego de que uno ha vuelto dos o más veces. Luego de eso, la investigación tiene sentido en la medida en que su objetivo deviene una lucha por el reconocimiento de un mundo, una lucha sellada por la amistad que surge entre quien hace etnografía y la sociedad que le enseña. Como hacer trabajo de campo es, entre otras muchas cosas, aprender a hablar, es también el conjunto de relaciones que enseña las preguntas de toda investigación. El procedimiento intelectualista supone, al contrario, que los investigadores llevan sus preguntas a un campo y, por lo general, esas preguntas permanecen tan inalteradas como las relaciones de poder de las cuales se desprendieron. Una de las razones de este fenómeno es que este tipo de trabajo tiene como motivación única el cumplimiento de un requisito que garantiza el ascenso social de quienes investigan de esta forma.5 Lo que puedo decir de los trabajos con potencial teórico que conozco es que su fertilidad es producto de la evolución de las relaciones que los produjeron. El trabajo de campo es trabajo del mundo en quien acepta la pesquisa antropológica como un asunto propio que involucra una lucha –que nunca es individual y tampoco suele ser nueva– por el reconocimiento y el respeto de quienes no han sido ni reconocidos ni respetados. No es un producto eximio de la labor ejemplar de quien “se compromete”: un buen trabajador de campo, a lo sumo, es un medio por el cual se expresa el mundo o los mundos que ya existen y que seguirán haciéndolo sin ese cronista.

      Ese trabajo del mundo requiere, sin embargo, cierta disposición. Un brujo le enseñó a Ana María Palomo (2010), en San Bernardo del Viento, que el que sabe mucho aprende poco. Tal vez el principio de todo trabajo de campo. Hay cosas que no sabemos y corremos el riesgo de encontrarlas, o no, en el trabajo de campo. Incluso Malinowski recomendaba poner entre paréntesis el saber teórico para lograr escuchar lo que se está diciendo en esos lugares en los que vivimos y a los que volvemos. Pero no solo debemos llevar una ignorancia sensata al campo. También los brazos y la disposición para ayudar en lo que se esté haciendo. Una parte relevante de la vida social en todas partes, constituyente de la condición de persona, es el trabajo. A Juan Sebastián Anzola (2017) se lo enseñaron en Sucre, Cauca. Lo llaman trabajo material: aquel que se hace con machetes, azadones o palines, o que recoge la cosecha o que carga los racimos de plátanos por las laderas mientras se rodea el campo. Aníbal Vega lo condensa en dos sentencias: “el trabajo que se ve” y “el trabajo que lo hace a uno” (Anzola, 2017, pp. 45-75). Esa disposición para trabajar, resumida por Ángel Quinayás, es “humanarse a trabajar”: “empezar a ser persona a través del trabajo” (p. 8), explica Anzola. Por donde se le dé vueltas a lo que dice Quinayás parece que nuestra alternativa es trabajar. Humanarse, andar con las manos sucias y recibir con carcajadas las ampollas o las raspaduras. Humanarse, dejar de ser la cosa que nos mira y empezar a ser los amigos que ayudan e incluso empezar a ser la cosa que trabaja. Humanarse, advertir el crecimiento, el verdor y cargar parte de la cosecha como cosa propia. Humanarse hasta confundirse con las herramientas o con los canastos de recolecta que se humanan gracias al trabajo que ayudan a realizar. Humanarse, pasar la vergüenza de no saber ni caminar y afinar o, como dicen en el Gran Cumbal, endurar. Humanarse, aprender a reír y a decir los chistes que dan vueltas en las fincas de los amigos. Humanarse es volverse como el otro, cuya humanidad está garantizada por el trabajo.

      El trabajo material es una oportunidad para des-narrativizar la experiencia etnográfica. Pese a que las narrativas, del tipo que fueren, son siempre buena ocasión para aproximarse al conocimiento, la atención exclusiva sobre lo narrativo puede llevar a creer que las vidas son meros relatos. En muchas narrativas es evidente que sus vidas son contables porque han trabajado y han sido afectadas por el mundo de forma mucho más que narrativa. Si nos quedamos solo con las narrativas, las vidas produciendo al mundo y siendo producidas por él desaparecen impunemente. La vida de las cosas, como muestran algunos de los artículos de este libro, es también transformaciones materiales que duran más tiempo que los objetos y las personas (Holguín, Calderón y García, en este volumen). Los objetos mismos constriñen nuestra vida y nos obligan a trabajar o a padecer la fuerza del mundo de formas que no podemos contar (Guzmán y Martínez, en este volumen). Y muchas veces el trabajador de campo que ha trabajado, o porque está trabajando, debe guardar silencio, un silencio que puede llegar a ser prolongado, para conseguir comprender. En esos silencios también ocurre la vida. No todo lo que el trabajador de campo escribe ha sido dicho en narrativas. También suenan la leña o el río o la emisora en el radio o las motos trepando las carreteras destapadas o las borrascas que van con ese rumbo decidido de todo lo que se sabe fuerte. Y no lo hacen de forma narrativa. A veces lo hacen con ruidos que los textos antropológicos no deben despreciar. A veces en tonadas que los indios y campesinos sí que oyen y disfrutan.

      Por lo mismo, intentamos practicar saberes no enunciados y saberes no humanos. En Aldana y en Cumbal, el fogón sabe ponerse necio. Y el cerro sabe ponerse bravo. Y el agua de ciertas quebradas sabe ser sabrosa. Y los cutes, unas herramientas que se dan en los árboles de madera fina, saben criarse, y bien criados saben trabajar. Esas sabidurías deben ser también nuestra preocupación: eventualmente debemos intentar ponernos del lado del cerro, del fogón, del agua o de los cutes. Pero también pasa que nuestros maestros humanos no saben cómo enseñar con palabras lo que saben hacer con el cuerpo. Por eso también toca llevar el cuerpo al campo. A veces aprendemos eso indecible pero no nos conformamos. Es posible que nuestra enunciación sea un triste remedo, pero es mejor

Скачать книгу