Cosas vivas. Luis Alberto Suárez Guava

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Cosas vivas - Luis Alberto Suárez Guava Diario de campo

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silenciados, como Thomas Anderson en la escena del grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano. En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terriblemente trivial esperando a ser pulsada.

      La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época. Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del fin del mundo. Pero son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos llegar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enumerar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el desplazamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objetificación de los seres humanos (los animales también suelen aparecer en versión zombi, por lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus producto de experimentos científicos fallidos. La enfermedad de los zombis emana de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x, y o z. Pero los objetos no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos protagonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su incapacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes, según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciudades de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese descubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua figura de los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de la marcha zombi.

      En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustanciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primitiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasificaciones primitivas de la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cultural contemporáneo. Más aún, en las renovadas subjetividades vueltas objetos, que son lo mismo que la masa gigantesca de objetos para reservar subjetividades, todas estas distinciones colapsan. El iPhone (que no es más que un yo), el iPad, la tablet, el pc o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se originaron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispositivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a finales de 2017 y comienzos de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”.

      No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es fetichismo puro, o valor desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro, lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumentos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen.

       Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza

      Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida, la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace de la contradicción la otra cara de la representación.

      El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opinión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo. Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción afirmamos que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más fundamental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce convicciones. El pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías; uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no existe el dinero sucio. Todo dinero es

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