En mi principio está mi fin. José Rivera Ramírez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу En mi principio está mi fin - José Rivera Ramírez страница 6
Y, sin embargo, aún de tarde en tarde,
Cuando menos lo espero y la imaginación
Está limpia y vacía,
Andando por la calle, o despierto en la noche
Esa persona de antes,
La que en un tiempo solía yo ser,
Vuelve a ocupar su puesto,
Y soy, una vez más, el frustrado organista;
Y, así, por un instante,
Aquello que soy incapaz de lograr
El arte en el que nunca pude sobresalir,
No parece el único digno de realizarse,
La sola cosa que quisiera hacer.
Y he de luchar con esa otra persona.”
Naturalmente todo esto no tiene nada que ver con esa ola promocionista que se ha despertado en la Iglesia. Realizar la vocación no es, precisamente siempre, promocionar externamente, ni en todos los valores humanos. Significa, por el contrario, la renuncia a muchos de ellos. Y hay un enorme ejercicio de fe, esperanza, humildad, pasividad ‒y naturalmente actividad consecuente‒ y de caridad. Mientras que la frustración de la vocación lleva a apartarse, a encerrarse en sí mismo. O también a complacerse en las faenas más fáciles de la no vocación. Todo esto toma aspectos distintos en los caracteres soberbios o sensuales. La no aceptación de la propia limitación como organista, lleva a Colby a tocar para sí mismo, hasta que el deseo de comprender a su padre le inclina a aceptar la vocación de Dios: organista mediocre. Pero ahora ya tocará para los demás.
En toda la actuación apostólica hay que distinguir dos desviaciones. Son fundamentales: las que simplemente no reconocen la supremacía de lo espiritual, es decir, del impulso del Espíritu. Las que pretenden que el lenguaje de Dios se acaba en la creación visible, o, a lo más, controlable inmediatamente; hay otras que son puramente pedagógicas ‒¡lo cual no significan que sean leves!‒ porque no tienen en cuenta la reacción humana ordinaria ANTE LA proposición de ciertas verdades.
La idea de promoción solo es justa “secundum quid” o simpliciter para el que lo entiende bien, porque el objeto del hombre no es simplemente desarrollar todas sus facultades al máximo, sino desarrollarse como imagen ‒y por tanto, con una perfección muy relativa‒ de Dios al máximo. Y al hombre que se le propone una promoción humana de hecho ‒aquí entra lo pedagógico‒ difícilmente puede comprender el sentido cristiano de esa promoción, puesto que tiene mucho más desarrollado el sentido natural que el sobrenatural.
Por otro lado, en la obra es curioso como Colby llega a encontrar su vocación, su realización de imagen, por el camino ontológico: pretendiendo acomodarse a su padre, para conocerle mejor. Es decir, que llega a Dios por la imagen de Dios, que Dios mismo le ha puesto cerca. Y todo ello es en sí ‒no digo en la obra de Eliot, en el alma de Colby‒ caridad.
Como se ve, el desequilibrio de Colby viene del deseo de realizar el operatum perfecto. Como Dios.
Cosas semejantes expresa Sir Claudio en la misma conversación (p. 52-55).
El tema de la soledad
Colby desea no estar solo. Hasta el punto de que su retiro ‒su música, donde se retira de las tareas impuestas‒ le parece irreal, simplemente porque no tiene a nadie a quien ofrecérselo. Por eso establece el paralelo con Eggers. Lo que hace realidad no es la cosa, sino la persona, que da sentido a las cosas (p. 67-9). Pero se trata de la persona, no de la gente.
Colby.-“Contigo, sin embargo,
No estaba en soledad ni ante la gente”
y eso porque
“No puedo acostumbrarme a hacerlo para otros;
Pero cuando estoy solo, no consigo olvidar
Que es sólo para mí para quien toco.” (Ac. II).
Eggers, por el contrario, tiene su huerto que es real, porque en él recoge
“Remolachas, guisantes o judías
Para su esposa todo”.
Esta misma distinción: soledad - compañía de la gente - y eso otro, aparece en The Cocktail Party. Peter dice a Edward:
“Y para estar con Celia, que era algo diferente
A la compañía o a la soledad”1 (act. I).
Por eso el estar solo hace las cosas irreales:
“Heme allí... solo, en ese «huerto» mío.
Ese es el caso: solo. Por eso no es real.”
Lo que completa al hombre, lo que le hace real no son, pues, las cosas ‒que sólo tienen realidad del hombre mismo‒ ni la gente, con quien no entra en comunión humana, sino eso, la comunión con otras personas. Y cuando no tiene esto vive en dos mundos irreales: el de los hombres que no son encontrados en su interioridad, por tanto, en su humanidad, y el suyo propio, que carente de comunión con otro es irreal:
“Basta ese simple hecho de sentirme allí solo
Para que pase a ser irreal para mí.”
Colby comprende que Dios le haría todo real:
“Si yo fuera un hombre religioso,
Dios se pasearía por mi huerto,
y eso haría que el mundo exterior se volviese
aceptable y real, supongo yo.”
Para Colby, afectivo-intelectual, que no precisa ver, todo el problema se resuelve cuando establece la comunión con su padre muerto. Al conocer quién es su padre, el deseo de comprenderlo le hace aceptar, de golpe, su vocación real, verlo todo como real.
Por eso, la soledad está muy relacionada con la comprensión. Sentirme comprendido ‒de verdad‒ es sentirse amado y comunicado, aceptado. Por eso la comprensión tiene capacidad de cambiar:
“Quizá si alguien, ahora,
alcanza a verme tal y como soy
sea posible convertirme en mí.”
Es el deseo de Lucasta. Puesto que el hombre ‒por ser persona‒ no es ser aislado, sólo puede realizarse cuando entra en comunión con otro. Cuando es conocido ‒lo cual supone ser conocido en su vocación‒ aceptado, amado. Para Lucasta ser aceptado es algo maravilloso, pero infrecuente:
“Es tan maravilloso eso: ¡ser aceptado!
Pero hasta ahora nadie me «aceptó simplemente».”
Naturalmente de todo esto brotan inmensas consecuencias: la necesidad del contacto personal con Dios, con Cristo... La incapacidad de suplir esto con “grupos”.