El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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—No me gusta oír críticas a mi Iglesia —declaró Roger.
—No creo que le gustase que me guardara una opinión negativa y en cambio hablara bien de ella para no molestarle —dijo el cura.
—Así pues, cuanto menos hablemos del tema, mejor —dijo Roger, levantándose. Ante lo cual, el padre Barham se despidió y siguió su camino hacia Beccles. Quizá había sembrado la semilla, quizá había arado tierra yerma. Pero hasta el menor esfuerzo era un buen trabajo.
A la mañana siguiente, Roger había decidido volver a hablar con Henrietta. Aunque se había pasado toda la tarde del domingo a punto de pronunciar las palabras que tenía pensadas, se había contenido porque quería actuar según lo planeado. Era consciente, casi dolorosamente, de que su prima se comportaba con más ternura hacia él. Todo el orgullo de la independencia, equivalente casi a una dureza de carácter, que había desplegado hacia él en Londres parecía haberse esfumado. Cuando la saludaba por la mañana y por la noche, lo miraba con suavidad. Apreciaba las flores que Roger le regalaba. Se daba cuenta de que cuando él expresaba el menor deseo, ella se ocupaba de que se cumpliera. Un día mencionó la puntualidad de las comidas y allí estaba Hetta, como un clavo. Roger no se perdía ni una mirada de la joven ni un gesto, y calculaba el efecto que tendría en su petición. Sin embargo, Roger no se engañaba: que ella fuera más amable y observadora para con sus gustos y comentarios no quería decir en absoluto que el corazón de Hetta se inclinara hacia él. Creía adivinar que el motivo radicaba en el disgusto que sentía por las maniobras de su hermano y de su madre. Su gracia, su dulzura y su buen sentido se alineaban con él, en lugar de apoyar a su familia más cercana, y por lo tanto, por piedad y dignidad, se mostraba más amable con Roger. Así entendía él la nueva actitud de Hetta, y no se equivocaba ni un ápice.
—Hetta, ¿te apetecería salir a pasear por el jardín? —le preguntó después del desayuno.
—¿No vas a ver a los trabajadores?
—Todavía no. No siempre voy a verlos tan temprano.
Hetta se puso el sombrero y lo siguió, muy consciente de que Roger acababa de convocarla para escuchar de nuevo su oferta. En cuanto vio la rosa blanca en su habitación, supo que su primo no había cejado en su empeño y que le propondría matrimonio de nuevo antes de que se fuera de Carbury. Hasta ahora, no tenía decidido qué iba a responder. Creía saber que no podía decirle que sí. Sabía que amaba a otro hombre, uno que jamás le había pedido que lo esperara, pero que Hetta adivinaba que deseaba hacerlo. A pesar de todo eso, por añadidura, sentía una cierta ternura hacia su primo que la impulsaba a darle lo que pedía tan solo con que expresara sus deseos. Era tan bueno, tan noble, generoso y decente que no le parecía que se le pudiera negar nada. Y estaba completamente de acuerdo con él en lo que se refería a los Melmotte. Su madre le había hablado un sinfín de veces acerca del dinero de los Melmotte, y Hetta estaba harta. No había nobleza en eso; en cambio, la conducta y actitud de Roger eran las de un caballero sin miedo ni motivos para avergonzarse. Que él precisamente estuviera condenado a la soledad por una chica que no le correspondía, un hombre nacido para ser amado, pues la nobleza, la ternura y la verdad merecían ser correspondidas con amor, le causaba mucha pena.
—Hetta —dijo él—, dame tu brazo. —La joven así lo hizo, y Roger prosiguió—: Ayer por la noche, el padre Barham me molestó un poco. Quiero ser correcto con él, pero no deja de llevarme la contraria.
—No creo que sea preocupante, ¿verdad?
—Bueno, sí que lo sería si nos empuja a quitarle importancia a las cosas que una vez aprendimos a respetar.
«Vaya, esta vez no hablaremos de amor», pensó Hetta, «sino de la Iglesia». Roger añadió:
—No debería hablar delante de mis invitados acerca de nuestras creencias, igual que a mí ni se me ocurriría cuestionar las suyas. No me gustó que tuvieras que escuchar su diatriba.
—No creo que me cause ningún perjuicio. No soy tan fácil de convencer, aunque imagino que tiene que intentarlo. Es su tarea, a fin de cuentas.
—¡Pobre hombre! Lo acogí porque me parecía una pena que un caballero como él no tuviera la oportunidad de frecuentar gente de su clase social ni ver el interior de una residencia cómoda.
—A mí no me disgusta, al contrario. Pero no me parece bien lo que dice del obispo.
—A mí también me gusta. —Roger hizo una pausa—. Supongo que tu hermano no habla mucho contigo de sus asuntos.
—¿Sus asuntos? Roger, si te refieres al dinero, nunca me dice una palabra.
—Quería decir los Melmotte.
—No, tampoco. Felix casi nunca me cuenta nada.
—Me pregunto si la muchacha lo habrá aceptado.
—Creo que casi lo hizo ya en Londres.
—No puedo estar de acuerdo con tu madre y su opinión acerca de este matrimonio, porque no comparto su actitud ante el dinero.
—Felix tiene tendencia a ser extravagante y malgastador.
—Eso es cierto, pero iba a decir que no puedo animarlo en el asunto de la heredera, pero sí que me doy cuenta de que tu madre solo quiere lo mejor para él.
—A mamá lo único que le importa es Felix —dijo Hetta, aunque no tenía intención de acusar a su madre de ser indiferente para con su propia hija.
—Lo sé, y aunque opino que su otra hija sabría devolver con creces su devoción, estoy convencido de que es una buena madre para Felix. Ya sabes que el otro día, cuando vino, casi nos peleamos en serio.
—Sí, vi que habíais mantenido una conversación desagradable.
—Y que Felix viniera a las tantas tampoco me gustó del todo. Me hago mayor y malhumorado, no debería haberme importado tanto.
—Creo que eres muy bueno y generoso.
Mientras decía esto, Hetta se inclinó sobre él como si fuera a decirle que lo amaba.
—Estoy enfadado conmigo mismo —prosiguió Roger—. Por eso te cuento estas cosas, como si fueras mi confesor. A veces decirle la verdad a alguien es bueno para el alma, y creo que me entiendes mucho mejor que tu madre.
—Así es, pero no creo que tengas ningún pecado que confesar.
—Entonces, ¿no tendré que cumplir ninguna penitencia? —Hetta le miró, sonriendo sin decir nada—. Bien, pues la fijaré yo. No puedo felicitar a tu hermano por su conquista en Caversham, puesto que nada sé de ello, pero le diré que le deseo lo mejor, en general y sin concretar nada.
—¿Eso será una penitencia para ti?
—Si pudieras leer mi mente, sabrías que así es. Siento ira hacia él por un millón de pequeñas naderías. Arroja el cigarro en el jardín, se queda hasta las doce de la mañana en la cama el domingo, sin hacer nada…
—Pero se había pasado viajando toda la noche del sábado…
—¿Es eso culpa mía? Pero lo que hace necesaria la penitencia es la trivialidad de la ofensa. Si me hubiera propinado un hachazo