El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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      —Papá, ¿no crees que deberías fijar el día en que vamos a regresar a Londres? Nos gustaría saberlo por los compromisos, como te puedes imaginar. La fiesta de lady Monogram es el miércoles y le prometimos que íbamos a ir.

      —Ya puedes escribir a lady Monogram y decirle que no asistiréis a su fiesta.

      —¿Por qué no, papá? Podemos irnos el miércoles por la mañana.

      —No será posible.

      —Pero, querido, entiéndenos: nos gustaría saber cuándo volveremos —dijo lady Pomona.

      Hubo una pausa. Hasta Georgiana, en su actual estado de ánimo, habría aceptado una fecha indefinida, distante, como compromiso.

      —Pues no puede ser —zanjó el señor Longestaffe.

      —¿Cuánto crees que tendremos que quedarnos aquí? —preguntó Sophia en voz baja y tensa.

      —No sé lo que quieres decir con tener que quedarte aquí. Esta es vuestra casa, y aquí vais a vivir.

      —Pero, ¿volveremos? —preguntó Sophia. Georgiana permanecía quieta, en silencio, esperando.

      —No, esta temporada no volveremos a Londres —decretó el señor Longestaffe, abriendo con violencia el periódico que sostenía en sus manos.

      —¿Ya está decidido? —dijo lady Pomona.

      —Así es —declaró el señor Longestaffe.

      ¡Qué gran traición! En la mente de Georgiana, la indignación se hacía virtud al pensar en la falsedad de su progenitor. De no ser por su promesa, no se habría ido de Londres ni se habría dejado contaminar por los Melmotte. Y ahora le decían que esa promesa se rompía total y absolutamente, que no podría regresar nunca a Londres, ni siquiera a la casa de los despreciables Primero, ¡que la única opción que le quedaba era huir de la casa de su padre!

      —Entonces, papá —dijo con supuesta calma—, has roto la palabra que nos diste con premeditación y alevosía.

      —¡Cómo te atreves a hablarme así, niña descarada!

      —No soy una niña, papá, como bien sabes. Soy dueña de mi propio destino, por ley.

      —Pues ve y sé dueña de ese destino. ¡Mira que decirme que te mentí premeditadamente, a mí que soy tu padre! Si vuelves a decir algo así, no volverás a comer en el salón, sino que te quedarás castigada en tu habitación, o no volverás a comer en esta casa.

      —Prometiste que volveríamos si veníamos a Caversham y tratábamos bien a esos horribles…

      —No pienso discutir con una niña insolente, malcriada y desobediente como tú. Si tengo algo que decir al respecto, se lo diré a tu madre. A ti debería bastarte que yo, que soy tu padre, te dijera que vamos a vivir aquí. Ahora vete y pon la cara que quieras, no me importa. Pero que no te vea.

      Georgiana miró a su madre y a su hermana con majestuosidad y abandonó la estancia. Aún estaba meditando cuál sería su venganza, pero su ira se había apagado un poco y no se atrevió a seguir reprochándole a su padre el incumplimiento de lo pactado. Se encerró en su habitación, donde generalmente vivía, y allí se quedó, temblando de ira. Más tarde siguió la conversación entre las damas.

      —¿Piensas aguantar esto, mamá?

      —¿Y qué podemos hacer, querida?

      —Yo pienso hacer algo. No voy a dejar que me tomen el pelo y me engañen cuando es mi vida lo que está en juego. Siempre me he portado bien con él, he hecho lo que quería sin quejarme y no he gastado más de la cuenta. —Esto iba por su hermana mayor, que sí era más manirrota—. Jamás he permitido que hubiera rumores sobre mí, siempre estoy dispuesta a ayudar si hace falta. ¡Le llevo su correspondencia, y cuando estuviste enferma jamás le pedí que nos hiciera compañía más allá de la dos y media! Y ahora me dice que me vaya a comer a mi habitación porque le recuerdo su promesa, firme, de que regresaríamos a Londres. ¿O no fue así, mamá?

      —Eso creo, querida.

      —Sabes que lo prometió, mamá. Y ahora si hago algo, tendrá que cargar con la culpa. No voy a portarme como la santa de la familia y luego aguantar que me traten así.

      —Se suponía que lo hacías porque te parecía bien —intervino su hermana.

      —Es más de lo que tú has hecho por nadie —dijo Georgiana, aludiendo a un flirteo de hacía mucho tiempo, durante el curso del cual la hija mayor había hecho el ridículo, decidida a fugarse con un oficial de dragones de modesta fortuna. Habían pasado diez años desde eso, y nadie mencionaba jamás el tema excepto en momentos de gran amargura, como el que les ocupaba.

      —Me he portado tan bien como tú —dijo Sophia—. Es fácil ser buena cuando no te importa nadie y a nadie le importas.

      —Queridas, ¿qué voy a hacer si vosotras también os peleáis? —preguntó su madre.

      —Soy yo la que está condenada a sufrir, al parecer —dijo Georgiana—. ¿Cómo espera que encuentre a nadie aquí? El pobre Whitstable no es gran cosa, pero es mejor que nada.

      —Quédatelo si tanto te gusta —dijo Sophia despectivamente.

      —Gracias, querida, pero no me gusta en absoluto. No he caído tan bajo.

      —Acabas de decir que te fugarías con el primero que te aceptara.

      —Pero no con George Whitstable, te lo garantizo. Mira, te diré qué voy a hacer. Le escribiré una carta a papá, que espero se avenga a leer. Si no piensa llevarme a Londres, entonces que me deje quedarme con los Primero. Lo que más me enfurece es que hayamos tenido que tragar con la presencia de esos horribles Melmotte aquí. En Londres ya se sabe que hay que codearse con todo tipo de gente, ¡pero que los hayamos tenido en esta casa de invitados! Es el colmo.

      Durante toda la tarde no se habló más del asunto, solamente cruzaron las palabras precisas para el inmediato sustento de la vida. Georgiana había sido muy dura con su hermana, tanto como con su padre, y a Sophia, a pesar de su estilo callado, le había dolido. Ya casi estaba reconciliada con la idea de permanecer en el campo, porque en primer lugar era un castigo para Georgiana y, en segundo, la presencia del señor George Whitstable a menos de diez millas no era motivo para estar descontenta. Lady Pomona se quejó de dolor de cabeza, que siempre era una buena excusa para no hablar, y el señor Longestaffe se retiró temprano a dormir. Durante toda la tarde, Georgiana se dedicó a redactar la misiva que el cabeza de familia se encontró en su mesita de noche al día siguiente y que decía así:

      Querido papá:

      No creo que debiera sorprenderte tanto que nos importe volver a Londres. Si no vamos a la ciudad durante la temporada, no tendremos tratos con nadie, y por supuesto tú ya sabes lo que eso significa para mí. A Sophia no le importa realmente quedarse en Caversham, y aunque a mamá le gusta Londres, tampoco es una cuestión de vida o muerte para ella. Pero para mí es muy duro. No es que quiera ir para pasármelo bien; no me gusta precisamente pasearme por los salones de Londres. Ahora bien, enterrarme aquí en Caversham… Más me valdría estar muerta. Si hubieras decidido cerrar las dos casas durante un año, o dos, para ir al Continente, no me hubiera quejado en absoluto. Hay gente muy interesante en el

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