El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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había mencionado ni una palabra de amor, y Hetta no deseaba que lo hiciera. La estaba tratando como a una amiga, íntima pero amiga al fin y al cabo. Si pudiera seguir así sin declararse, la joven sería feliz. Pero Roger estaba decidido.

      —Y ahora —añadió, cambiando de tono por completo— debo hablar de mí mismo. —Al instante, Hetta trató de apartar su mano, pero él la retuvo y dijo—: No, por favor, no cambies de actitud mientras hablo contigo. Decidas lo que decidas, seremos siempre primos y amigos.

      —¡Amigos! —exclamó Hetta.

      —Sí, eso siempre. Y ahora escúchame, pues tengo mucho que decirte. No voy a repetirte que te quiero. Lo sabes, o de lo contrario sería el hombre más inconstante y falso del mundo. No es solamente que te ame, sino que me he acostumbrado a preocuparme únicamente de una sola cosa en mi vida. Es mi naturaleza: me concentro en un único interés y por eso no puedo escapar del amor que siento por ti. Siempre pienso en ello, y me desprecio por dedicarle tanto tiempo. Pues aunque una mujer contenga en ella todo lo bueno, y eso eres tú para mí, un hombre no debería dejarse dominar así por el amor.

      —¡Oh, no, no digas eso!

      —Es lo que me sucede. Calculo las posibilidades que tengo casi como si fueran las equivalentes a entrar en el cielo. Me gustaría que me conocieras tal y como soy, con mis virtudes y mis defectos. No quiero conquistar tu corazón con una mentira. Pienso más en ti de lo que debería, lo sé. Estoy seguro, prácticamente del todo, que solo tú podrías ocupar el lugar de dueña de esta casa. Si voy a llevar una vida normal, como los demás hombres, y preocuparme de una familia y una esposa, entonces será como tu marido.

      —Te ruego que no hables así, Roger.

      —Creo que tengo derecho a decir eso y a esperar que me creas, al menos. No quiero que te cases conmigo si no me amas. No temo por mí, sino por que te arrojes a sacrificarte porque soy amigo tuyo y tu primo. Pero creo que sí es posible que llegues a quererme algún día, a menos que tu corazón ya esté entregado.

      —¿Qué puedo decirte?

      —Sabes perfectamente lo que estoy pensando y yo también sé lo que tú piensas. ¿Ha impedido Paul Montague toda oportunidad de que yo pueda conquistarte?

      —El señor Montague no me ha pedido en matrimonio. Jamás me ha dicho una palabra.

      —Si lo hubiera hecho, no se habría comportado como un caballero. Te conoció en mi casa y creo que ya sabía lo que yo siento por ti.

      —No lo hizo.

      —Hemos sido como hermanos, o como padre e hijo, puesto que soy mayor que él. Creo que debería buscar otra joven en la que poner sus ojos.

      —¿Qué puedo decir, Roger? Si eso es lo que siente, jamás me ha dicho nada. Creo que es una crueldad que me hables así.

      —No es mi intención ser cruel. Sé que no debería preguntarte nada acerca de Paul, porque no tengo derecho a tu respuesta. Pero es que significa un mundo para mí. Y estoy convencido de que si no amas a nadie, algún día podrás llegar a quererme a mí. —El tono de su voz era varonil y tierno al mismo tiempo. Le brillaban los ojos de amor y nerviosismo. Ella no sólo creía lo que le estaba diciendo ahora, creía en él por completo. Sabía que era un báculo sobre el que una mujer podía apoyarse con seguridad, que la protegería y le daría comodidades toda la vida. En ese momento, le faltó poco para entregarse a él. Si la hubiera agarrado en los brazos y le hubiera dado un beso, creo que ella hubiera cedido. En realidad, le faltaba poco para quererlo. Le tenía en tanta estima que si hubiera sido otra mujer la receptora de su amor, ella habría utilizado todas las artes a su alcance para alejarla de él y habría jurado que cualquier mujer que no lo aceptara era una tonta. Casi se odiaba a sí misma por ser tan poco amable con alguien que merecía amabilidad a toda costa. Y así las cosas, no respondió y continuó caminando a su lado, temblorosa—. Pensé que sería mejor hablarte con franqueza, porque quiero que sepas exactamente lo que pienso y lo que siento. Si pudiera, te mostraría el contenido de mi corazón en una caja de cristal, para que vieras. Si alguna vez llegas a sentir algo por mí, no lo reprimas. Ya sabes que mi amor por ti es sólido, de modo que es tu decisión llenar mi vida de luz o arrojarla a la oscuridad. No tengas escrúpulos y dime lo que sientas cuando estés dispuesta.

      —¡Roger!

      —Si llega el día en que puedes decir que me amas, dímelo sin ambages y claramente. Mis deseos no cambiarán nunca. Por supuesto, si te enamoras de otro y le concedes tu mano, haré lo que pueda por apartarte de mis pensamientos. Dímelo también, si esa es tu decisión. Que Dios te bendiga, querida. Ya no puedo ser más claro. Espero ser lo bastante fuerte como para pensar más en tu felicidad que en la mía.

      Y se separó de ella abruptamente, cruzando uno de los puentes. Hetta regresó sola a la casa.

      Capítulo 20

       Ruby Ruggles escucha una historia de amor

      El plan a medio formar de Roger Carbury de quedarse cenando con Hetta en casa mientras lady Carbury y sir Felix se iban a Caversham se vino abajo. Solo pensaba ponerlo en práctica si Hetta aceptaba su propuesta, pero, en realidad, ni él le había propuesto nada ni Hetta había aceptado. Cuando llegó la noche, lady Carbury se preparó para salir con su hijo y su hija, y Roger se quedó solo. En su día a día, estaba acostumbrado a la soledad. Durante gran parte del año comía y cenaba y vivía sin compañía alguna, así que esta ausencia no tenía por qué hacerle sentir especialmente triste. Sin embargo, no pudo evitar reflexionar sobre la soledad de su vida, en esa ocasión. Sus primos, que eran invitados en su casa, no se preocupaban por él en lo más mínimo. Lady Carbury se había presentado allí para aprovecharse, sir Felix ni siquiera fingía tratarle con cortesía y la propia Hetta, aunque era amable y dulce, lo hacía más bien por piedad que por amor. No le había pedido nada esa tarde, era cierto, pero casi creía que si se lo pedía, ella le diría que sí. Y sin embargo, cuando le habló de lo mucho que la quería y de que siempre sería así, ella guardó silencio. A medida que el carruaje que los llevaba a la cena de Caversham se alejaba, Roger se quedó mirándolo desde el puente mientras escuchaba los cascos de los caballos y se decía que no tenía nada por lo que vivir.

      Si alguna vez un hombre se había portado bien con otro, ese era él para con Paul Montague, y ahora este le había robado lo que más quería en el mundo. No pensaba con lógica ni con exactitud. Cuanto más lo pensaba, más condenaba a su antiguo amigo. Roger nunca mencionaba los favores que Montague le debía. Al hablar con Hetta, solamente había aludido al afecto mutuo que se tenían ambos, pero Roger pensaba que Montague debía devolverle esos favores no enamorándose de la muchacha que él había escogido. Y que si había sucedido sin querer, sin darse cuenta, tenía que retirarse de la carrera en cuanto descubriera que Roger tenía los ojos puestos en Hetta. No lograba perdonar a su amigo, aunque Hetta le asegurase que Paul jamás la había cortejado. Roger estaba decepcionado, y era culpa de Paul. Si no hubiera estado en Carbury cuando Hetta los visitó, quizá a estas alturas Hetta sería la señora de la casa. Roger se quedó sentado hasta que un criado vino a anunciarle que la cena estaba servida. Entró y comió para que nadie se diera cuenta de su abatimiento y después de la cena fingió sentarse a leer. Pero no leyó una sola palabra, pues su mente estaba fija en su prima Hetta. «Qué pobre criatura es el hombre», se dijo, «que no es lo bastante dueño de sí como para dominar un sentimiento como este».

      En Caversham, por otra parte, se celebraba una fiesta por todo lo alto, tanto como puede hacerse en el campo. Estaban el conde y la condesa de Loddon y lady Jane Pewet de Loddon Park, el obispo y su esposa y los Hepworth. Estos, junto con los Carbury, la familia

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