El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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exactitud que en Londres y, además, los Longestaffe, aunque seguían la moda, no tenían fama de ser muy precisos en estos temas. Pero lo que faltaba en meticulosidad lo compensaban con esplendor. Tenían tres criados con peluca y librea, y en esta parte del campo solamente lady Pomona gozaba de esa situación. También tenían un mayordomo corpulento, cuya mera apariencia aportaba prestancia a la familia. El gran salón en el que nadie pasaba ni un momento se abrió, y se quitaron las sábanas que cubrían los sofás y las sillas que nadie utilizaba de ordinario. Solo se hacía una vez al año en Caversham, pero cuando sucedía, no se escatimaba en gastos para contribuir a la magnificencia de la gala. Lady Pomona y sus dos altas hijas se levantaron para recibir a la bajita condesa de Loddon y a lady Jane Pewet, que era la imagen de la madre a una escala menor. La señora Melmotte y Marie se quedaron atrás, apartadas como si se avergonzaran; eran una estampa digna de verse. Entonces llegaron los Carbury y, después, la señora Yeld y el obispo. La gran sala pronto se hubo llenado, pero nadie tenía mucho que decir. Por lo general, el obispo era un hombre que sabía dar conversación, capaz de hablar una hora seguida sin despeinarse. Pero en esta ocasión nadie rompía el silencio. Lord Loddon tartamudeaba, haciendo débiles intentonas que nadie secundaba. Lord Alfred era una estatua que se acariciaba el bigote gris con la mano. El gran hombre, Augustus Melmotte, se puso los pulgares en el chaleco y permaneció impasible. El obispo se dio cuenta de un vistazo de lo desesperado de la situación y no hizo ningún intento por cambiarlo. El dueño de la casa estrechó la mano de todos sus invitados y se dedicó a sobrevivir el momento. Lady Pomona y sus hijas eran dignas de ser miembros de la familia real, por su actitud y su belleza, pero estaban cansadas y no eran demasiado listas. De acuerdo con el tratado, la señora Melmotte había sido atendida con educación durante cuatro días enteros. No se podía esperar que las damas de Caversham salieran incólumes de tamaño esfuerzo.

      Cuando se anunció que la cena estaba lista, sir Felix tomó la mano de Marie Melmotte para acompañarla. No cabía duda de que las damas de Caversham cumplían su parte del trato. Creían que dicho noviazgo era del gusto de los Melmotte y por eso contribuyeron a él. El propio Augustus entró en el comedor con lady Carbury a su lado, para gran satisfacción de la dama. Tampoco había estado muy lucida en el salón, pero ahora era su momento.

      —Espero que le guste Suffolk —dijo.

      —Ah, sí. Está bien, muy bien. Un lugar muy bonito para tomar aire fresco.

      —¡Exactamente, señor Melmotte! Cuando es verano, las flores están preciosas.

      —Tenemos flores más bonitas en Londres, en los balcones de mi casa, que las que veo aquí.

      —Sin duda, pues usted es el dueño de las flores a nivel mundial, señor Melmotte. ¿Qué no puede hacer el dinero? Convierte una calle de Londres en un seto de rosas y construye grutas encantadas en Grosvenor.

      —Londres es una ciudad hermosa, sí que lo es.

      —Siempre que uno tenga dinero, señor Melmotte.

      —Y si no se tiene, es el mejor lugar para encontrarlo. ¿Usted vive en Londres, señora? —Había olvidado que lady Carbury había pisado su casa, y cuando se la habían presentado, ni siquiera había cazado su nombre al vuelo.

      —Sí, claro, vivo en Londres. Tuve el honor de asistir a una de sus veladas, de hecho —dijo lady Carbury con su sonrisa más dulce.

      —Ah, ¿de veras? Tengo tantos invitados que a veces me olvido de quién viene.

      —¿Y por qué no debería, señor Melmotte? Con tanta gente a su alrededor, no es de extrañar que se olvide usted de algunas personas. Soy lady Carbury, la madre de sir Felix Carbury, a quien usted quizá recuerde.

      —Ah, sir Felix. Sí, lo conozco. Está ahí, sentado al lado de mi hija.

      —¡Qué feliz casualidad!

      —No sé. Los jóvenes de hoy en día encuentran su felicidad de otras maneras. Tienen otras cosas en las que pensar.

      —Felix solo piensa en su trabajo.

      —Ah, no lo sabía.

      —Pertenece a una de sus juntas directivas, señor Melmotte.

      —¡Ah, así que ese es su trabajo! —exclamó el señor Melmotte, con una sonrisa lobuna.

      Lady Carbury era bastante lista y estaba al tanto de lo que sucedía a su alrededor, pero no sabía demasiado de la City e ignoraba profundamente cuáles eran las funciones de los directores cuyos nombres de vez en cuando aparecían en los diarios.

      —Se esfuerza mucho, pues, como le decía, le importa su trabajo sobremanera —prosiguió— y sabe que es un gran privilegio disfrutar de las ventajas de su guía y su consejo.

      —No me molesta mucho, señora, y yo a él tampoco.

      Después de eso, lady Carbury no dijo nada más acerca de la posición de su hijo en la City. Trató de tocar varios temas de conversación, pero el señor Melmotte no seguía su sutil danza. Tras un rato, lo abandonó, desesperada, y se entregó a las diatribas a favor del protestantismo impelidas por el párroco de Caversham, que estaba sentado a su otro lado y que se había entusiasmado al escuchar el nombre del padre Barham.

      Frente a ella, casi en diagonal, estaban sir Felix y su amada.

      —Se lo he dicho a mamá —había susurrado Marie mientras entraba con él en el salón. Ahora vivía con esa idea, común en todas las chicas enamoradas, de que podía contárselo todo a su amante.

      —¿Y qué ha dicho? —preguntó Felix.

      Marie tuvo que sentarse y arreglar su vestido antes de contestar, ante lo cual él añadió:

      —Aunque me dijiste que no importaba mucho lo que opinara.

      —Dijo más de lo que esperaba. Cree que papá te rechazará porque no eres lo bastante rico. ¡Espera! Habla de otra cosa o la gente se enterará.

      No pudo decir más antes de que se les acercaran los demás invitados. Puesto que Felix no estaba muy ansioso por hablar de amor con el padre de la novia a menos de dos codos, cambió de tema sin la menor objeción.

      —¿Has ido a montar?

      —No, aquí casi no hay caballos, al menos no para los invitados. ¿Cómo volviste a tu casa? ¿Te pasó algo? ¿Tuviste alguna aventura?

      —Ninguna —replicó Felix, pensando en Ruby Ruggles—. Monté hasta llegar a Carbury, tranquilamente. Mañana vuelvo a Londres.

      —Nosotros regresamos el miércoles. No se te olvide venir a vernos antes de que pase mucho tiempo —dijo ella, bajando la voz.

      —Por supuesto que lo haré. Supongo que será mejor que vaya antes de que tu padre se dirija a la City para trabajar. ¿Va cada día?

      —Sí, sí, cada día. Siempre regresa hacia las siete. A veces está de buen humor cuando vuelve, aunque otras no. Lo mejor es pillarlo después de la cena, pero entonces suele estar muy ocupado. Casi siempre está Lord Alfred y luego viene más gente, y juegan a las cartas. Creo que sería mejor si lo vas a ver a su despacho.

      —¿No te echarás atrás, Marie? —preguntó él.

      —Claro que no. Ahora que lo he decidido, nada me hará cambiar de opinión. Creo que papá

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