El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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y se casaba con ella para luego descubrir que no la perdonaban y que Melmotte no abría el cofre del tesoro ni le daba un chelín de su fortuna, ¿qué sería de Felix? Pensándolo bien, y considerando todos los gastos y molestias que la empresa conllevaba, Felix decidió que no valía la pena fugarse con Marie Melmotte.

      Después de cenar apenas habló con la joven; la propia estancia, la misma en la que se habían reunido antes de la cena, no parecía apta para mantener una conversación agradable. De nuevo, nadie abría la boca y los minutos pasaban como pesados cañonazos, hasta que finalmente llegaron los carruajes para llevarse a los invitados a sus casas.

      —Se han preocupado de que te sentaras a su lado durante la cena —dijo lady Carbury tan pronto como subieron al carruaje.

      —Bueno, eso es algo natural: una joven dama y un caballero, supongo.

      —Eso nunca tiene nada de natural, siempre hay alguien que lo ha organizado. No lo habrían hecho si no creyeran que al señor Melmotte le gustaría. Ay, Felix, ¡si lo lograses!

      —Lo intentaré, madre, pero no dramatices.

      —No, te prometo que no lo haré. No te extrañes si me ves tan ansiosa. Te has portado espléndidamente con ella durante la cena. Me has hecho tan feliz esta noche… ¡Que Dios te bendiga! —añadió, y se dirigió a su habitación, aún diciéndose—: Si esto sale bien, seré la madre más orgullosa de toda Inglaterra.

      Capítulo 21

       Todos los frecuentan

      Cuando los Melmotte se fueron de Caversham, la casa quedó desolada. La tarea de entretenerlos había llegado a su fin y si el regreso a Londres estuviera fijado para una fecha cercana, las mujeres de la familia podrían estar tranquilas, pero como el jueves y el viernes llegaron y se fueron sin novedades, lady Pomona y Sophia Longestaffe empezaron a experimentar un pánico atroz. Georgiana también estaba impaciente, pero afirmaba con descaro que una traición como la que apuntaban madre e hija era del todo imposible. Su padre no se atrevería a proponerlo. Cada día, en tres o cuatro ocasiones, dejaban caer sutiles comentarios e indicaciones en presencia del señor Longestaffe. Pero este se negaba a fijar la fecha hasta que no llegara una carta en concreto y no quería oír hablar del tema.

      —Supongo que, en cualquier caso, nos podemos ir el martes —dijo Georgiana el viernes por la noche.

      —No sé porqué ibas a suponer nada parecido —replicó su padre.

      La pobre lady Pomona, empujada por sus hijas, le rogó que fijara una fecha para su regreso a Londres. Pero no lo hizo con tanta audacia como su hija, ni tampoco estaba tan ansiosa por la respuesta de su marido. El domingo antes de ir a misa se produjo una gran discusión en el piso de arriba. El obispo de Elmham iba a pronunciar el sermón en la iglesia de Caversham y las tres damas se habían puesto sus mejores tocados. Estaban en la habitación de su madre, justo después de arreglarse. Se suponía que la carta en cuestión había llegado. Lo que sabían a ciencia cierta era que el señor Longestaffe había recibido una nota de su abogado, pero aún no había mencionado cuál era su contenido. A la hora del desayuno había guardado un ominoso silencio, y según Sophia, más desagradable que nunca. La cuestión había surgido a raíz de los sombreros.

      —Llevadlos sin miedo, porque no creo que os los vean en Londres —dijo lady Pomona.

      —No lo dirás en serio, mamá.

      —Así es, querida. Tu padre tenía un aspecto muy serio cuando se guardó esos documentos en el bolsillo. Y lo conozco bien.

      —No es posible. Lo prometió —dijo Sophia— y, a cambio, nosotras aguantamos a esa gente horrenda.

      —Bueno, querida, si tu padre dice que no podemos volver, supongo que tenemos que creerle. La decisión es suya. Quiero decir que si pudiera, estoy segura de que no nos lo negaría.

      —¡Pero, mamá! —exclamó Georgiana, escandalizada de que la traición se extendiera no solo al adversario natural, pues se había comprometido con un pacto que ahora violaba, sino también a su propia madre.

      —Querida, ¿qué podemos hacer? —dijo lady Pomona.

      —¡Hacer! —exclamó Georgiana—. Pues hacerle comprender que no puede aplastarnos así como así. Sí, haré algo, vaya si lo haré. Si piensa tratarme así, me fugaré con el primer hombre que me acepte, y no me importa quién sea.

      —Georgiana, por el amor de Dios, no digas eso. Me vas a matar a disgustos.

      —Le romperé el corazón, eso es lo que haré. A él no le importamos nada, ni si somos felices o desgraciadas, pero el nombre y la reputación de la familia sí le importan, ¿verdad? Le diré que no pienso ser una esclava. Me casaré con un comerciante de Londres antes de quedarme aquí enterrada.

      La joven señorita Longestaffe estaba ya perdida en las garras de la pasión indignada que la perspectiva de quedarse en Caversham despertaba en ella.

      —Ay, Georgey, no digas cosas tan espantosas —suplicó su hermana.

      —A ti todo te parece bien, Sophy. Ya tienes a Whitstable.

      —No tengo nada.

      —Sí que lo tienes, cazado y bien atado. Dolly hace lo que le apetece y gasta el dinero como y cuando quiere. Y a mamá no le importa dónde se encuentre, claro está.

      —Eres muy injusta —se lamentó lady Pomona— y estás diciendo cosas horribles.

      —No soy injusta. A ti no te importa, y Sophy ya tiene la vida arreglada. ¡Yo soy la que se sacrificará! ¿Cómo voy a conocer a alguien en este agujero inmundo? Papá me lo prometió y debe cumplir con su palabra.

      Entonces se oyó una voz aguda desde el vestíbulo que gritaba:

      —¿Pensáis venir a la iglesia o vais a tener el carruaje esperando todo el día?

      Por supuesto que irían a la iglesia, pues era lo que hacían cuando estaban en Caversham; y con mayor motivo hoy, porque el obispo era el encargado del sermón, y por los sombreritos. Bajaron todas en tropel hasta donde esperaba el carruaje, con lady Pomona abriendo camino. Georgiana las seguía y pasó frente a su padre sin dirigirle una mirada. Tampoco cruzaron palabra de camino a la iglesia ni a la vuelta. Durante el servicio, el señor Longestaffe se quedó de pie y repitió las respuestas con voz tajante. Siempre había sido un ejemplo para la vida de la parroquia. Las tres damas se arrodillaron con elegancia y se sentaron durante todo el sermón sin manifestar la más pequeña señal de cansancio ni de atención. No entendían el significado de las frases que pronunciaba el obispo ni les importaba. Aguantaban y esa era su fuerza. Si el obispo hubiera hablado durante cuarenta y cinco minutos en lugar de media hora, tampoco se habrían quejado. Era el mismo tipo de resistencia que le permitía a Georgiana esperar año tras año la llegada de un marido adecuado. Asumía cualquier cantidad de tedio a cambio de la oportunidad justa de que llegara su momento. Pero quedarse en Caversham todo el verano sería tan malo como asistir a un sermón eterno del obispo. Después de misa volvieron a casa a comer, y también esa comida se desarrolló en silencio. Cuando hubieron terminado, el cabeza de familia se instaló en un sillón, evidentemente buscando la soledad. De ser así, habría meditado acerca de sus penurias a solas, se habría quedado dormido y habría pasado la tarde en paz. Pero no iba a ser así. Sus dos hijas se quedaron hasta que los criados retiraron la comida y aunque lady

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