Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno

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la relación social global. Como, pues, de hecho las ideologías que son representadas en tales grupos, y que fundamentan el fenómeno que intenté exponerles y explicarles un poco, no están limitadas a estos grupos, sino que, por su parte, poseen una tal universalidad, una tal universalidad abstracta frente a las divergentes opiniones grupales que esto torna totalmente inverosímil que, por así decirlo, el universo de la opinión grupal o de la opinión social, de la opinión pública, solo se compone retrospectivamente a partir de las perspectivas concretas de los grupos.

      Después de haberles dado quizás una representación más tangible de lo que he llamado lo universal que se realiza –y, bien entendidas las cosas, no se trata allí solo de las consideraciones políticas personales en las comisiones, sino de algo infinitamente más rico en consecuencias; así, por ejemplo, de decisiones económicas en las comisiones de control más importantes y de cosas similares–, quisiera ahora intentar igualmente concretizar un poco la complejidad del problema de la mediación entre lo particular y lo universal, que hasta ahora solo desarrollé en el nivel de la así llamada universalidad; y, por cierto, esta vez quisiera concretizarla históricamente, como corresponde de cara a la pregunta por una construcción de la historia; pregunta que, por una parte, se compromete con la tarea de concebir la historia y no solo registrarla, pero, por otra, se niega a presuponer un sentido positivo de la historia. Y esta contradicción, que he vuelto a formular recién, es en verdad –pido que recuerden– aquello que me propuse (en todo caso, durante la primera parte de esta lección) exponer y explicar lo mejor que pueda. Con vistas a ello, quisiera abordar la Revolución Francesa, la así llamada Gran Revolución Francesa de 1789 y los problemas filosófico-históricos que ella plantea. En primer lugar hay que decir que esta revolución, que en lo esencial significa que las formas políticas de la emancipación económica de la burguesía son adaptadas al principio del liberalismo, es decir, al espíritu empresarial libre de obstáculos y organizado al nivel de las naciones, se sitúa ante todo en la gran corriente de emancipación global de la clase burguesa, que, como todos saben, se remonta a la emancipación de las ciudades-Estado del Renacimiento y que luego se consumó durante el siglo XVII, ante todo en Inglaterra, y durante el siglo XVIII en Francia. No creo que necesite decir algo acerca de esta tendencia de la emancipación de la burguesía; me limito a agregar solo una leve duda sobre aquel concepto de la así llamada burguesía en ascenso que es asociado casi automáticamente con esa emancipación. Pues, si la burguesía ha ascendido o no a través de su creciente, de su progresiva toma del poder, es una pregunta que no podría ser respondida de manera tan sencilla por una teoría crítica como por la interpretación que hace de sí misma la ideología burguesa. En todo caso, han sucedido las cosas de modo tal que, en la época en que tuvo lugar la Gran Revolución Francesa, las posiciones económicas decisivas ya habían sido ocupadas por la burguesía; esto significa, pues, que la burguesía manufacturera y, también, la burguesía industrial incipiente dominaban la producción, mientras que, en cambio, como ha sido expresado ya en aquella época por el gran sociólogo Saint-Simon,49 la clase feudal y los grupos a ella asociados y concentrados en la esfera absolutista ya prácticamente no participaban, en realidad, de la productividad en el sentido del trabajo socialmente útil. Esta debilidad del absolutismo fue la condición para que la revolución pudiera estallar, y difícilmente pueda discutirse, de acuerdo con las investigaciones más recientes, que aquello que apareció en la autoglorificación de la burguesía revolucionaria como un indescriptible acto de la libertad, en realidad fue mucho más la verificación de un estadio que ya se encontraba dado. La máxima de Nietzsche en el Zaratustra, según la cual hay que empujar aquello que cae,50 es una máxima protoburguesa; es decir: en ella reside ya el hecho de que las acciones burguesas casi siempre son tales que están cubiertas por la universalidad dominante, por el principio universal, histórico, que se realiza. Y se relaciona con esto el hecho de que todas las revoluciones burguesas, por el hecho de realizar solo, podría decir, oficialmente, de jure, algo que ya ha ocurrido de facto, siempre poseen, pues, un momento de lo aparente e ideológico, como lo ha desarrollado categóricamente Horkheimer en relación con la quintaesencia de los movimientos liberadores burgueses, en el trabajo sobre “Egoísmo y movimiento liberador”, que volverá a estar disponible dentro de poco tiempo.51

      Por otro lado, aquello que he denominado aquí la gran corriente que, pues, condujo a algo así como la toma del poder por parte de la burguesía en la Revolución Francesa, por otro lado, no habría sido imaginable sin los notorios desaguisados económicos del absolutismo en Francia; dicho más justamente: las dificultades presupuestarias, la crisis financiera que, ya antes del estallido de la Gran Revolución, intentaron en vano conjurar reformadores fisiócratas como Quesnay –de quienes, como saben, estuvo también muy cerca Turgot–. Sin esta base fáctica específica de una ostensible incapacidad del régimen absolutista para adaptarse, de acuerdo con su propia concepción económica, al estado de las fuerzas productivas, con seguridad no se habría llegado a las sublevaciones, ante todo a las sublevaciones masivas de la etapa inicial. Solo la miseria real, al menos de las masas proletarias, propias de las grandes ciudades, en París durante aquellos primeros años críticos fue la condición para que el movimiento se desencadenara. Y ellas la llevaron adelante también espontáneamente, al menos hasta cierto grado, y promovieron ante todo la creciente radicalización del movimiento liberador burgués. Esta condición necesaria para una negatividad fáctica tal puede verse, e contrario, en que también en otros países, en la misma época, se realizó el proceso burgués-liberal-nacional; incluso hasta cierto grado, en las décadas siguientes, en la Alemania por entonces económicamente muy atrasada, pero sin que esto haya llevado a una revolución. Tendencias similares se podrán observar, por lo demás, también hoy en la asimilación de los países no totalitarios a las formas del mundo administrado. No querría hablar en forma altisonante, como está justificado por el estado de cosas, pero la distinción vulgar, que quizás tengan presente desde los tiempos de la escuela, en la medida en que son jóvenes, entre la causa profunda y la ocasión externa, por insignificante que pueda sonarles, tiene algo que ver con la diferencia entre la corriente objetiva y la condición desencadenante específica. La causa es justamente la corriente que se cristaliza en el proceso social global, que posee la propensión a asimilarlo todo. Esta tendencia de la corriente a asimilar los momentos individuales, incluso cuando, aparentemente, los momentos son diferentes o no tienen nada que ver con la corriente, puede ser observada todavía hoy –y esta es una contribución que la sociología empírica tiene que hacerle a la filosofía de la historia–. Con total seguridad, los bombardeos a las ciudades alemanas durante la última guerra mundial no han tenido lo más mínimo que ver con alguna clase de medidas para la slum clearing y la “norteamericanización” del aspecto de la ciudad o con medidas para la higiene progresiva y otras cosas similares; en sus efectos desembocan –por ejemplo, porque, a causa del carácter fácilmente inflamable, los viejos núcleos urbanos, en parte aún medievales, fueron aniquilados e incendiados– a aquella curiosa asimilación de la imagen de las ciudades alemanas a la de las norteamericanas; lo que es tanto más sorprendente cuanto que aquí no cabe suponer en absoluto una así llamada influencia histórica. O: se ha observado, y se ha sacado mucho partido de ello, que las así llamadas familias de refugiados han contrarrestado las tendencias sociales que, en general, socavaban la vieja estabilidad de la familia. Frente a esto, la sociología empírica ha aportado abundante material –mi joven colega, ya fallecido, Gerhard Baumert llamó la atención sobre eso–52 que demuestra que, a pesar de estas tendencias contrarias, que se cristalizaron en las situaciones específicas de finales del período de la guerra y comienzos de la posguerra, el fenómeno más importante de aquella tendencia antifamiliar –a saber, el incremento de los divorcios y el incremento del número de las así llamadas familias incompletas– ha seguido imponiéndose en las estadísticas. Pueden ver, pues, a partir de estos dos ejemplos, cuál es la relación de la gran tendencia con los así llamados datos fácticos inmediatos, pero deben retener aquí que las ocasiones –es decir, los acontecimientos individuales, como, por ejemplo, la política financiera de Luis XVI, que se precipitó en la bancarrota– representan el momento de la inmediatez sin el cual no existiría aquella mediación.

      Ahora bien, damas y caballeros, les dije recién, al emprender esta reivindicación honorífica de la diferencia escolar entre causa y ocasión, que igualmente

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