Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno
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Creo que es muy importante –quiero decir: en la medida en que tales cosas son en realidad importantes; pero, como ustedes vinieron aquí en tan gran número, hagámonos, ustedes y yo, en primer lugar, en igual medida la ficción de que aquí se trata de cosas muy importantes, y por ello puedo también seguir partiendo de esta ficción–; creo, pues, con esta reserva, que es muy importante tener presente que esta objetividad de la corriente histórica se realiza tanto por encima de las cabezas de los seres humanos –es decir, de modo tal que ninguna conciencia individual y ninguna voluntad individual bastan para oponerse a ese proceso de manera verdadera y eficaz– como, al mismo tiempo, a través de los seres humanos: es decir, por el hecho de que ellos mismos se apropian, convirtiéndolo en asunto suyo, de lo que en principio quisiera designar, con una expresión anglosajona, un poco vaga y desprovista de compromiso, como trend [tendencia]. Y esto se encuentra expresado de manera demasiado superficial, pues, en realidad, y este es el punto en el que la filosofía hegeliana de la historia se relaciona igualmente con la economía política clásica, así como Marx se relaciona con esta, sucede que justamente por el hecho de que persiguen sus propios intereses, sus propios intereses individuales, los seres humanos se convierten en exponentes, en ejecutores justamente de aquella objetividad histórica que, en la medida en que ella está a cada instante dispuesta a volverse también en contra de sus intereses, entonces justamente se convierte también en lo que se realiza por encima de ellos. Esta es una contradicción: que aquello que se realiza por encima de los seres humanos se realice en virtud de ellos mismos, en virtud de sus propios intereses. Pero, como la sociedad en la que vivimos es antagónica, como el curso del mundo al que estamos sujetos es antagónico, esta contradicción, si ustedes quieren, lógica a la que hice referencia no es justamente una mera contradicción, una contradicción que se basaría en una construcción conceptual insuficiente y no lo bastante limpia; sino que es una contradicción que se deriva de la cosa misma. Tan solo dice que –si he de expresarme en términos metafísicos– justamente la limitación que impone a los seres humanos el curso del mundo: percibir sus propios intereses y nada más que sus propios intereses, es justamente la misma fuerza que se vuelve en contra de los seres humanos y se realiza justamente como fatalidad sobre sus cabezas, como una fatalidad que se les enfrenta de manera ciega y casi ineludible. Y esta estructura, creo, bastará en realidad para proporcionar aquello hacia lo cual quiero conducirlos; a saber: una concepción sobre la filosofía de la historia que, al mismo tiempo, permita concebir la historia; pero concebirla –por lo tanto, ir más allá de su mera existencia– como algo igualmente carente de sentido. El momento de la carencia de sentido que hay que concebir aquí no es otra cosa que la calamidad antagónica que he intentado exponerles ahora. Lo que se llama la supremacía de la razón universal no debe ser pensado como la supremacía de alguna clase de razón sustancial externa a los seres humanos y que dirige a estos; en cambio, ustedes pueden –y quisiera llamar la atención nuevamente sobre esto, ya que considero este punto realmente central para la construcción de la historia– aproximarse quizás del mejor modo a esto si recuerdan expresiones que se les han impuesto con total certeza en su experiencia sin que les hayan atribuido demasiado peso filosófico, como, por ejemplo: “la lógica de las cosas”; o como aquello que Franz von Sickingen (he mencionado ya este ejemplo en lecciones anteriores) dijo, en su lecho de muerte, luego de recibir una herida mortal durante un asedio –que, podría decirse, ha sido el accidente propio de un condottiere–: “Nada hay sin causa”.41 Esto: que en nada hay gato encerrado, que todo puede ser entendido como una operación contra entrega y que incluso el padecimiento más extremo y absurdo que experimenta el individuo en sí mismo puede ser concebido al mismo tiempo en su necesidad partir de la marcha de las condiciones globales; esto y nada diferente hay que entender realmente por aquel espíritu del mundo del que habló Hegel. Y coloco aquí enseguida el gran signo de interrogación sobre si este espíritu del mundo es realmente espíritu del mundo, o si no es más bien la estricta antítesis de eso. Pero a través de la supremacía de esto que se realiza por encima de las cabezas y a través de las cabezas, están mediados todos los hechos; o, debo decir con exactitud: esta supremacía a través de la cual son mediados los hechos se caracteriza por aquello que solo se realiza por encima de las cabezas a causa de que se realiza en los seres humanos mismos. Y esta supremacía tiene primacía sobre los hechos; no es un mero epifenómeno, como ustedes pueden reconocerlo, por ejemplo, en que, si en un régimen totalitario un ser humano es dejado en libertad, como yo, durante un registro domiciliario o si es asesinado, es una casualidad. En cambio, la tendencia que vela porque ocurra algo así y que domine un horror universal que impide que los seres humanos tengan en claro si serán o no secuestrados; podría casi decirse: la casualidad misma no es ninguna casualidad, sino que depende justamente de la tendencia objetiva de la que les he hablado en este contexto. Y eso, justamente eso, debe ser penetrado por el pensamiento; y penetrar esto es la verdad de aquello que hoy es vilipendiado tan frecuentemente como metafísica de la historia. Pero, al mismo tiempo –y hay que retener esto aquí; también se los he indicado, pero quisiera volver a decirlo–, es también impenetrable porque, de hecho, los sujetos no están allí, como Hegel lo ha afirmado; porque el sentido que la historia tiene qua lógica de las cosas no es