Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno

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también con ella grandes tendencias contrarias; está fuera de cuestión que existen estallidos irracionales; solo hay que limitar esta afirmación diciendo que los así llamados estallidos o irrupciones de potencias irracionales u primigenias en nuestro tiempo fueron casi siempre manipulados, y casi siempre estaban con vistas a imponer el dominio, el dominio racional o irracional; y, en esa medida, pertenecen a la corriente de las técnicas de dominio racionales. Esto puede ser estudiado con especial contundencia, obviamente, en el nacionalsocialismo, si es que a uno le queda ánimo para estudiar algo en relación con él. Pero me refiero a algo diferente; a saber: a que uno no tiene por qué atenerse a atribuir in abstracto esta tendencia de la que hablo al espíritu en cuanto agente de la racionalidad, tal como ocurrió en las filosofías idealistas. Aquí quisiera, por lo demás, testimoniar mi reverencia a Hegel porque –aunque en él siempre se trata del espíritu– el concepto de espíritu, en su filosofía, en virtud del principio de identidad de sujeto y objeto, está ya desde el vamos organizado de tal modo que no se corresponde con aquello que se ha considerado como espíritu a finales del siglo XIX y en nuestra época, es decir, el espíritu subjetivo; sino que este espíritu comprende en Hegel, sobre la base de una construcción imponente, aunque también cuestionable, el íntegro ámbito de la vida histórico-política y económica de los seres humanos. El espíritu tiene en Hegel su lugar específico directamente en la realidad histórica.29 Y Hegel habría rechazado con la mayor vehemencia la concepción del espíritu como algo que se mueve libremente a sí mismo y como algo independiente de la vida material de la humanidad, contrapuesta a él. Si, pues, se consideraba, por ejemplo, a la ciencia del espíritu de Dilthey, y a lo que con ella se vincula, en cierta medida como sucesora de la filosofía hegeliana,30 esto debe ser considerado solo como una perfecta caída por debajo de aquel nivel de la problemática que había sido ya alcanzado por Hegel; pero esto solo es una observación al margen.31 En todo caso, ustedes no deben considerar a este espíritu del que hablo como algo absolutamente autónomo. Este espíritu se ha autonomizado, sin duda, y le pertenece además el hecho de que, por ejemplo, con sus poderosos instrumentos de la lógica y la matemática, se ha independizado de sus condiciones de producción; el hecho de que él –y, por cierto, en virtud de la separación del trabajo espiritual y el físico– aparece ante sí mismo como algo totalmente autónomo y absoluto; como un método que subsume lo que se le ha contrapuesto. Pero no debemos admitirle esto al espíritu. La evolución del espíritu como racionalidad, como razón que domina la naturaleza o, tal como debo decir ahora de manera abreviada: como razón técnica, es decir, la evolución de las fuerzas productivas técnicas in toto ha sido engendrada, por su parte, por las necesidades materiales de los seres humanos, por las necesidades de autoconservación de estos; y las categorías de este espíritu contienen estas necesidades como momentos necesarios de su forma de manera necesaria y siempre en sí. El espíritu es el producto de los seres humanos y el producto del proceso de trabajo humano, a la vez que, por su parte, ahora él conduce y finalmente domina los procesos de trabajo humanos como método, como razón tecnológica. Y creo que, si no se hipostasia desde el vamos al espíritu, sino que se lo ve en su dependencia respecto de un concepto de vida, de un concepto de conservación de la vida humana –concepto en el que él tiene sus raíces–, solo entonces es posible entender cómo es realmente posible que algo así como el espíritu en cuanto razón técnica haya asumido de manera tan unificadora el control de la vida de los seres humanos tal como viene ocurriendo en una medida creciente. El espíritu no es algo absolutamente primero. Sino que justamente esa postulación del espíritu como algo primariamente primero es una apariencia, una apariencia producida por él mismo y, por cierto, de manera necesaria. Sino que él es siempre igualmente algo producido por la realidad de la vida que se conserva a sí misma, y que ahora lo postula como algo primero solo para poder criticar lo existente o para poder dominarlo. Y cuando hablé acerca de la falta de autorreflexión por parte del espíritu y de la razón técnica, de aquella falta de reflexión que coloca justamente a la razón en una relación tan curiosa y paradójica con la ciega fatalidad histórica, esto no se debe en lo más mínimo a que el espíritu no se reconoce como lo primero, en lugar de percibir justamente esta implicación con la vida real.

      La creciente racionalidad es equivalente a la creciente autoconservación del género humano o, como podría también decirse, el acrecentamiento del universal principio del yo de los seres humanos; y el progreso de esta racionalidad, en su forma no reflexiva, no es en el fondo otra cosa que la explotación de la naturaleza transferida a los seres humanos y que se continúa en ellos. Pero en la medida en que es esto y en que está entretejida, de acuerdo con su propia determinación real, con categorías como la de explotación y como la de algo contrapuesto a ella y subyugado por ella, esta razón progresiva posee también, al mismo tiempo, aquel momento de autodestrucción que he destacado en la última clase, cuando intenté exponerles la experiencia de la corriente histórica, tal como resulta hoy evidente para nosotros aquí y ahora, esencialmente como una experiencia de su negatividad; es decir, esencialmente como la experiencia de nuestra impotente sujeción a ese proceso. En otras palabras: en esta razón instrumental progresiva se encarna el antagonismo que consiste en la relación que el sujeto presuntamente libre y, en verdad, justamente por ello aún no libre tiene con aquello sobre lo cual se erige su libertad. Este carácter antagónico de la propia racionalidad progresiva es, en verdad, en ella el momento que convierte justamente lo universal, la universalidad que se realiza, en ese elemento particular que tenemos que sufrir igualmente en cuanto particularidades. Y esto facilitará –quiero decir: facilitará teóricamente, no en la realidad; ni siquiera lo facilitará teóricamente, pero al menos lo expondrá a la luz teóricamente– la contradicción de la que les hablé anteriormente, cuando les dije que parecerá en un primer momento muy paradójico que justamente la universalidad del principio histórico, que presuntamente continúa, se refuerza y progresa, sea idéntica al acrecentamiento de la ciega fatalidad de dicho principio. El principio esclarecedor de la propia razón, en tanto no se haya vuelto él mismo translúcido; es decir, en tanto no se haya vuelto translúcido en su vinculación y dependencia respecto de aquello que no es él mismo, es justamente aquella fatalidad como cuya antítesis es interpretado; y este es también, por así decirlo, el punto ciego en el que se encuentra hechizada toda la filosofía de Hegel en cuanto construcción de la historia. Con ello arribo a la principal dificultad de toda teoría filosófico-histórica para la conciencia precrítica; dificultad de la que parto y que ya formulé –les pido que tengan presente que en realidad ya hemos alcanzado esto a través de nuestras reflexiones– en el sentido de que, en ella, la universalidad dominante que se realiza ya no es equiparada con el sentido de la historia o con alguna clase de positividad. Esta es, en efecto, la dificultad a la que se ve expuesta toda conciencia, toda conciencia ingenua: considerar justificada la supremacía de algo objetivo sobre los seres humanos, quienes, sin embargo, creen tenerse a sí mismos como lo más seguro y, sobre la base de esa certeza, no pueden admitir en qué medida son meramente funciones de lo universal, ya que, en el instante en que lo admitieran, en alguna medida deberían dejar de ser para sí mismos eso que evidentemente son de acuerdo con toda su tradición. Es una cuestión extremadamente paradójica, y quisiera realmente animarlos a reflexionar alguna vez al respecto. Por un lado, la situación es tal –creo o espero haberlo expuesto con alguna evidencia ante ustedes en la última clase– que la experiencia más inmediata que uno hace, y de la que uno se disuade solo con violencia, es justamente la de estar sujeto a la tendencia objetiva. Si se piensa, en relación con esto, en la situación del perseguido –situación típica de nuestra época– que, súbitamente, a causa de alguna característica que él supuestamente tiene y ni siquiera necesita tener, se ve expuesto a la discriminación y posiblemente a la liquidación; o si se piensa en la situación, mucho más inocua, del que busca un puesto y que, en el instante en que espera encontrar un trabajo que realmente esté de acuerdo con su propio destino y sus propias capacidades, incluso en los tiempos de la más gloriosa plena ocupación, enseguida se choca contra una pared y entonces debe hacer algo que realmente no tiene que ver con lo suyo; así, pues, esta experiencia es ante todo en verdad la primaria; si hay algo así como la inmediatez, es esta experiencia. Por otro lado, sin embargo, en el instante en el que se apela a esto, en las ciencias, uno escucha decir a la conciencia –que, por así decirlo, se coloca su toga–: “Bien, ¿cómo llegas realmente a suponer algo universal de esta clase?;

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