Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno

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Sobre la teoría de la historia y de la libertad - Theodor W. Adorno

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como un todo, siempre hay grupos que, justamente en cuanto víctimas del progreso, también lo ponen en duda, pueden ponerlo en duda con razón. Sin embargo, podrá decirse –y creo que esto no le arrebataría a uno una visión tan crítica acerca de la historia– que existe algo así como un progreso desde la catapulta hasta la bomba atómica.24 Y el hecho de que relacione el concepto de progreso con algo tan aterrador y, si ustedes quieren, directamente contrapuesto al progreso de la libertad, y así también al progreso en la autonomía del género humano, no es casual, sino que esto tiene, pensaría yo, su buen sentido; o, antes bien, su sentido muy fatal y muy malo. Debe decirse, en efecto, que, en tanto la particularidad sea inherente a todos los movimientos históricos, en tanto no exista auténticamente aquello que se podría llamar humanidad –es decir, una sociedad autónoma y consciente de sí misma–, todos los progresos serán particulares; no solo en el sentido que ya les he indicado –es decir, que los progresos siempre tienen lugar a costa de grupos que no participan inmediatamente de aquellos, y por encima de los cuales se realizan los progresos–, sino también en el sentido de que el progreso en sí mismo posee un carácter particular.

      Creo que un pensador plenamente positivista, de acuerdo con sus convicciones (aunque representó la versión alemana del positivismo, que pasó por la filosofía crítica), como Max Weber ha demostrado tener ya un instinto muy correcto en este punto en la medida en que reservó el concepto de progreso para la racionalidad y postuló al menos como perspectiva para la humanidad algo así como una estructura universal de racionalidad progresiva; aunque también fue en esto muy cauteloso al inclinarse ante el veredicto fáctico de que existen enteras civilizaciones que, en virtud de su forma económica tradicionalista, no participan en verdad de esa racionalidad progresiva y, con ello, en realidad de la dinámica social.25 Les sorprenderá que yo, que he hablado inmediatamente antes acerca de la particularidad en el movimiento del todo histórico, ahora hable de una racionalidad progresiva, ante lo cual se podría pensar que la razón, como algo extraordinariamente universal que aquí se realiza, es justamente la antítesis de una particularidad tal. Justamente considero errónea esta opinión acerca de la racionalidad progresiva como algo que, por su parte, no es particular. Y creo que, si se indaga en la particularidad de lo universal mismo, es decir, de la razón progresiva, es posible entender un poco sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular como una estructura histórica; concretamente porque en el principio de lo universal está encerrada la particularidad –y, por cierto, como algo malo, como algo negativo–; así como, a la inversa, deberá decirse –y Hegel lo ha demostrado con un poder irresistible– que, en lo particular, en los hechos individuales, está concentrada y se encarna, en cada caso, la fuerza de lo universal. La racionalidad, de cuya universalidad hablamos en términos universales, en efecto –y quisiera remitirme aquí a la Dialéctica de la Ilustración que escribimos Horkheimer y yo, y que por fin será reeditada en un corto plazo–,26 esta clase de racionalidad es, en efecto, desde el comienzo una racionalidad del dominio de la naturaleza, del control de la naturaleza extra e intrahumana. Y, por cierto, de un dominio de la naturaleza que no se refleja esencialmente en sí mismo, sino que se relaciona con sus así llamados materiales –ya sean materiales de la naturaleza, ya seres humanos los que son dominados, o ya, finalmente, la propia interioridad, que es sometida a esa racionalidad– subsumiéndolos, clasificándolos, subordinándolos y también cortando lazos con ellos. Pero allí –y creo que es bueno que retengan firmemente esta idea, de la cual yo pensaría que posee un carácter clave para nuestra construcción– no hay nada menos que el hecho de que, en el principio que acabo de caracterizar ante ustedes como el principio universal, es decir, en el propio principio de racionalidad progresiva, está encerrado el antagonismo; que esta clase de racionalidad solo existe en la medida en que somete a algo diferente y extraño de ella; y más aún: en la medida en que ella, a todo lo que ingresa en su maquinaria como material, justamente por el hecho de que lo identifica, de que lo nivela, lo define en verdad en su alteridad como algo que le presenta resistencia; habría que decir quizás: como algo hostil. En otras palabras, pues: en este principio de la universalidad dominante como racionalidad irreflexiva está postulado de hecho el antagonismo tal como, en una relación de dominio, es postulado el antagonismo respecto de un dominado. Y el estadio de autorreflexión de esta racionalidad en el que esto sería transformado aún no ha sido en realidad alcanzado.

      Antes de que coloque un poco sobre sus pies ante ustedes, de modo que les resulte un poco más comprensible, esta frase, que en un principio posiblemente les suene, a muchos de ustedes, desquiciadamente especulativa y, en realidad, como puro idealismo hegeliano, quisiera decir aún algo que es preciso enunciar aquí en honor del concepto de universalidad histórica, aunque soy, por cierto, del parecer de que es preciso dialectizar también el concepto de historia universal. Esto significa que ni es posible decir: existe una historia universal, ni –como es la moda general hoy en día–: no existe la historia universal, sino que se formulará –y esto ya está en realidad en lo que acabo de decirles– de esta manera: existe exactamente una historia universal solo en la medida en que el principio de particularidad o, como preferiría denominarlo ahora, el principio de antagonismo se continúa y perpetúa a sí mismo. Damas y caballeros, sin embargo (justamente al comienzo de la lección me creo en especial en la obligación de proporcionarles esto), no quisiera presentar ante ustedes tales declaraciones altisonantes sin establecer, al mismo tiempo, la conexión con ciertos materiales a partir de los cuales podría esclarecerles, sin que con ello me mueva en la esfera de eso que suele circular bajo el concepto de ejemplo y frente a lo cual tengo las más duras reservas por motivos filosóficos.27 Para ello recurro nuevamente a Spengler, quien se opone con la mayor aspereza a la construcción histórico-universal y aun a la construcción de una tal racionalidad progresiva y que, frente a ella, ha planteado, atravesando todos los obstáculos posibles, la teoría de las figuras, cerradas en cada caso sobre sí mismas, de las culturas individuales y –de acuerdo con su teoría, tan desconcertante en muchos detalles– incluso contemporáneas; es decir: sucesivas y al mismo tiempo contemporáneas. No sé si llegaremos a abordar cómo habría que explicar esa contemporaneidad; creo que esta contemporaneidad es también explicable sin que se recurra para ello a la hipótesis morfológica de Spengler. Como quiera que sea, en todo caso Spengler defiende, entre otras cosas, la teoría28 de que la técnica occidental –de acuerdo con su perspectiva: fáustica– es ajena al alma rusa y es absolutamente inconmensurable para el alma del este asiático, y de que no cabría en absoluto representarse algo así como una apercepción, como una apropiación de la técnica, por ejemplo, por parte de los japoneses. Ahora bien, se ha puesto en evidencia en nuestra época, y en esto se ha confirmado realmente el pronóstico de Max Weber, que, sobre la base de su propia objetividad, de su propia legalidad inmanente, la técnica ha rebasado despóticamente los límites de las “almas nacionales”, en el caso de que exista algo así. Todos ustedes sabrán que recientemente los japoneses, en la última guerra, estuvieron a un pelo de aniquilar a la armada estadounidense mediante la técnica altamente desarrollada de su fuerza aérea; y todos sabrán también que hoy los rusos se han convertido en los más duros competidores de los estadounidenses en las ramas más modernas de la técnica. Podrán reconocer en estas cosas, de todos modos, algo así como la convergencia en una especie de universalidad de la racionalidad técnica hacia la cual también podrán dirigirse aquellos pueblos que hasta ahora han sido excluidos de aquello que hoy se llama en Alemania “el torbellino de la historia universal”. Creo que basta con que uno viaje un poco por otros países y perciba allí la uniformidad de los aeropuertos, frente a la cual, luego, las diferencias entre ciudades muy distantes entre sí adquieren un carácter casi anacrónico, propio casi de un baile de disfraces, a fin de cerciorarse justamente de este momento de la historia universal en el curso de la historia de la técnica. En esa medida, en todo caso de acuerdo con el τέλος, el concepto de historia universal, criticado una y otra vez, posee un momento de verdad. Y probablemente haya que remontar este momento de verdad a fases en las que aún no existía una corriente universal semejante, tal como está localizado, al menos objetivamente, en la necesidad de reproducción de la vida y en las formas sociales allí establecidas, como también en las formas de las fuerzas productivas.

      Ahora llego a la pregunta que he postergado y que habría que plantear realmente aquí: la pregunta por si, de hecho –y creo que es importante

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