Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno
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En el concepto de la supremacía de la razón, en el concepto, pues, de que la razón es algo que tiene que domar, reprimir, regular, dominar algo no racional, en lugar de incorporarlo como algo reconciliado; en este concepto de la razón como dominio, que reside incluso en el concepto de la propia razón de acuerdo con su origen, está ya postulado, en cierta medida, el antagonismo. Y por ello uno no puede sorprenderse si el antagonismo se reproduce a través de la razón; si, pues, la razón, por su parte, se convierte en no razón. Y cuanto más poderoso sea el espíritu del mundo, y nunca ha sido más poderoso que hoy, en que todos nosotros nos hemos degradado tendencialmente a meros agentes de él; cuanto más poderoso es el espíritu del mundo, tanto más pertinente es, pues, el escepticismo sobre si el espíritu del mundo es el espíritu del mundo y no, al final, su propia antítesis. Con esto hemos llegado a la idea de que la primacía de lo total en la historia no es justamente la idea. Es posible formularlo así, o hay que decir –lo he anticipado con claridad– que el espíritu del mundo es lo universal que se realiza; que él, sin embargo, no es el espíritu del mundo, que no es espíritu, sino que es en gran medida lo negativo que Hegel le ha quitado al espíritu del mundo para arrojarlo sobre las espaldas de las víctimas, de la –en su opinión– “existencia perezosa”, de la mera individualidad.67 De esa mala reputación del concepto de espíritu, justamente en el punto en el que él se infla hasta convertirse en totalidad como concepto de espíritu, en el que él reclama la totalidad, hay, en las grandes filosofías de la historia, un indicio que considero tan fuerte que les recomiendo enérgicamente que le presten atención. Este indicio es lo que querría denominar la hostilidad hacia el espíritu por parte del espíritu triunfante. Esta filosofía de la historia, aun cuando reivindica todo lo existente en cuanto espíritu, muy lejos, en verdad, de estimular, impulsar, animar al propio espíritu a seguir realizándose, encontrándose en el mundo, en la filosofía del espíritu absoluto –y sin duda ya en Kant, en quien es postulada por primera vez esta idea, pero aún no transferida a la realidad– es posible observar casi una tendencia universal: la tendencia a desalentar, en realidad, aquello que es posible denominar espíritu en el sentido concreto, es decir, la capacidad de los sujetos individuales para la reflexión, para la comprensión, para la crítica. Tienen esa tendencia a desalentar a la conciencia individual ya en Kant, en numerosos pasajes; por ejemplo, donde él defiende la validez del imperativo categórico frente a la reflexión crítica individual.68 Tienen luego esa tendencia, en todas las invectivas de Hegel contra aquel que pretende cambiar el mundo, contra el razonador; la encuentran en todas las cosas en que, en verdad, a priori pone freno a toda crítica, es decir, a toda expresión concreta de aquello que puede en general ser representado con el término de espíritu, en nombre de un concepto supuestamente más elevado de espíritu; sin que él caiga en la cuenta de que este concepto supuestamente más elevado de espíritu tiene que legitimarse ante el espíritu vivo y real de los seres humanos. Y, más allá de esto, encuentran ya en Hegel aquel abominable rencor académico contra lo ingenioso –así pues, en contra de personas que saben escribir– que luego, en la época de decadencia de las universidades alemanas, se convirtió en signatura del espíritu de la así llamada ciencia, de las así llamadas ciencias del espíritu. Cuando escuchamos lo que escribió Hegel sobre determinadas figuras de la Ilustración que, para él, tenían demasiado espíritu, como, por ejemplo, Diderot,69 nos sentimos conmovidos del modo más abominable. Y me refiero, pues, a que una filosofía que consagra al espíritu como absoluto, pero que se pone nerviosa en el instante en que cae en sus brazos un hombre ingenioso, se torna, justamente por ello, sumamente sospechosa. Y si un hegeliano bien instruido (no me considero tan mal instruido en estas cuestiones) me objetara: sí, el espíritu al que se refiere Hegel y el espíritu que realmente tenía Diderot son cosas bastante diferentes; sí, a esa persona bien instruida le respondería: no son cosas tan diferentes. Es decir: si no existe una mediación entre este espíritu crítico, vivo del individuo que penetra la realidad, y el espíritu absoluto que supuestamente se realiza; si, pues, está simplemente cortado el momento que une al espíritu como fantasía, como facultad de construcción, como facultad de comprensión y el espíritu del mundo que se realiza de manera objetiva, entonces el espíritu se torna, de hecho, sospechoso de ser ideología de su propia ausencia; es comparable, por ejemplo, a aquella tendencia burguesa (o en general vinculada con la sociedad de clases), por un lado, a divinizar a la mujer en el concepto y en la idea –es decir, desde aquel eterno femenino que nos atrae hacia lo alto70 hasta las mujeres que, en Schiller, “trenzan y tejen”71 en nombre de Dios–, pero luego, por otro lado, a tratar a la mujer degradándola a la minoría de edad; con lo cual quizás aquella comparación entre el papel del espíritu y el papel de la mujer no es siquiera tan totalmente casual y formal como pueda sonar en un primer momento.
Pero la glorificación del espíritu –y trato de ser justo: la transfiguración del espíritu sobre la cual les he dicho bastantes cosas comprometedoras–, esta transfiguración del todo solo fue, sin embargo, posible porque la humanidad, de hecho, solo en la totalidad y a través de la totalidad