Historias tardías. Stephen Dixon

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Historias tardías - Stephen  Dixon

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de vino blanco para él, otra vuelta para nosotros y algo de comer para todos.

      –Prueben esto –dijo–. Está delicioso.

      –¿Qué es? –dije–. No lo reconozco. Solo pregunto porque si es camarón o cualquier cosa de la familia del camarón, langostinos por ejemplo, tengo alergia a todo eso.

      –Son camarones –dijo–. Seguro que no los reconoce porque los han pelado. A mí también me engañaron la primera vez. Pediré otra cosa para usted.

      –Realmente no tengo hambre.

      –Insisto. Usted es joven; tiene que comer.

      Pidió otra cosa. Pero le habló tan rápido al mozo que otra vez no pude descubrir qué era.

      –No lleva nada de carne –me dijo–, así que no corre peligro. Ahora hablemos de su trabajo mientras tomamos otra copa. Al menos yo la tomaré; se pueden quedar todo el tiempo que quieran y beber lo que gusten, yo invito. El mozo lo pondrá en mi cuenta.

      Siguió hablando y hablando sobre mi trabajo. Lo que le gustaba, lo que no le parecía particularmente trabajado, pero que podría arreglarse sin dificultad porque era demasiado bueno como para abandonarlo; lo que le parecía original. Era obvio que había leído mis dos libros, o buena parte de cada uno de ellos.

      –¿Puedo decirle lo que pienso de su ficción, ahora? –le dije–. En particular de la prosa breve. Todo lo que tengo para decir es bueno, créame. Y no lo digo por los comentarios amables que ha hecho sobre mis cosas.

      –Cosas. Oh, adoro eso. No, amigo mío, me tengo que ir, y por favor no lo guarde para otra vez. Quiero decir, podríamos volver a encontrarnos, he disfrutado de nuestra breve charla, pero me pone muy incómodo cuando alguien tan siquiera alude a mi trabajo delante de mí, sin importar cuánto lo elogie. No, me corrijo. Cuanto más lo elogie, peor me siento. De modo que.

      Terminó su copa, estrechó nuestras manos, me palmeó el hombro y salió por la puerta que daba a la calle.

      –Vive aquí arriba, como ya sabes –dijo mi amigo–, y habría podido pasar al lobby de su edificio por esa puerta de ahí. Pero le gusta salir del bar y entrar a su edificio desde la calle, no me preguntes por qué.

      –Tal vez haya ido a dar un paseo o tuviera algo que hacer.

      –También podría ser eso, aunque sé que no lo tenía planeado. Por teléfono me dijo que cuando nos dejara iría a hacer media hora de siesta, cosa que hace todos los días precisamente a esta hora.

      No le hicimos caso a Cochran con su oferta de poner todo a su cuenta. Terminamos nuestras copas, salimos y yo volví a mi hotel, e inmediatamente me senté ante mi pequeña mesa de trabajo y empecé a escribir sobre mi encuentro con él. Pero aquel escrito hablaba tanto de mí… de lo que el gran escritor pensaba sobre la obra del escritor mucho más joven y de lo bien que eso había hecho sentir a este último –embelesado, extático– que me pareció un texto muy idiota y auto-celebratorio y lo rompí. Tal vez algún día escriba sobre eso, pensé, aunque tantos otros escritores, jóvenes y viejos, han escrito sobre su primer y por lo general único encuentro con él, que dudo que yo tuviera algo nuevo para decir. Como sea, lo conocí. Me cayó bien. Era como yo sentía que un escritor muy exitoso pero serio debía ser. Cálido, agradable, cortés, modesto, afable, y había sido generoso de su parte querer hablar únicamente de mi trabajo. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que lo hacía para no tener que hablar de su propia obra. A mí tampoco me gusta hablar de la mía, o a partir de aquel encuentro no me gustó.

      Un año más tarde, Cochran se internó en un pequeño hogar para ancianos en la ciudad. Les dijo a sus amigos que, después de sesenta años de escribir sin tregua, había terminado con eso para siempre. Se negaba a recibir ninguna visita en ese hogar a excepción de su sobrina, su abogado y aquel que era su editor desde hacía muchos años, y lo que se rumoraba es que no creía que fuera a salir de allí jamás, o que fuese siquiera a desear hacerlo.

      Unos pocos meses después de aquello recibí una carta de su abogado donde me decía que Cochran me había cedido su estudio de escritor, un único ambiente en un edificio a pocos pasos de mi departamento, y que los gastos de mantenimiento estaban pagos durante los siguientes cinco años. Las únicas cosas de las que debería ocuparme eran el gas y la electricidad. “Lo único que el señor Cochran le pide”, decía la carta, “es que no trate de agradecérselo ni por carta ni por teléfono ni visitándolo en su hogar para ancianos”.

      Llamé a mi amigo, que ya sabía que yo había recibido el estudio, y le dije:

      –¿Por qué me lo daría a mí? Tú sabes mejor que nadie que no tengo ninguna conexión con él excepto esa media hora de charla.

      –Ni idea –dijo–. Lo vi un par de veces desde aquel día y nunca te mencionó, ni siquiera un “¿Cómo está tu amigo?”. No sé si lo sabes, figura en la reciente biografía suya que hizo J.-T. Christophe, pero era el único lugar donde escribía, aparte de su casa de campo, que donó al pueblo donde está ubicada para que sea usada como biblioteca pública, junto con el dinero suficiente para las reformas. En cuanto al estudio, nadie, en más de cuarenta años, ha entrado allí… además del propio Cochran, la señora de la limpieza que iba semana por medio a ordenar, y algún ocasional plomero o electricista en caso de que algo funcionara mal. Ni siquiera su mujer tenía permitido entrar. Tal vez tu trabajo le guste incluso más de lo que dijo aquel día, y entonces haya pensado que cederte el estudio que él ya no va a volver a usar, con todo pago además, te incentivaría a seguir escribiendo. Su mujer murió hace un par de años, como probablemente sepas. No por mano propia, como tu mujer, y ni cerca de ser tan joven como ella, aunque igual de enferma. Así que eso tal vez tenga algo que ver también.

      –Preferiría no hablar de eso –dije–. A propósito, ¿escribiste sobre él alguna vez? Nunca vi nada ni tú lo mencionaste.

      –No, jamás, y no solamente porque él no habría querido que lo hiciera. Se burlaba de los escritores que escribían memorias, especialmente de aquellos que lo incluían en las suyas, o que publicaban sus encuentros personales con él. No leía nunca esos textos, y se distanciaba de cualquiera que escribiese sobre él. ¿Tú?

      –¿Con ese único encuentro? No. Me lo guardé todo en mi cabeza. Pero déjame que te pregunte. ¿De qué hablaste con él esas últimas veces?

      –De diversas cosas. Deportes, artes visuales, poesía italiana moderna. Homero, Rabelais, Heine, Musil. La calle en la que vive. Lo que ha visto desde sus ventanas. Las palomas a las que alimentó en el alféizar. El buen escocés. De que en su próxima vida iba a convertirse en un serio avistador de aves, e incluso tal vez en guardabosques, o en encargado de una torre de vigilancia de incendios forestales. Del perro que tenía cuando era niño. Y cuando había bebido bastante, mucho sobre su hermana, quien también murió joven y a quien obviamente adoraba. ¿Dijo el abogado cómo podrías entrar en el estudio?

      –La portera del edificio.

      Fue la portera quien me dio las llaves. Era un edificio de aspecto corriente, sin ascensor. El estudio estaba en el tercer piso y yo mismo abrí la puerta. Era una habitación pequeña, de unos cuatro por cinco metros, con una piecita de algo menos de la mitad de esa medida, que tenía un inodoro pero sin una puerta de separación. El único mueble era un pupitre de escuela que estaba a la izquierda de la única ventana, una lámpara de pared frente al pupitre, una silla de cocina y una biblioteca hecha con ladrillos y tres tablas de madera que contenía unos quince libros. Uno era de mi amigo, el primero de los suyos, probablemente dedicado. Otro era una traducción al español de uno de los de Cochran. Los

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