Historias tardías. Stephen Dixon

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Historias tardías - Stephen Dixon страница 12

Автор:
Серия:
Издательство:
Historias tardías - Stephen  Dixon

Скачать книгу

una máquina de escribir sobre el pupitre, sin funda. Encendí la lámpara de pared y me senté ante el pupitre. La silla era incómoda. Tendría que llevar un almohadón, pensé. La lámpara no daba mucha luz. Necesitaría una bombilla de mayor potencia y tal vez incluso una nueva lámpara de piso. La máquina de escribir era vieja, de las portátiles, el mismo modelo hecho en Italia que mi madre me regaló cuando me recibí en la universidad, y en la que escribí durante cinco años hasta que aparentemente mis dedos se pusieron demasiado gordos para las teclas y compré el modelo estándar hecho en suiza que utilizo hoy.

      Había una media resma de papel en el compartimiento debajo de la tapa del pupitre, el lugar donde un escolar pondría sus libros y su carpeta de hojas sueltas. Saqué algo de papel, lo puse encima del pupitre, que ahora dejaba poco lugar para cualquier otra cosa, puse dos hojas en el rodillo y escribí: “Es momento de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda o algo así”. El teclado de la máquina de escribir no funcionaba bien. Necesitaba una limpieza, tal vez una puesta a punto completa. La letra era inglesa. De todos modos, no estaba con ganas de escribir.

      Fui a la pieza. Al lado del inodoro, que más arriba tenía una de esas cisternas de agua con una cadena, había una mesada con un lavabo diminuto. También había algo con el aspecto de una mesita de noche, con un anafe de una sola hornalla, una cacerola y una tetera eléctrica encima, y un armario con unos seis repasadores apilados, limpios, algunos artículos de limpieza, un rollo de papel higiénico extra, dos tazas, dos platitos, dos cucharitas de té, un cuchillo de untar y un tenedor, un frasco de café instantáneo, una caja de saquitos de té, un sachet de mayonesa abierto, tres latas de atún y una de ensalada de frutas.

      Era una habitación lúgubre para escribir, pensé; deprimente. Los muebles raídos, el linóleo viejo en el piso, las paredes manchadas que habrían necesitado una mano urgente de pintura, y la vista, a través de aquella única ventana, de un horrible edificio mucho más alto del otro lado de un patio de apenas seis metros de ancho. Me daba igual si Cochran había escrito en ese lugar durante tantos años, yo no quería escribir aquí. Pero dale tiempo, pensé; tal vez me acostumbre al lugar. Pero incluso si le hiciera algunos arreglos, ¿por qué querría escribir aquí? Ahora tengo un lindo departamento, con una habitación separada más grande que todo este estudio, solo para escribir. Y esas dos habitaciones y la kitchenette y el baño tienen vista a un lindo parquecito, y con ventanas grandes y dobles, salvo por la del baño, que es de las que empujas hacia fuera en lugar de hacia arriba o abajo, como la que hay en este.

      Bajé.

      –No estaré usando estas llaves –le dije a la portera–. No voy a seguir viniendo. Fue muy amable de parte del señor Cochran –todo esto lo dije en francés– dejarme su estudio, y con los gastos de mantenimiento cubiertos por cinco años. Pero no es un lugar muy bueno para que yo escriba. Sin duda fue bueno para el señor Cochran, pero lo que digo es que no lo es para mí. Estoy muy consciente también del gran honor que el señor Cochran me hizo al dejarme permanentemente esta habitación para escribir, algo muy generoso de su parte. Si ve al señor Cochran, por favor dígale lo que acabo de decirle. Y por favor, transmítale mis mejores deseos y mi más profundo agradecimiento.

      –Se sentirá desilusionado y triste porque a usted no le gustó su habitación –dijo la portera–. Era muy especial para él. Venía casi todos los días y se quedaba muchas horas, y allí escribió obra maestra tras obra maestra. Uno siempre puede oír su máquina de escribir haciendo click, click, click.

      –Por favor no le diga que no me gustó su habitación. No ha sido eso. Es un buen lugar para escribir. Pocas distracciones y muy tranquilo, lo cual es perfecto para un escritor. Tal vez decida darse de alta él mismo del hogar de ancianos donde está, y regrese a su habitación allá arriba a escribir.

      –No creo que vaya a regresar con nosotros. Tampoco creo que yo tenga oportunidad de decirle nada de lo que usted ha dicho.

      –¿Tan enfermo está?

      –Es lo que he oído decir. ¿Ahora qué voy a hacer con la habitación? Es de usted. Vi los papeles legales. Podría venderla, si usted quisiera, y hacerse de un buen dinero. De pronto este vecindario se está volviendo muy codiciado. El precio de un departamento, apenas un estudio de un solo cuarto como el suyo, aumenta todos los días. Y el señor Cochran tiene una reputación tan enorme.

      –Realmente no creo que me pertenezca como para venderlo –dije–. Me lo dio para que escribiera, no para que lo convirtiera en dinero. Así que haga lo que quiera con él. Déselo a otro escritor. O guárdelo para el señor Cochran en caso de que su salud mejore y decida regresar, que es lo que yo le deseo.

      –No conozco a otros escritores –dijo la portera.

      –Esta ciudad está llena de ellos, de muchos países. O el abogado que manejó los papeles legales… él sabrá qué hacer. O la sobrina del señor Cochran. Probablemente lo reciba ella. Pero yo no quiero tener nada que ver. Pienso que es la posición más honorable que puedo asumir.

      Salí del edificio, llamé a mi amigo para ver si estaba interesado en el estudio, pero su compañero de departamento dijo que repentinamente había tenido que volar a Cape Town, su ciudad, y no volvería hasta dentro de un mes. Así que tal vez debería venderlo, pensé. Pero eso estaría mal, y yo no quería tomarme las molestias del caso, y estaba satisfecho con lo que ya tenía. Al abogado y la portera y la sobrina de Cochran ya se les ocurriría qué hacer con el estudio. No era asunto mío y acaso todo fuese un error. Cochran solo me vio una vez durante apenas media hora. No tenía ningún sentido. ¿Quién sabe?, pensé. Pudo estar borracho cuando estableció la cesión de aquel lugar a nombre mío, o bien me confundió con otra persona.

      Iba a parar en algún sitio a tomar un café. Pero tuve una idea para un cuento y volví a mi departamento a escribirlo. El cuento no tenía nada que ver con el estudio y no era sobre mi media hora con Cochran. Trataba más que nada sobre cómo había conocido a mi esposa diez años antes. Fue en el hall de un cine de arte en Nueva York. El día de Año Nuevo, la primera función de la tarde. Probablemente signifique que es soltera, pensé, y sin ataduras. Los dos hacíamos la fila para entrar. Ella estaba delante de mí, leyendo un libro en francés. Tenía una linda cara y un aire inteligente y me gustó que estuviese leyendo un libro grueso en francés mientras esperaba para ver lo que yo suponía una película compleja y rebuscada. Pensé en algo para iniciar una conversación y dije: “Excusez-moi, mademoiselle… de acuerdo, dejo de fingir. Mi francés es abominable. Así que otra vez disculpas, no quiero distraerla de su lectura, ¿pero cuál es el título en inglés de ese libro? Me resulta familiar”. Ella me dijo el título en inglés. “Seguro, ahora lo reconozco”, dije, “y usted es estadounidense. Un escritor interesante. Es escocés, pero vivió en Francia desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y es casi tan conocido por sus cuentos como por sus novelas. Y desde hace muchos años escribe solamente en francés y traduce toda su obra al inglés. Grande en Europa pero no tanto en Estados Unidos, ni siquiera en Escocia”. “Exacto”, dijo ella. “Podría usted pasar a ser el primero de la clase”. “Disculpe. Supongo que soné un poquito pedante, sobre todo considerando que apenas he leído cinco páginas de uno de sus libros”. “No, no”, dijo ella. “Sabe usted mucho más sobre él que la mayoría de la gente, lo cual es una vergüenza. Es un autor que merece tener un público mucho más amplio aquí”. “¿Puedo preguntar si lo está leyendo por razones académicas o por placer, o las dos cosas tal vez?”. “Las dos cosas”, dijo. “Así que está haciendo un doctorado en literatura francesa, y Maitland Cochran es uno de los escritores, o tal vez el principal, sobre quien prepara su tesis…”, y ella dijo: “No, es solo para un curso. Aunque podría terminar por hacer mi tesis sobre algún aspecto de su obra. Incluso su poesía. Hay más territorio virgen, en ese sentido. Y es tan buena como su ficción, y ni un solo poema suyo ha sido publicado aquí ni en ningún otro lugar que Francia. Todavía tengo tiempo para decidirlo”. “Por todo lo que oí

Скачать книгу