Historias tardías. Stephen Dixon

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Historias tardías - Stephen  Dixon

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se acuerda. Esther, una concertista de piano que por esa época era además la profesora de piano de su esposa, tocó el tercer “Liebesträume” completo, ese que él estaba tarareando, en el living del departamento de ellos en Nueva York, antes de que empezara la ceremonia nupcial. Para calentar las manos, o tal vez a fin de preparar a los invitados para la ceremonia. Después inició su interpretación de la “Marcha nupcial” de Mendelssohn, que fue la señal para que su esposa caminara lentamente desde el dormitorio con su dama de honor, y se parara al lado de él frente al rabino para la ceremonia. Él se largó a llorar inmediatamente después de que el rabino los declarara marido y mujer, el rabino y varios invitados le dijeron “Besa a la novia, besa a la novia”, y se secó las mejillas y los ojos con su pañuelo, y la besó y pensó que ese era el momento más feliz de su vida. Y lo fue y lo siguió siendo durante más o menos ocho meses, hasta que el momento más feliz de su vida ocurrió en la sala de partos de un hospital de Baltimore cuando su esposa dio a luz a su primera hija.

      Aquí es donde siempre me bloqueo. Sé adónde quiero llegar desde ese punto, pero parece que sencillamente no puedo llegar hasta ahí o avanzar siquiera un poco. Un par de veces pensé que tal vez debería tirar a la basura la primera persona y hacer todo en tercera, y que eso me ayudaría. Y enseguida siempre pienso no, no ayudará, así que no lo hagas. Apégate a la tercera; suena bien, y eso es en lo que debes confiar. Quiero que explique por qué el momento en que nació su primera hija se convirtió en el más feliz de su vida, y el momento en que fueron declarados marido y mujer descendió un peldaño hasta el puesto de segundo momento más feliz. Y después dar brevemente el tercer momento más feliz, y tal vez por qué lo fue. Y luego el cuarto, y así sucesivamente, hasta el noveno o décimo, y que toda la última parte lleve no más de tres o cuatro páginas, y eso sería todo, a menos que de aquí hasta entonces aparezca algo más que venga a convertirse en el final.

      Lo que yo tenía en mente era algo como esto: El nacimiento de su primera hija se convirtió en el momento más feliz de su vida por una cantidad de razones, y con “momento” quiere decir momentos, horas, incluso el día. Había querido un hijo durante unos quince años. Embarazó a tres mujeres en todo ese tiempo, pero ninguna de ellas quería casarse con él ni tener al bebé. Todas pensaban que él sería un buen padre pero que nunca ganaría suficiente dinero para mantener a una familia, y se hicieron abortos. Más importante era que en el hospital, su esposa estaba teniendo un problema en el parto. Hacía más de treinta horas que había entrado en trabajo de parto, y aquello se había vuelto extremadamente molesto, agotador y doloroso para ella. Lo más importante de todo: su obstetra –“Doctora Martha”, quería que la llamaran– dijo que la respiración de la bebé estaba en peligro después de un parto tan largo y debido a la posición en el canal de parto donde estaba frenada –su cabeza, o tal vez era su hombro, se había atorado allí–, y que iba a hacer un último intento de parto natural con los fórceps, pero que si eso no funcionaba, iba a tener que hacer una cesárea. Afortunadamente, era una experta con los fórceps y dio vuelta a la bebé dentro del canal de parto y logró sacarla. Así que después de tantas horas, fue el alivio de que la bebé hubiera salido viva y saludable y de que su mujer estuviera bien y hubiera logrado evitar la cirugía y de que él tuviese por fin una hija lo que hizo de aquel el momento más feliz de su vida, cosa que sigue siendo después de casi treinta años.

      Su tercer momento más feliz fue cuando nació su segunda hija. No está seguro de por qué no es su segundo momento más feliz, pero no lo es. Es solo un sentimiento que tiene. El nacimiento no implicaba ninguna ansiedad o alivio porque no había ninguna dificultad en el parto. Ella sintió algo en casa, tranquilamente le dijo “Me parece que ya empezó”, fueron con toda calma en el auto hasta el hospital, pensando que tenían muchísimo tiempo, y ella tuvo a la bebé en menos de dos horas en total, desde el momento en que sintió que empezaba hasta que aparecieron la cabeza y los hombros. “Ese es el parto más rápido que alguien puede llegar a tener”, dijo la doctora Martha, “a menos que no haya trabajo y que la bolsa ya esté rota sin que nadie se dé cuenta, y la madre dé a luz cuando está preparando la cena en casa o mientras es llevada al hospital”.

      Su cuarto momento más feliz ocurrió durante el primer día de su luna de miel de dos días en un hostal en Connecticut, cuando el test de embarazo que llevaron consigo dio positivo. Ella gritó y chilló y dijo: “Perdón, esto es tan impropio de mí, ¿y qué van a pensar los otros huéspedes? Pero ¿no estás igual de feliz?”. “Por supuesto, ¿qué te piensas?”, y se abrazaron y se besaron y bailaron por toda la habitación, y después bajaron al bar y compartieron una botellita de champán. “Mi último trago hasta que llegue nuestro corazoncito”, dijo ella, y él: “¿Por qué? Puedes tomar un poco durante un par de meses”. “¿Después de dos abortos naturales con mi primer marido? No. Voy a ser extra-ultra-cautelosa. En el futuro, puedes tomarte mi copa si alguien llega a servirme una”.

      Su quinto momento más feliz fue en enero de 1965, cuando The Atlantic Monthly aceptó un cuento suyo, veinte años y un mes antes de que naciera su segunda hija. Él tenía una beca de escritura en California, acababa de volver de pasar un mes con su familia en Nueva York. Lo esperaba un montón de correspondencia. Hasta entonces solo dos cuentos suyos habían sido publicados, o más bien uno publicado y otro aceptado, los dos en revistas pequeñas. Rechazo, rechazo, rechazo, pudo ver por el grosor de cada uno de los sobres de papel manila de 24 x 30 que él había enviado con los cuentos. Abrió el sobre tamaño carta de The Atlantic Monthly, asumiendo que no se habían molestado en devolverle el cuento junto con su nota de rechazo en el sobre de franqueo pagado como habían hecho los otros. Adentro había una carta de aceptación de un editor, con una disculpa por haber retenido tanto tiempo el cuento. Gritó “Oh Dios mío; no puedo creerlo. Aceptaron mi cuento”, y golpeó la puerta del estudiante de ciencias políticas que vivía en la habitación vecina a la suya. “Perdona; ¿te desperté? Pero tengo que decirte esto. The Atlantic Monthly ha aceptado un cuento mío, me van a dar seiscientos dólares por él. Tenemos que salir a celebrarlo, yo invito”.

      El sexto momento más feliz fue nueve años después. Estaba subiendo las escaleras de su departamento en Nueva York con una mujer a la que había conocido recientemente. Para entonces –quince años después de que empezara a escribir– había publicado nueve cuentos, escrito unos ciento cincuenta, pero ningún libro todavía. “Otro rechazo de Harper’s”, comentó. Ella estaba frente a él y dijo: “Yo no soy escritora, pero supongo que es lo esperable en estos casos”. “Veamos lo que tienen para decir. Siempre sirve para reírse un poco”. Abrió el mismo sobre en el que había enviado su cuento. “¿Qué es esto?”, dijo. Sacó las galeras del cuento, una carta del editor a quien lo había dirigido y un cheque por mil dólares. El editor había escrito: “Soy consciente de que debe resultarle inusual recibir las galeras de su cuento junto con la carta de aceptación. Pero queremos imprimirlo lo antes posible, y hay espacio para él en el número siguiente al que está por salir. Tratamos de llamarlo, pero o no figura en guía o es uno de los pocos escritores de Nueva York que no tienen teléfono”. Eso era verdad. No tenía. Demasiado caro. Y el repentino sonido del teléfono en el pequeño departamento donde tenía su estudio, cuando estaba metido en su escritura, siempre lo sobresaltaba, así que había hecho retirar el teléfono. “Esto es una locura”, dijo. “Harper’s lo aceptó, en lugar de rechazarlo. Y a cambio de más dinero del que nunca he ganado con la escritura”, se puso a agitar el cheque en el aire. Estaban en el descanso del último piso y ella dijo: “Déjeme estrecharle la mano, señor”, y le pellizcó la nariz.

      ¿El séptimo momento más feliz? Probablemente en 1961, cuando una mujer, que lo había plantado dos años atrás y con la que luego, tres meses más tarde, habían empezado a verse otra vez, dijo que había llegado a una decisión con respecto a su propuesta de matrimonio. Estaban en el lavadero del edificio donde los padres de él tenían su departamento. Habían bajado para recuperar la ropa limpia de uno de los lavarropas y meterla en el secarropas. “¿Entonces?”, dijo él, y ella: “De acuerdo, me casaré contigo”. “¿Lo harás?”. “Bueno, siempre y cuando sigas queriendo pasar por eso”. “¿Que

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