Historias tardías. Stephen Dixon
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Él era el próximo para la siguiente entrada. Quería impresionarla con un batazo firme y una carrera rápida a la base, o si era posible, incluso un jonrón para empatar el marcador. Alguna de esas dos cosas, sin duda, en su primer turno en el plato, antes de que ella y sus amigas se aburrieran del juego, como acaba siempre por ocurrir con las chicas, y que se fueran, si es que lo tenían permitido, porque si todas eran I.E.P., entonces podría ser que tuvieran que quedarse ahí para estar cerca de sus acampantes. Él sabía que no hay que batear al primer lanzamiento, especialmente si uno está en su primer turno de bateo, pero estaba ansioso y esa bola, que venía lenta y pesada, parecía demasiado buena para dejarla pasar, así que bateó y la mandó más lejos de lo que jamás había enviado una pelota de sóftbol, pero cayó en zona de foul como por cinco metros.
–Enderézala la próxima vez –gritaron un par de sus compañeros de equipo–. Tú puedes.
También intentó batear la siguiente –una mala, demasiado baja– y erró. Tómalo con calma, se dijo. Estás demasiado ansioso. Lo último que quieres es quedar afuera por strikes delante de ella. Aunque lo hubiese visto enviar tan lejos el primer batazo, cayó en zona de foul, así que no significaba nada.
Salió de la caja del bateador para calmarse. El pitcher estaba por lanzar la bola y se detuvo. Y era una caja de bateador de verdad, trazada con tiza, igual que el círculo del bateador en espera y las líneas de carrera hasta el final del campo exterior. Además, quería darle tiempo a ella para que lo viera pensativo y determinado.
–Vamos, muchacho –dijo el árbitro–. Ve a tu posición. Estás desperdiciando tiempo.
Podría ser embarazoso, pensó, pero no iba a decir nada. Le hizo la venia al árbitro, después pensó: qué gesto estúpido, hacer la venia, y volvió a la caja. Definitivamente, deja pasar el primer lanzamiento si parece una bola. Confía en tus ojos. Espera otra buena. El siguiente lanzamiento –habría sido un strike si el árbitro la hubiese cantado correctamente–, lo bateó al ras del suelo de vuelta al pitcher, que lo puso out.
La chica seguía allí. Alentó una vez cuando su equipo logró otra carrera. O fingió alentar, en realidad. Eso es lo que le parecía a él. Después, ella y las otras chicas se pusieron a alentar juntas:
–Uno, dos, tres, cuatro, ¿a quién idolatro? Na-ho-je, Na-ho-je –que era el nombre de su campamento–. ¡Síííí!
El marcador seguía dos a cero en el cuarto capítulo, cuando dos de los jugadores de su equipo lograron llegar a primera con sendas caminatas, y ahora le tocaba batear a él.
–Lánzala fuera del parque –le gritaban sus compañeros de equipo–. Si alguien puede hacerlo, ese eres tú.
–No te pongas ansioso –le había dicho el supervisor de los mozos–. Espera a ver quién aguanta más. Quizá podamos anotar caminando. O con un simple batazo. Todo lo que necesitamos es una anotación que nos mantenga en la pelea.
–Entendido –dijo él.
Bateó el primer lanzamiento, uno muy rápido que atravesó rectamente el plato, y envió la bola por sobre la cabeza del defensor izquierdo. Corrió hasta la tercera y terminó con un triple. Sentía que habría podido seguir y convertir el batazo en jonrón, pero el director del campamento, que estaba como asistente de tercera, lo detuvo.
–¿Por qué me frenó? –dijo él–. Pude haberlo logrado. Ahora estaríamos adelante.
–No te hagas tanto el héroe –dijo el director del campamento–. Es mejor jugar a lo seguro. Además, no quería que te resbalaras en la base y te hicieras daño. Hubiera tenido que enviarte a la enfermería. ¿Y quién serviría tus mesas, entonces?
Miró a la chica. Ella lo estaba mirando. Aplaudió dos veces en dirección a él. Aplausos apagados. Como lo haría una foca. Pero sin sonreír. Se sacó la gorra de béisbol y la agitó en dirección a ella. Buena jugada, pensó. Circunspecto. Esto tenía que gustarle. Pero ella apartó la mirada enseguida. En cualquier caso, había reparado en él. Tenía que conocerla. ¿Qué le diría, si llegaba a hablarle? Pero sobre todo, ¿cómo lo haría? Tal como dijo, sencillamente se le acercaría y diría: “Hola, me llamo Phil. Philip para los amigos”. No. Nada de chistes idiotas. Ni siquiera lo intentes. “Te vi en las tribunas. Me pareciste interesante. ¿Eres de Pennsylvania?”. Tendría que ser después del juego, y tal como lo había pensado, pronto. Y ojalá ganaran. O si no ganaban, algo del estilo de “Tu equipo jugó muy bien. Los felicito. ¿Estás como I.E.P. en este campamento?”. ¿Y después? Bueno, dependería de lo que respondiera ella. Y que no le quedaba mucho tiempo para hablar. “Uno de los directores de nuestro campamento, el tío Abe, estará apurado por llevarnos de vuelta. Pero me gustaría escribirte, si no te molesta. ¿Puedo preguntarte tu nombre” –si es que ella no se lo hubiese dicho ya, cuando él le hubiese dicho el suyo– “y cuál es tu número de cabaña, o tu dirección aquí, para poder escribirte?” Si ella le preguntaba por qué quería escribirle, él le diría: “Porque de solo mirarte me dije que eras interesante”. Eso tendría que funcionar. Y si se escribían una o dos veces, tal vez mientras todavía estaban en sus campamentos, ¿qué pasaría cuando eso ya hubiese terminado para los dos, a fines de agosto? Tal vez, un día, tomar un tren o un ómnibus a Filadelfia, si es ahí donde vive, y pasar la jornada con ella. ¿Sus padres lo permitirían? ¿Por qué no? Sería una tarde de fin de semana, y los dos tienen dieciséis, o ella casi los tiene, al parecer. Y con sus propios padres no habría problema. Ellos le dan mucha libertad. Y no le faltaría dinero –siempre hace algún trabajito después del colegio– para pagar él mismo los gastos. Y más tarde ir a verla por segunda vez. Tomarla de la mano. Visitar un museo. Besarla. Conversar. ¿Qué le gusta leer? O acaso de eso ya hubiesen hablado. Así que ¿qué le gusta hacer en la ciudad? ¿Qué está estudiando en el colegio? Las cosas que le interesan, aparte del colegio. ¿A qué universidad quiere ir? Montones de cosas. Y si vive fuera de Filadelfia, de todos modos debe haber una manera de llegar hasta allí.
El siguiente bateador quedó out. El marcador se mantuvo empatado durante un par de entradas, hasta que el equipo de Na-ho-je logró hacer otras cuatro anotaciones, casi todas por caminatas. Puesto que era sóftbol, era un juego a siete entradas. Le tocó entrar por tercera vez y alzó la vista hacia ella. No lo miraba; ni lo había mirado mientras estaba en el campo, o sentado en el banco –al menos cuando él la miró–, desde aquella única vez que lo había aplaudido. Con dos strikes en su contra, conectó un batazo que voló al defensor central, a pesar de que los guardabosques esta vez le jugaban muy profundo. El defensor central era rápido y tenía buen brazo y lanzó la pelota a la tercera, a tiempo para impedirle anotar otro triple. Estaba a medio camino de la tercera base y se sentía con suerte para regresar a segunda antes de que lo alcanzaran y lo dejaran out. Era por lejos su batazo más largo del día, y miró hacia las tribunas para ver si ella lo miraba, pero no estaba ahí. ¿Adónde diablos se