Historias tardías. Stephen Dixon

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Historias tardías - Stephen  Dixon

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más felices de su vida. Estaba demasiado triste en esa época. Acababa de verla en Cuidados Intensivos… de hecho, se acuerda de ese momento mientras la miraba en su cama… luchando con el tubo de la respiración asistida que tenía metido dentro. “Sácame esta cosa… por favor, por favor”, parecía decir su mirada dolorida. No, él conocía bien su mirada: era eso lo que estaba diciendo. Pero si iba a hacer una lista de los momentos más tristes de su vida, probablemente fueran esos, más un par que ahora se le escapaban. Su esposa primero, su esposa segundo, luego el resto en el orden que ya dijo.

      Y para terminarlo, algo como esto: Se levanta del banco y camina el resto del camino hasta su casa. El gato lo está esperando junto a la puerta de la cocina. Quiere que lo deje entrar y lo alimente. Después querrá que lo deje salir, pero él no lo dejará. Ya se está poniendo oscuro. Saca de la heladera la lata de comida para gatos abierta, levanta del piso el plato vacío del gato, lo lava y sirve el resto de la comida que queda en la lata y lo vuelve a poner en el suelo. El gato comienza a comer. Está a punto de prepararse un trago –algo con ron esta noche, piensa; ha estado tomando vodka todas las noches desde hace una semana– cuando se da cuenta de que se olvidó el libro de Gorki encima del banco. Déjalo hasta mañana. No, ya no estará ahí, o si llueve, se va a mojar. Búscalo ahora.

      Regresa al banco. El libro no está. ¿Quién querría llevárselo? No había nadie por ahí cerca; ningún auto en el estacionamiento, así que nadie en la iglesia. Y realmente, nadie excepto un estudioso de la literatura rusa o tal vez un escritor serio de ficción podría interesarse en él. Tal vez alguien que vive por ahí cerca salió a dar un paseo y lo vio. Quiere ver el lado bueno de las cosas. Así que es posible que un transeúnte lo haya tomado, y que mañana vaya a llevarlo a la oficina de la iglesia y diga que él o ella lo encontró sobre uno de los bancos de afuera, y pensó que podría ser de alguien relacionado con la iglesia. Ah, simplemente olvídalo, piensa. Nunca va a seguir leyéndolo. Si su esposa estuviera viva, él iría a la iglesia al día siguiente –aunque más bien a media tarde; así le daría a la persona que podría haberlo tomado el tiempo para llevarlo a la iglesia–, y preguntaría si alguien había devuelto un libro sobre Máximo Gorki, el escritor ruso. Vuelve a casa, abre cuidadosamente la puerta de la cocina para que el gato no se escape, y saca un poco de hielo del congelador y lo pone en su vaso. Ron, con una rodaja de lima.

      LA CHICA

      Verano de 1952. Acababa de cumplir dieciséis años y durante los dos meses de aquel verano fue mozo en un campamento mixto. Él y los otros mozos –eran unos quince, todos varones– fueron a otro campamento a jugar un partido de sóftbol contra los mozos de allá. Él era el mejor bateador de su equipo. No era un chico tan robusto, pero por alguna razón –sus brazos potentes y algo relacionado con sus muñecas, quizá– era capaz de batear la pelota fuerte y lejos. Además, tenía buen ojo para saber cuándo batear. Rara vez quedaba afuera por strikes y a menudo lograba robar base caminando.

      Su campamento estaba en Flatbrookville, Nueva Jersey. Le parece que esa ciudad, ahora, se encuentra bajo el agua debido a un lago artificial que se creó cuando construyeron la represa, unos veinte años después de la época en que trabajó allí. Además, el campamento al que habían ido a jugar estaba sobre el río Delaware, cerca de Bushkill, Pennsylvania. Los llevaron hasta allá en un viejo camión militar de la Segunda Guerra Mundial, con la caja abierta y chata, lo suficientemente grande para acomodar a todos los mozos de la cantina con todos sus elementos deportivos. Uno de los directores del campamento y el responsable de los mozos se habían sentado adelante, con el conductor. El viaje les tomó cerca de una hora, que era el mismo tiempo que él había tardado en llegar hasta los terrenos públicos de Bushkill, la única vez que remó con otro mozo hasta allá en una canoa. Su primera vez en Pennsylvania, pensó entonces. No habían hecho gran cosa una vez que llegaron a los terrenos. Comieron la vianda que habían llevado y remaron de vuelta al campamento.

      Este otro campamento tenía un diamante de sóftbol mucho mejor cuidado y con bases de verdad, no esos pedazos de cartón o de linóleo que usaban en el suyo. Solo llevaban unos pocos minutos ahí cuando el director del campamento les dijo que hicieran prácticas de bateo, y pronto.

      –Quiero que empiece el juego para que puedan estar de vuelta en el campamento a tiempo para servir la cena.

      Todos hicieron fila para batear tres lanzamientos cada uno. El director del campamento les lanzaba bolas. Él bateó dos por sobre las cabezas de los defensores, que eran de su campamento y le jugaban muy abierto.

      –Así se batea, jonronero –gritó uno de ellos–. Muéstrales de dónde vienes.

      –Cuando te toque el turno de batear, haz eso mismo pero de verdad –dijo el director del campamento–. Esta noche quiero anunciar en el comedor que fuiste el orgullo de nuestro campamento y que contribuiste a ganar el partido.

      Había unas cien personas del otro campamento, contando niños y adultos, sentadas en las tribunas a lo largo de las líneas de primera y de tercera base. Una de ellas, por el lado de la tercera base, era una chica muy bonita. Tenía más o menos su misma edad, así que asumió que era una instructora en pasantía, o acaso en ese campamento tuvieran algunas mozas mujeres. Largo cabello rubio peinado hacia atrás, delgada, con una buena figura y una expresión serena y concentrada en un rostro luminoso. Tenía el mismo aire que algunas de las chicas inteligentes que conocía, pero era mucho más hermosa que cualquiera de ellas. Llevaba puestos unos shorts que le llegaban muy por encima de las rodillas y parecía tener unas piernas bonitas y fuertes. Cuando se reía con las otras chicas de su edad en cuya compañía estaba sentada, lo hacía modesta y discretamente, no de manera ruidosa y a las carcajadas como las demás. Y la cara no se le deformaba, como las de las otras, cuando se reía. Le gustaba su cara. De hecho, no había nada que no le gustara en ella. Parecía la chica perfecta para él. Le resultaba difícil apartar los ojos y deseaba poder conocerla. ¿Pero qué chance tenía? Él no era el tipo que simplemente va, se le acerca después del juego y se presenta y le dice que tiene poco tiempo para hablar, porque el director de su campamento quiere subirlos al camión y llevárselos lo antes posible, pero ¿querría ella decirle su nombre, aceptaría que le escribiera, tal vez? Antes de salir para este campamento, el director les había dicho que era kosher como el suyo, aunque no tan estrictamente religioso, y que casi todos los internos, así como el personal, venían de Pennsylvania. De los que venían de ahí, la mayoría eran de Filadelfia.

      –Me pareció que tenían que saber algo de aquellos con quienes van a jugar y a quienes van a dar una paliza hoy, y que si después del partido ellos les ofrecen un refrigerio, les está permitido comerlo.

      En cualquier caso: Pennsylvania. De modo que, ¿qué sentido podría tener conocerla? Pero quién sabe.

      Luego de su turno de práctica de bateo, miró hacia donde estaba ella para ver si también lo estaba mirando. Alguna de sus amigas le habría podido decir que la había mirado varias veces. Si ella lo miraba, y si le devolvía la sonrisa, eso le daría coraje, más tarde, para acercársele. Pero estaba muy concentrada, con una mano en la mejilla y una expresión seria, en lo que otra de las chicas decía.

      El árbitro, que era el padre de alguno de los del otro campamento, dijo:

      –Muy bien, equipo visitante; primer bateador.

      Su equipo iba abajo con los tres primeros bateadores. El pitcher era bueno; era difícil conectar sus tiros. Dejó a los dos primeros afuera por strikes y obligó al tercero a batear alto y corto para terminar en el guante de un defensor. Él estaba en el círculo de espera, cuarto para batear, exhibiendo sus bíceps mientras hacía swings con dos bates, aunque ella no parecía ser la clase de chicas que se impresionan con esas cosas.

      El otro equipo logró anotar una carrera. Tres sencillos seguidos.

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