Historias tardías. Stephen Dixon

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Historias tardías - Stephen  Dixon

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en la casa de veraneo de sus padres en Fire Island. Una casa vieja, grande, directamente sobre el océano. El padre era dramaturgo, la madre actriz, como su novia.

      ¿El octavo? Tal vez cuando lo llamó una editora para decirle que aceptaba su primer libro. Fue en el 76. Estaba feliz pero no en éxtasis. Venía tratando de que le publicara una colección de cuentos o una de sus novelas desde hacía unos cinco años. Pero se trataba de una editorial muy pequeña, ningún adelanto, habría una primera impresión de quinientos ejemplares y probablemente escasas chances de obtener alguna reseña o una cierta atención. Así que tal vez ese haya sido su noveno momento más feliz, y el octavo, cuando un editor importante aceptó su siguiente novela, y con un adelanto suficiente como para que pudiera vivir todo un año, si vivía frugalmente. Pero una vez más, no fue una gran felicidad cuando el editor lo llamó para darle la noticia, dado que la novela había sido aceptada en base a las primeras sesenta páginas, que es lo que él había enviado: el resto aún había que escribirlo.

      El décimo ocurrió también cuando vivía en Nueva York y no tenía teléfono. 1974. El mismo año en que lo aceptó Harper’s, pero unos meses después. Había bajado de su departamento para salir a correr por Central Park. El cartero, a quien conocía por su nombre –Jeff– estaba en el vestíbulo del edificio, echando correspondencia en los buzones de los inquilinos. Extrajo una carta de su buzón y se la dio. Era del National Endowment for the Arts. Ya lo habían rechazado dos años seguidos para una beca de escritura, así que esperaba volver a ser rechazado. Abrió el sobre. “Dios”, dijo. “Gané un subsidio NEA.” “¿Qué es eso?”, dijo Jeff. Él se lo explicó. “Pero dice que es por quinientos dólares”. “¿Y eso qué?, quinientos no son como para hacerles asco”, dijo Jeff. “Pero yo creí que todos los subsidios que daban eran por cinco mil”. “Ahí sí, cinco mil realmente son algo, para que te caigan así sobre el regazo. ¿Merezco algo por entregar la noticia?”. Poco después fue hasta la tienda de dulces de la esquina, consiguió mucho cambio y discó el número de la NEA desde una cabina que tenían allí. La mujer que le dijeron que sabría responderle, con la que finalmente consiguió hablar, dijo: “Eso es extraño. No tenemos ningún subsidio de quinientos dólares. Déjeme que me fije y lo llamaré”. “No tengo teléfono”, dijo él. “Entonces tendrá que quedarse en línea mientras verifico”. Volvió unos diez minutos más tarde y dijo: “¿Todavía está ahí? Tenía razón. A su carta de notificación le faltaba un cero”. “¿Entonces el subsidio es por cinco mil?”. “En una semana debería estar recibiendo un duplicado de la carta que recibió hoy, con la diferencia de que la cifra va a estar corregida”. “¿Cuándo puedo empezar a recibir el dinero?”, y ella dijo: “Después del duplicado recibirá otra carta con algunos formularios que deberá llenar”. “¿Puedo recibir el dinero todo junto, o lo distribuyen a lo largo del año?”, y ella dijo: “Todo estará explicado en las instrucciones que acompañan los formularios. Pero para responder a su pregunta, sí”. “¿Todo junto?”. “Si así lo quiere”. “¡Bien!”, dijo él, palmeando el estante metálico debajo del teléfono. “Vaya, voy a escribir como un poseso el próximo año”. “Eso es lo que nos gusta oír”, dijo ella.

      ¿El onceavo o doceavo momento más feliz de su vida? Ya no se acuerda en qué número dejó. Puede haber sido cuando vivía en un hotel barato en París y la propietaria lo llamó desde abajo para que respondiera una llamada “des États-Unis”, dijo. Bajó las escaleras corriendo. Algo terrible sobre alguno de sus padres, estaba seguro. Eso fue en abril de 1964. Estaba en París desde hacía tres meses, aprendiendo francés en la Alianza Francesa; su objetivo último era conseguir un trabajo de escritura en la ciudad para alguna compañía estadounidense o británica. Era su hermana menor. “Papá no está muy encantado que digamos con que yo haga esta llamada”, dijo. “Demasiado cara. Un telegrama sería más barato, dijo, si no lo hago muy largo. Pero yo le expliqué la urgencia de llamarte. Prepárate, mi afortunado y talentoso hermano. Tengo algo fantástico para decirte.” “Vamos”, dijo él, “¿qué es? Aquí a madame no le gusta que yo acapare el único teléfono”. “Recibiste una llamada telefónica de alguien de la Universidad de Stanford. Te concedieron una beca de escritura creativa por tres mil dólares, desde septiembre”. “Ay, Dios mío”, dijo él. “Me había olvidado por completo, lo que te da una pista sobre la fe que tenía en la posibilidad de conseguirla”. “Pero escucha. Esta mujer dijo que dado que les tomó tanto tiempo seleccionar a los cuatro becarios, quieren tu decisión enseguida. Si es un no, necesitan elegir de apuro a alguna otra persona. Le dije que estaba segura de que la aceptarías, pero que te llamaría y que luego volvería a llamarla con tu respuesta”. “No sé qué hacer”, dijo él. “Quiero decir, estoy agradecido, y debería estar saltando de alegría, pero realmente me está empezando a gustar aquí y estoy aprendiendo el idioma y haciendo amigos. ¿Crees que me dejarían postergar la beca un año?”. “Ya le pregunté por esa posibilidad”, dijo ella. “Me dijo que tienes que aceptarla ahora para este año o volver a postularte el año que viene con un dossier completamente diferente, aunque no necesitarías conseguir referencias nuevas. Esa es su política”. “Madame me está mirando fijo. Tengo que colgar. Supongo que la aceptaré, entonces. Tengo sentimientos mezclados, como puedes ver, pero es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Y California debería ser divertido”. “Monsieur?”, dijo la propietaria. “A veces”, dijo su hermana, “tienes que renunciar a algo bueno para conseguir algo mejor, o incluso parecido. Y yo podré tomar un avión a California para ir a verte, lo que me proporcionará unas lindas mini-vacaciones”.

      ¿Y su siguiente momento más feliz? Ahora no se le ocurre ninguno, ni cuándo fue igual de feliz o incluso más de lo que lo fue en alguna de las veces que ha mencionado. Tal vez remontándose muy atrás, cuando ganó el Gran Premio del Acampante en el campamento de verano al que fue con sus hermanas y su hermano Robert, en el verano de 1948. Así que sería el momento en que el instructor le dijo que había ganado. O cuando el director de su escuela primaria –esto fue en 1949, un par de meses antes de egresar– los llamó a él y a otros ocho alumnos a su oficina para decirles que todos ellos habían entrado en una de las escuelas secundarias de élite en Nueva York, y que uno de ellos había entrado en dos y tendría que elegir, y cuáles eran las escuelas. La suya era la Brooklyn Tech. Estaba feliz pero a la vez un poquito decepcionado, porque él quería ir a Stuyvesant, donde Robert estaba en segundo año, pero obviamente no había hecho un examen de ingreso tan brillante como para entrar. Curioso, porque él creía que el examen de Stuyvesant era pan comido comparado con el de la Brooklyn Tech.

      ¿Y alguna otra vez? Oh, ¿cómo se pudo olvidar? Estaban en un pueblo sobre una colina en el sur de Francia, mirando un dibujo de Giacometti en la pared de un pequeño museo, cuando se volvió hacia su esposa, medio año antes de que se convirtiera en su esposa, y le dijo: “Casémonos”. Ella dijo: “¿Estás bromeando?”, y él dijo: “No podría hablar más en serio. Aquí, o en Niza, que nos case un rabino si es que lo hay, o algún juez de paz”, y ella: “Si vuelvo a casarme tendría que ser en Nueva York, así mis padres y parientes y amigos podrían ir. Y apostaría a que tú también querrías que tu familia esté presente. Pero hablemos de eso dentro de unos meses”. “¿Así que entonces lo considerarás como una posibilidad?”, y ella dijo: “Digamos que no estoy rechazando la idea de manera rotunda, tan absurdamente como fue presentada”, y él dijo: “No tienes idea de lo feliz que acabas de hacerme. De acuerdo. No diré nada sobre eso durante algunos meses”. Por supuesto, la abrazó y la besó, y después la tomó de la mano y la llevó hasta el siguiente dibujo de Giacometti.

      ¿Y los momentos más tristes de su vida? La muerte de su esposa, por supuesto. Y después la de Robert. Y la de su hermana menor. Y más tarde la de su hermano mayor, en un accidente mientras navegaba, un par de años atrás. Luego la de su madre. Y al poco tiempo la de su padre. Después de eso, sus dos mejores amigos que se vienen a morir con un año de diferencia, los dos de derrame cerebral. Pero no tiene ganas de pensar en ellos. En realidad, el segundo momento más triste de su vida tiene que haber sido cuando su esposa, dos años antes de que muriera, estaba en el hospital con neumonía y los médicos le dijeron que tenían que entubarla y que había

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