Hagamos las paces. Marie Estripeaut-Bourjac

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Hagamos las paces - Marie Estripeaut-Bourjac Estudios Culturales

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sino el referente cotidiano de la vida. La creencia está integrada al vivir como el lunes en la semana de trabajo y el espacio del cementerio en el espacio profano de la ciudad.

      En el cementerio burgués, el comercio de lo religioso es dejado fuera. Ese comercio se produce en la separación que oculta la mascarada mercantil. Mientras el Cementerio Central es propiedad comunal y de servicio, como lo son los cementerios de los pueblos, los Jardines del recuerdo son propiedad de una empresa privada, cuyo único objetivo es el lucro; una empresa que hace negocio con la muerte como otras lo hacen con aviones de guerra o pelucas de señora. En el cementerio, cuyo objetivo no es otro que el negocio, precisamente el negocio es ocultado, disfrazado, retorizado. El adentro viene a tapar un afuera del que vive, pero del que se presenta separado. Esta separación viene a ocultar las condiciones de producción de lo simbólico: esas mismas que se ofrecen sin pudor alguno a la vista y el oído de todos en el cementerio popular.

      Otra señal que es necesario leer en las prácticas del cementerio popular es la ambigüedad radical, la “irracionalidad” de que están hechas y desde la que hablan esas prácticas, y el control de esa ambigüedad por la univocidad y la racionalidad que gobiernan tanto la configuración del espacio como las prácticas en el cementerio burgués. Ni la muerte, ese lugar del sujeto que en todas las culturas constituye la matriz más irreductible de lo simbólico, ha podido escapar a la racionalización y al imaginario mercantil. Una investigación sobre el funcionamiento actual de las loterías nos mostró cómo la racionalidad capitalista ha logrado digerir, recuperar y funcionalizar ese otro reducto de la ambigüedad que era la suerte, el azar. Las loterías no solo se han convertido en “gancho” para atraer clientes a cualquier negocio, sino que, por ejemplo, en los bancos, al cliente se le regalan mensualmente billetes de lotería en número proporcional a la cantidad de sus ahorros. La lotería, que antes era sinónimo de juego y, en cuanto tal, se situaba socialmente en el polo opuesto al del trabajo productivo; la lotería como algo perteneciente al orden del riesgo, de la fiesta, de lo extraordinario, ha sido convertida en un elemento cotidiano de la acumulación de capital.

      De otra parte, la conversión del cementerio en “Jardín” no es, como pudiera aparecer a primera vista, una profanación. Es, más bien, todo lo contrario: una de las cuotas más altas de la sacralización del sistema mercantil. Y ello mediante la producción de un simulacro, mediante la simulación de los ritos de muerte, de su parodia. Porque la muerte no es un hecho “privado”. Todos los pueblos han visto y celebrado en la muerte un enclave fundamental de lo social, de emergencia y expresión de las relaciones que anudan a unos hombres con otros incluso más allá de la tumba. Y eso es lo que es negado en el moderno cementerio, en el que todo lleva y presupone la privatización de la muerte, una muerte convertida en asunto de “familia”, pero de familia-unidad de propiedad.

      Mientras los ritos funerarios y, aún hoy, las prácticas populares en el cementerio son la celebración de un intercambio en el que los objetos (las ofrendas) no son más que un lugar de encuentro y afirmación de los sujetos, en el otro cementerio la racionalidad que domina y modela es la que viene del orden de los objetos, la de la simetría y la equivalencia.

       3. Para que no nos sirva de consuelo

      Miradas desde “arriba”, desde la cultura burguesa, las prácticas populares, sean de trabajo o de comunicación, religiosas o estéticas, son vistas casi siempre como un fenómeno de “mal gusto” (lo chabacano, lo “vulgar”) o como un arcaísmo a superar. La forma más elegante de superarlas es folklorizarlas. Miradas desde una izquierda que enmascara frecuentemente sus gustos de clase tras de etiquetas políticas, esas mismas prácticas son vistas, demasiado a priori, como alienantes y reaccionarias. Y, como ha escrito Lombardi Satriani, la realidad cultural de las clases populares es así mutilada, y el discurso que trata de acercarse a ellas es considerado evasivo “según la óptica deformada por la cual es político —y por lo tanto digno de interés— solamente aquello que se presenta como inmediatamente político” (1978, p. 19).

      Frente a esos a priori, lo que hemos intentado con nuestro relato es acercarnos a esas prácticas y mirarlas de cerca. No para plantear lo popular como lugar de la verdad ni como algo rescatable sin más. La hora del “buen salvaje” pasó hace tiempo, y los diversos populismos han mostrado suficientemente la trampa y el chantaje de que se alimentan, además de la negación profunda que ellos acaban haciendo de lo popular. Nuestro relato, y la lectura que de él proponemos, apuntan en otra dirección: la de poner al descubierto el empobrecimiento radical que, en el plano de la comunicación cotidiana y vital, trae consigo la mercantil modernización y funcionalización de la existencia social. Ya estamos habituados a este empobrecimiento, y lo hemos interiorizado tan profundamente, que nos es imposible de reconocer. Solo la comunicación popular, con su contraste escandaloso, puede ayudarnos a verlo, a sentirlo.

      Dicho de otra manera, más que una alternativa en sí misma, lo que las prácticas populares nos muestran es hacia donde deben apuntar las propuestas de una comunicación que se quiera realmente alternativa. Esto es, que no quiera tapar con ruido tecnológico y consignas populistas el empobrecimiento y la miseria comunicativa que, paradójicamente, la comunicación popular hace visible. Y que no quiera seguir utilizando lo popular, sino que se proponga partir de su dinámica: no llevarle a las masas comunicación, sino potenciar y descubrir todas las formas que están siendo amordazadas, censuradas, dominadas, hechas imposibles con la imposición de la comunicación masiva, ya sea en forma de medios, supermercados o de “jardines del recuerdo”. Vidal Beneito lo ha planteado lúcidamente:

      […] lo alternativo es popular o se degrada en juguete y/o máquina de dominio. Y popular quiere decir que hace posible la expresión de las aspiraciones y expectativas colectivas producidas por y desde los grupos sociales de base. Tanto mayoritarios como minoritarios, tanto a nivel patente como latente. (1979, p. XXXIX)

       4. Pequeño añadido de ahora sobre mi primera investigación

      Releído ahora, ese pequeño texto resulta siendo extrañamente contemporáneo: hay algo, en el más rabioso presente, que, desde los cambios introducidos por la sociabilidad digital, remite también ahora a populares prácticas de comunicación: las del chat que descoloca a los maestros por su impura amalgama de oralidad con escritura, o las del hipertexto que, en su maleabilidad hipermedial, hace estallar tanto la linearidad de la escritura como su enclaustramiento en el libro. El hipertexto es un muy otro texto abierto a la polifónica diversidad de las hablas y las escrituras, las músicas y las imágenes, las visualidades y los ritmos. El nombre de hipermedial nombra una libertaria y libertina trama hipertejida de links, las interfases gráficas que posibilitan transitar de un lenguaje a otro sin salirse del texto, pero transformando el monoteismo del leer letras en el politeismo del navegar o surfear a lo largo y ancho de todos los lenguajes, desde los más antiguos a los más nuevos.

      Quién nos lo iba a decir, hasta hace bien poco, que la experiencia de lo más nuevo habitaba en lo viejo, pues a donde nos conduce y reubica el paradigma de lo digital es a las viejas y olvidadas potencias de lo oral. Lo culturalmente más parecido a las aperturas del hipertexto se halla en la vieja figura de la conversación oral y gestual. El conversar es la matriz de lo que hoy se configura en una red social, a la que se entra y de la que se sale entralazando palabras con fotos, trazos de dibujos o retazos de música. Y como la conversación es así de vulnerable, el hipertexto lo es a las interposiciones de los que pueden intervenirlo, ya sea para enriquecerlo o entorpecerlo, para corregirlo o emborronarlo y trastornarlo.

      Como la conversación, el hipertexto permanece abierto, pues no se acaba del todo, sino que se suspende para continuarlo en otra ocasión, con otros contertulios o invitados. Efímero, pero con memoria, el hipertexto nos reencuentra con la más antigua textualidad, la del palimsesto, cuya escritura se hacía con un punzón sobre una

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