Hagamos las paces. Marie Estripeaut-Bourjac

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Hagamos las paces - Marie Estripeaut-Bourjac Estudios Culturales

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cotidianas de las masas, esa otra forma en la que se comunican tanto los grupos como los individuos de las culturas populares.

      Es sobre cultura, por tanto, más que de “comunicación” de lo que aquí se va a tratar. O, si se prefiere, es de comunicación, pero de la que se realiza por fuera de lo que la mitología mass-mediática define como tal, sin canales ni medios oficialmente reconocidos y sin tecnología importada. Vamos a hacer el relato de ciertas prácticas —en plazas de mercado y cementerios— que materializan y hacen visible la memoria popular, o mejor, vamos a hacer el relato de lo popular como memoria de otra matriz cultural amordazada, deformada, dominada. Pero nombrar esa cultura otra (negada) es nombrar aquella que la niega y frente a la que se afirma a través de una lucha desigual y con frecuencia ambigua. Lucha que remite al conflicto de clases, pero sin agotarse en él, ya que remite también, y desde más lejos, a la conflictiva convivencia en nuestra sociedad de dos economías: la de la abstracción mercantil y la del intercambio simbólico (Baudrillard, 1972, pp. 63-66 y pp. 212-223; 1976, pp. 7-13). La primera es aquella donde la significación de cada objeto depende de su “valor”, en que el sentido de un objeto se produce a partir de su relación con todos los demás objetos, esto es, a partir de su valor abstracto de mercancía —valor “abstraído”, separado del trabajo— y de su inscripción en la lógica de la equivalencia, según la cual cada objeto vale por o puede ser intercambiado por cualquier otro. La segunda es aquella en que los objetos significan y valen en relación con los sujetos que los intercambian, aquella donde el objeto es un lugar de encuentro y de constitución de los sujetos: inscripción, por tanto, en otra lógica, la de la ambivalencia y el deseo.

      No estamos idealizando situaciones, sino proponiendo una clave de lectura para las prácticas que vamos a narrar, ya que estas no se inscriben en una diferencia interior al discurso burgués —como las estudiadas por Verón en su investigación sobre el doble discurso y en conflicto con él (1973; 1974)2. Porque, en las plazas de mercado y en los cementerios tradicionales, lo popular no es solo asunto de consumo, de “recepción”, sino de positiva emisión, o mejor, de producción. La plaza de mercado y el cementerio son, para las masas populares, un espacio fundamental de actividad, de producción de discurso propio, de prácticas en las que estalla un cierto imaginario (el mercantil) y la memoria popular se hace sujeto constituido desde otro imaginario y otra lengua.

      El relato que vamos a hacer recoge esquemáticamente una investigación llevada a cabo con alumnos de los cursos de semiología en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Tadeo Lozano de Bogotá (1974-75) y en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad del Valle, en Cali (1976-77).

      I. Los mercados

      El objeto de nuestro análisis es la plaza de mercado urbano, situada a medio camino entre la plaza de mercado campesino (a la que remiten como paradigma muchas de sus prácticas) y el supermercado, hacia el que tiende, en algunos aspectos, su organización. Inserta en la estructura y el paisaje urbano, la plaza de mercado es, sin embargo, un lugar aún no homogeneizado ni funcionalizado completamente, aún no digerido por la maquinaria mercantil, pero cuya especificidad no es rescatable más que por oposición a ese otro lugar de la funcionalidad y el fetiche del objeto que es el supermercado. Nuestra investigación se inicia en la ciudad de Bogotá teniendo como eje la plaza de Paloquemao y el supermercado Carulla, y continúa en la ciudad de Cali comparando la plaza de Santa Helena con el supermercado Ley.

       1. Topografía

      Llamo “topografía” al espacio configurado por las señales de dos matrices culturales, señales que, al ser rastreadas, se convierten en señas de identidad de las dos economías apuntadas.

      La primera diferencia es la de los nombres (la plaza en oposición al super), los cuales remiten a dos contextos culturales bien distintos, a dos imaginarios y a dos universos de sentido distantes. Esta distancia se ahonda al contraponer las denominaciones que reciben las plazas y los supermercados. Carulla y Ley, las dos grandes cadenas nacionales de supermercados, hablan del apellido de la familia propietaria: los Carulla directamente, los Ley a través de la sigla cuyo desglose es “Luis Eduardo Yepes”. En su pseudoconcreción, el apellido no nombra más que una abstracción: la de una serie, la de la cadena de almacenes. Frente a ese nombre “privado”, las plazas de mercado nombran lugares con historia, fechas memorables, figuras religiosas. Así, en Bogotá, las plazas nombran un lugar, Paloquemao, o los barrios en que se hallan ubicadas y que remiten a fechas de la historia de la independencia del país: Siete de agosto, Doce de octubre, Veinte de julio. En Cali, encontramos La alameda, Siloe, Santa Helena, Santa Isabel. Los nombres de los supermercados denominan, a través de la marca privada, la abstracción mercantil. Los de las plazas trabajan sobre referencia única con clave histórica, geográfica o religiosa.

      Aquellas dos formas de trabajar la significación nos dan la pista para “leer” los dos modos de comercialización en que se inscribe el trabajo. En la plaza, cada vendedor es independiente y, como tal, arrienda un “puesto”. El vendedor es el dueño de los productos que vende, y a veces incluso el productor, ya que los productos provienen (como en el caso de los alimentos y las artesanías) de la cosecha y lo trabajado por la propia familia. Es lo que sucede normalmente en la plaza de mercado campesino: es el productor mismo, o alguien de la familia, el que lleva los productos al mercado.

      La comercialización y la producción no están separadas, están cerca la una de la otra. En esta economía, las relaciones familiares son fundamentales y se hacen visibles directamente en el puesto mismo de trabajo: el vendedor no es el individuo, sino la familia entera, el marido, la esposa y los hijos son los que cargan los productos, los organizan, los publicitan, los reponen y venden. En el supermercado, la relación constitutiva es otra, la inversa: un solo dueño (invisible) y todos los trabajadores asalariados. Se define entonces tanto la relación anónima y abstracta del trabajador con la empresa como también la del vendedor con el comprador, como veremos después. Y a la relación salarial le sigue lógicamente la superespecializada división del trabajo y la jerarquización rígida de las tareas, así como la uniformación y funcionalización máxima de los sujetos.

      Vamos de fuera a dentro. El entorno de la plaza de mercado es un montón de “negocios” no solo de venta, sino de juegos de heterogeneidad complementaria. Este aspecto ubica las relaciones de la plaza con su exterior físico y sobre todo en su rol de lugar articulador de prácticas que, en la cultura burguesa, se producen separadas, pero que, en la cultura popular, están siempre juntas, revueltas, atravesadas unas por otras. La plaza de mercado no es el recinto acotado por unas paredes, es la muchedumbre y el ruido, los desperdicios amontonados o dispersos, todo lo que se siente, se ve y se huele desde mucho antes de entrar en ella. La plaza está en la calle, afectando el tráfico tanto de vehículos como de peatones: los andenes están llenos de gente que vocea loterías, hace y vende fritanga, vende afiches eróticos o estampas religiosas. Vista desde el entorno, la plaza es desorden y barullo, abigarramiento y heterogeneidad, trabajo y, a la vez, no poco de fiesta.

      El entorno del supermercado es también complementario, pero solo en cuanto sistema: otros almacenes cuya diferencia con el supermercado es que son especializados. Complementariedad por tanto uniformada: en el orden, la funcionalidad, la seguridad y la publicidad, y también una masa de carros particulares que circunda y envuelve el supermercado como un cinturón de... identidad y, por tanto, de exclusión. El supermercado también le sale a uno al encuentro, pero no en la calle, sino en la casa: en el mensaje y la repetición publicitaria que nos acosa desde el televisor, la radio y los periódicos. Su entorno verdadero no es, por tanto, el que lo rodea, sino aquel desde el que nos atrae: el imaginario mercantil con el que nos moldea la publicidad. Esa es su forma de “fiesta”, el espectáculo: algo que se da a ver, no a vivir.

      Para el adentro, sigamos con el supermercado. Allí encontraremos un espacio cerrado,

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