Hagamos las paces. Marie Estripeaut-Bourjac

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Hagamos las paces - Marie Estripeaut-Bourjac Estudios Culturales

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no solo por razones de seguridad. Es un espacio centrado, pero no con un solo centro, sino con varios que se articulan en diferentes niveles, complejamente. Los productos se organizan por secciones y subsecciones: alimentos, vestidos, salud, belleza, higiene, juguetes, libros, etc. Al interior de cada sección: subsecciones. Así es, por ejemplo, en la sección de alimentos: carnes, pescados, verduras, sopas, alimentos infantiles, postres, etc. Y al interior de cada subsección: tipos, marcas, tamaños. Una perfecta organización tanto paradigmática como sintagmática. Y, como en cada sintagma pueden hallarse elementos que pertenecen a paradigmas diferentes, encontraremos entonces que, en la sección de alimentos para niños, una señal nos “guía” hacia la pasta dentrífica infantil y de esta a los nuevos lápices de colores y de allí a los guayos de moda, etc.

      Una perfecta red de “marcas” remite todo a todo desde cada sitio. Se trata de una disposición funcional de los objetos que permite el reenvío de unos a otros como en un inmenso juego de espejos. El comprador no tiene más que dejarse llevar... Y para que nada perturbe el silencio y la concentración, una música suave, y funcional también, viene a envolverlo todo apagando los pocos ruidos que puedan producirse, una música que integra y unifica, que homogeniza objetos y sujetos, espacio y tiempo. El espacio sonoro viene a densificar y reforzar la magia del espacio visual. Y, en ese espacio, la decoración no es algo que se añada, sino aquello que verdaderamente configura el supermercado en su potente narcisismo: la decoración-publicidad que envuelve los vegetales o las frutas en la frescura de un rocío artificial dibuja los títulos de las secciones o es empaque de todos y cada uno de los productos. Porque todos los productos se presentan empacados, esto es, rediseñados y embellecidos, ocultados y exhibidos. El comprador no tiene acceso más que al empaque. Ya sea pan o perfume, leche o champú, el empaque viene a mediar, a remultiplicar las mediaciones. El empaque es cada objeto hablando de todos los demás, autonombrándose, pero a través del lenguaje de mercancía.

      El adentro de la plaza de mercado es otro. Incluso en aquellas en las que no se venden más que alimentos o artesanías, la organización-separación de los tipos de productos es violada permanentemente por la práctica. La plaza es un espacio acotado, pero abierto, descentrado y disperso: antifuncional. Los productos se amontonan y se mezclan tanto en la relación de unos puestos a otros como en el interior de cada puesto. No hay articulación, hay amontonamiento y redundancia. Ni la disposición de los productos ni la decoración remiten de uno a otro. Solo están juntos, el uno al lado del otro, y así todos. Aquí es el comprador el que debe ir y buscarlos. Los productos están desnudos, a la vista y la mano, sin empaques, y sin más publicidad que la del grito de su vendedor o esos carteles hechos a mano también por quien vende con su tosca grafía y su sintaxis. La voz o los carteles dictan el lugar de origen del producto, porque el “origen” es garantía de bondad. El espacio sonoro aquí también corresponde plenamente al espacio visual: ninguna unidad, ninguna uniformación, más bien un montón de ruidos (de adentro y de afuera), voces, música salidas del radiotransistor de cada puesto y de cada persona, músicas estridentes, canciones melodramáticas, antifuncionales también.

      La plaza termina siendo un conjunto de puestos, de ahí que sea el adentro de cada puesto el que se hace interesante de observar. El espacio del puesto es un espacio expresivo. Cada vendedor hace allí su vida (trabaja, come, reza, ama), gran parte de su vida. Y la expresa en la disposición que le da al puesto, en su decoración, en las formas de comunicación que establece. Es su puesto y esa relación no asalariada con su trabajo le permite adecuar el espacio a su gusto, tener allí sus cosas, sus chécheres, disponerlo a su acomodo. Frente a la uniformización y el anonimato que domina tanto el espacio como el trabajo en el supermercado, los puestos de la plaza hablan con voz propia, tienen rostro. Están hechos de un entramado simbólico mezcla de imágenes y ritos: junto a la imagen de la mujer desnuda, una virgen del Carmen y, al lado del campeón de boxeo, una cruz de madera pintada de purpurina; y ritos, como la vieja que pasa temprano rezando los puestos para mejorar las ventas y el yerbatero que, a media mañana, reparte las “yerbas” contra la competencia.

      En una investigación paralela sobre las vitrinas de los almacenes del barrio popular y del barrio burgués, pudimos constatar las mismas diferencias de “lenguaje”. En la vitrina del almacén “burgués”, encontramos una perfecta sintaxis articulando todos los objetos a partir de paradigmas culturales que se asemejan grandemente a aquellos que articulan los semanarios estudiados por Verón. Allí encontramos el paradigma de las estaciones (invierno, primavera, verano, otoño), aunque sea un país que no tiene esas estaciones, como es el caso de Colombia. El de los espacios: la calle, la casa, la ciudad, el campo. O el de los roles: el ejecutivo, el deportista, etc. De esta forma, entre todos los objetos de la vitrina que encuadran el “titular” de ejecutivo (el vestido, la revista, el reloj, el disco, el sillón y la lámpara) se establece una malla de reenvíos que controla la heterogeneidad de los objetos, proponiendo una sola lectura de todos ellos. Y esos reenvíos no se reducen al marco de la vitrina, sino que articulan unas vitrinas con otras y todas con el almacén, del que vienen a ser la portada, la tapa. La vitrina organiza y guía la lectura-visita de todo el almacén.

      Nada de eso en la vitrina del almacén popular. Solo acumulación y amalgama, o todo revuelto, o solo caminas de cualquier tipo y uso. Los paradigmas no van más allá de los tamaños y los colores de los objetos. Y cuando la vitrina del almacén popular se opone a imitar a la otra... la traducción explicita aún mejor las diferencias de clase.

       2. Topología

      Llamo “topología” a la lectura de las señales, lectura que hará explícito el discurso de las dos economías, ahora ya como discurso de los sujetos.

      Vender o comprar en la plaza de mercado es algo más que una operación comercial. Aunque deformado por la prisa y la impersonalidad de las relaciones urbanas, el puesto de la plaza recuerda, sin embargo, esas tiendas de los pueblos en las que el tendero no solo vende cosas, sino que presta una buena cantidad de servicios a la comunidad. La tienda de pueblo es un lugar de verdadera comunicación, de encuentro, donde se dejan razones, recados, cartas, dinero, y donde la gente se da cita para hablar, para contarse la vida. Allí, las relaciones están personalizadas. El prestigio no lo ponen las marcas de los productos, sino la fiabilidad del tendero. Aún existe el trueque. Y el crédito no tiene más garantía que la palabra del cliente. A su manera, el puesto de la plaza es memoria de esa otra economía. Porque allí también comprar es enredarse en una relación que exige hablar, comunicarse. En la plaza, mientras el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo y, si el comprador le deja, el vendedor le contará lo malo que fue el parto del último niño. La comunicación que el vendedor de la plaza de mercado establece arranca de la expresividad del espacio, a través de la cual el vendedor nos habla ya de su vida, y llega hasta el “regateo”, en cuanto posibilidad y exigencia de diálogo.

      En el supermercado, usted puede hacer todas sus compras y pasar horas sin hablar con nadie, sin pronunciar una sola palabra, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva y lo trae de unos objetos a otros. En la plaza, usted se ve obligado a pasar por las personas, por los sujetos, a encontrarse con ellos, a gritar para ser entendido, a dejarse interpelar. En el supermercado, no hay comunicación, solo hay información. No hay, ni siquiera, propiamente hablando, vendedores, únicamente personas que trasmiten la información que no fue capaz de darle el empaque del producto o la publicidad. Los sujetos en el supermercado no tienen la más mínima posibilidad de asumir una palabra propia sin quebrar la magia del ambiente y su funcionalidad. Alce la voz y verá la extrañeza y el rechazo de que es rodeado. Los trabajadores no son más que su rol: administrador, supervisor, vigilante, cobrador o modelo, y, cuanto más anónimamente se ejecute la labor, tanto más eficaz. En la plaza, por el contrario, vendedor y comprador están expuestos el uno al otro y a todos los demás. En esa forma, la comunicación no ha podido ser reducida a mera, anónima y unidireccional transmisión de información.

      Todo lo relatado nos muestra (y demuestra también) que es otra economía la que subyace y se

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