Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid

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Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid

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primero, colocaron bombas después y se retrotrajeron al primer procedimiento. Pero la policía tenía que acabar con aquello: rodeó el círculo de los exaltados con promesas y dinero, y surgieron los delatores. Gracias a los delatores pudiéronse detener agresores. Recibiéronse acusaciones falsas que respondían a una venganza; desbaratáronse planes y hasta, a veces, imagináronse complots o se cooperó con ellos para cobrarlos y deshacerlos después. Los anarquistas de acción (los otros, los idealistas, los pobres idealistas, no sabían nunca nada de lo que se tramaba y eran los que pagaban siempre con la cárcel, el destierro o el andar por las carreteras las culpas de los demás...) decidieron acabar con las confidencias y fundaron entonces los grupos anarquistas: las células terroristas. Los grupos eran compuestos por tres, cuatro, cinco, todo lo más siete individuos. Todos eran amigos y todos se conocían a fondo. Cada grupo tenía un nombre –Libertad, Justicia, Acción, Aurora, Vida, Atenas, Lucha– y un delegado que con los delegados de los otros grupos formaban la organización terrorista. Los grupos pedían dinero a la federación encubiertamente para socorrer a un sin trabajo o a un enfermo, para fundar un semanario o para reavivar una campaña, de propaganda... Tras estos propósitos había otros. En este instante los policías volvíanse locos para adquirir confidencias y las pagaban bien. Los que perteneciendo a los grupos se hacían confidentes cobraban sus cincuenta pesetas semanales más la libertad de bandolear por la ciudad, impunemente. Trotzky fue de estos. Jaume Ros le inició, y después Trotzky se hizo un nombre por su labor personal. Llegó la guerra, estuvo al servicio de los alemanes y se peleó con Jaume Ros porque este no le presentó las cuentas claras de una operación que hicieron juntos por orden de uno que había sido comisario de policía. Sirvió más tarde a un sector social de Barcelona y en el momento de su detención actuaba en una banda de estafadores.

      Jaume Ros y Trotzky se habían vuelto a encontrar hacía poco frente a frente por cuestiones de faldas: una camarera gorda y grosera de La Bombilla que había vivido con Trotzky se había juntado desde hacía algunos meses con Ros, y aquel se la había jurado.

      Román Castellanos Álvarez era de Murcia y había matado a un hombre por cincuenta céntimos. Jugando al monte en el cafetín de La Haya, cerca de Lorca, por una postura de dos reales salieron a relucir las facas, y hubo un muerto. Huyó Castellanos Álvarez, fue detenido, procesado, y como estaba protegido por los caciques, se acusó al vino de ser el causante del crimen. Y Castellanos Álvarez, a los pocos años, salió del presidio y marchó a Barcelona. Hombre de pelo en pecho pronto encontró en el Lion d’Or quién le ofreciera poco trabajo y bastante sueldo. Tenía alguna letra y pasó a ser un puntal de vigilancia en una mancebía de Santa Madrona; tuvo en seguida una prostituta bajo su tutela que le permitía pasarse el día en los cafés planeando negocios fáciles... Román Castellanos Álvarez había actuado dos o tres veces con Jaume Ros y con Trotzky. El último negocio que hicieron juntos era el de plumar a un cobrador de un banco barcelonés a la carteta. Cuando Ros retiró a la antigua mujer de Trotzky, Castellanos, que era muy amigo de este, se peleó con aquel.

      La policía se llevó a los dos a la delegación de Atarazanas.

      –¿Por qué lo habéis matado? –preguntó el agente.

      –Pero ¿a quién?

      –Vamos. No os hagáis los desentendidos, que a vosotros no os está bien. ¿A quién teníais que matar? A Jaume Ros.

      –¿Al Ros? –exclamaron los dos detenidos.

      –Pero si hemos estado toda la noche en el Catalán.

      –Eso ha sido a las nueve de la noche. ¿Dónde estabais a esa hora?

      –Yo –exclamó Trotzky– a esa hora estaba cenando en Casa Juan.

      –Y yo –explicó Castellanos– tomaba café con mi mujer en ese bar de la calle del Conde del Asalto que hay frente a la calle de San Ramón.

      –Bien, bien, ya comprobaremos todo esto –dijo el policía al encerrarlos en el calabozo que está a la izquierda, según se entra, en la delegación de Atarazanas.

      La policía no pudo detener hasta la madrugada al Xato de Sóller y a Pere Ferrer. Al Xato de Sóller, que había sido un pistolero a las órdenes del barón de Koenig y antiguo croupier del Pay-Pay, porque no llegó a su domicilio hasta las cinco acompañado por unos amigos y completamente borracho. Hasta esa hora juerguearon en la casa de una querida de un compinche que vivía en la calle de Viladomat. A Pere Ferrer, porque pasó la noche en la imprenta de la Soli conversando con los redactores del diario.

      Ni Joan Sebastiá ni Miquel pudieron ser detenidos. A las ocho de la mañana pasaron todos al juzgado, y una vez comprobado que nada tenían que ver con el atentado contra Jaume Ros, se les puso en libertad a todos menos a Pere Ferrer. Quedaban por ser detenidos Joan Sebastiá y Miquel.

      Aquella noche nadie los había visto.

      Joan Sebastiá era uno de los anarquistas más firmes y más convencidos. Nació en un pueblo de la provincia de Gerona, y a los pocos meses del nacimiento su familia tuvo que instalarse en Barcelona. Se crió en las calles de Sans. Su padre era federal y espiritista; para ganarse un sobresueldo fabricaba jaulas para pájaros y era un decidido defensor de la libertad. Creció Joan Sebastiá y entró de aprendiz en un modesto taller mecánico del barrio. Por las noches iba a una academia a aprender a leer y escribir. Tenía un gran afán por las lecturas, y papel que caía en sus manos, papel que leía ávidamente; hasta los trozos de diario en que su madre le envolvía el almuerzo. Una tarde el dueño de la tienda le envió con unas herramientas a una casa de la calle del Rosal.

      –Irás a pie por la calle del Marqués del Duero, y ¡corre! Así llegarás más pronto.

      El chaval cruzó la carretera de Sans, llegó a la plaza de España y siguió por la amplia vía del Paralelo. Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de agosto. El sol requemaba las losas de la calle. Pasaban los tranvías camino del puerto. Joan Sebastiá no llevaba un céntimo encima y pensaba en lo felices que eran los que podían ir en el tranvía, rápida y descansadamente. Caminaba entre los rieles. Cuando sonaba el timbre del tranvía montaba en la acera y, una vez había pasado, volvía a ponerse entre los rieles y miraba cómo se alejaba... Entonces sentía una honda pena de no poder correr, alcanzarle y subir en él.

      –¡Si tuviera diez céntimos!

      Joan Sebastiá, en aquellos momentos concibió todo un sistema de economía política.

      –Tendría que subirse gratis en los tranvías. Es decir, pagar con el trabajo. Cuando el conductor del tranvía necesitase una llave yo se la haría gratis y cuando yo quisiera ir en tranvía no tendría que pagar. El dinero no existiría y todo iría bien.

      Pocos días después Joan Sebastiá contó a un dependiente del taller sus ideas sobre el trabajo y el dinero. El dependiente lo miró fijamente y le dijo:

      –Noi, això és l’anarquia! –y siguió trabajando.

      –¿Anarquía? –repitió mentalmente Joan Sebastiá–, pues si eso es la anarquía, yo soy de los de la anarquía.

      Esto ocurría cuando Joan Sebastiá tenía 14 años. Joan Sebastiá creció, y en sus manos cayeron los libros de la Editorial Sempere, de Valencia. Leyó a Nietzsche y a Victor Hugo; a Rousseau y a Schopenhauer... Sabía de memoria las proclamas del Ateneo Racionalista, de Sans, y todos los folletos de Tierra y Libertad. Mayor ya encontró compañeros semejantes a él, que preferían estudiar el esperanto y reunirse para encontrar el mejor medio de hacer la revolución que ir a los bailes públicos y al cine. Joan Sebastiá creía que Fola Igúrbide era un genio teatral y subía a Montjuich muchas mañanas para rendir culto a Francisco Ferrer.

      La

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