Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid
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El Distrito Quinto
tiene su barrio chino
Un domingo por la tarde en la calle del Mediodía
Son las cinco de la tarde y anochece. No puede darse un paso por la calle del Mediodía. Pasan las mujeres como sombras por las aceras y llaman a todos los hombres que cruzan la calle:
–Escolta, que et vull dir una cosa!
–Tu, ros, que no vols pujar?
–Ai, que vingui algú amb mi, que en tinc moltes ganes!
Las tabernas pequeñas de la calle del Mediodía han sacado a las aceras unos bancos de madera, unos bancos sucios y negros. Se sientan en ellos los hombres. Los que visten suciamente son obreros del muelle, los que visten pulcramente son ladrones. Los obreros del muelle van sin afeitar, llevan encasquetado el sombrero flexible y arrugado y hablan con acento del sur de España. Se ponen las manos debajo de los muslos, sentados sobre ellas, y juntan los pies, dándoles un balanceo reposado. Las mujeres de los obreros permanecen en la acera y comen plátanos, naranjas o cacahuetes. Están como en cuclillas en el bordillo y charlan de intereses, de trabajos forzados en el Midi y de futuros planes para ganarse la vida. Pasan los soldados en grupos de dos o tres y es raro que no encuentren algún paisano y charlen, recordando gentes y vida del pueblo lejano. Dentro de las tabernas se habla de política y de la anécdota que más impresione en la ciudad. Los taberneros son gordos y rollizos. Se huele a vinazo, a picadura ínfima y a porquería. Corretean los chiquillos por entre los grupos de gente y se agarran a las faldas de las meretrices para dar una vuelta cuando juegan al escondite. Pasa una pareja de Seguridad que infunde respeto. En medio de la calle hay unos grupos de hombres:
–¡Mia tú esta! ¿Qué iba a hacer yo? Pos verás tú cuando venga la vendimia qué es lo que va a pasar...
Visten estos obreros una blusitas cortas de percal y cubren la cabeza con una boina. Encienden unos cigarrillos gruesos e imperfectos y de cuando en cuando echan en la conversación la interjección de un eructo o de una ventosidad. Pasan dos soldados de artillería que charlan con una meretriz y regatean... Las luces sucias y leves de las pequeñas tabernas de la calle del Mediodía se encienden. El cielo tiene un color azul, y los cuadros de luz de las tiendas que se proyectan en el suelo de la calle dan al ambiente un tono de melodrama popular. Las mujeres sentadas al borde de la acera visten blusas negras y delantales grises; charlotean largamente y gritan de vez en cuando a los muchachos que corren:
–¡Tú, Juanín, que te voy a zurrar!
La pequeña Mina es una taberna popular por lo sucia y lo mal frecuentada. Tiene un balcón interior que da sobre la tienda, cubierto con una bandera española, y en la pared hay un cuadro de una manola y una escena de Aida en una lata que hace años repartía Las Noticias para conseguir suscriptores. De un empujón sale violentamente de La pequeña Mina un borracho que cae de bruces en mitad de la calle. Lo ha empujado un cliente. Hay un revuelo.
–I ara torna-hi. Me caso... Borratxo!
El borracho hace esfuerzos por levantarse, pero no puede. Está el hombre deshecho y ha caído sobre un charco. Dice unas palabras incomprensibles, y la gente intenta levantarlo. Por fin, tras muchos esfuerzos logra poner el pie firme y se sienta en la acera, no dejando pasar a nadie, recostado en la pared, injuriando a Dios y al que le empujó. Pasa el Melindro, con sus ojos rasgados y su postura equívoca. Una trotera le dice, con la voz atiplada:
–¡Adiós, Manolo!
Un tipo con chaqueta blanca vende camarones y cangrejos. Hay unos vasos de vino negro sobre las mesas de las tabernas. Los obreros no se mueven de los bancos sucios y continúan moviendo los pies juntos en un balanceo desagradable. Se habla de francos, de agencias de contratación y de procedimientos para conseguir el pasaporte...
A veces en medio de toda aquella gente malcarada y malvestida pasa un señoritingo con el pelo muy pulcro y unos zapatos de caña llamativa. Habla misteriosamente a un grupo en lo hondo de una taberna y les explica la maravilla de un viaje de trabajo. Se les promete el oro y el moro, mientras la pianola de una taberna grande de la calle del Mediodía deja oír las notas del:
“Por el humo se sabe
dónde está el fuego...”.
Era a esta taberna donde hace ya muchos años venía el Noi del Sucre, entonces en plena espiritualidad anarquista, a emancipar meretrices y a repartir hojas revolucionarias. En esta taberna el Noi les daba a las prostitutas libros de “emancipación social”, que no entendían las desdichadas inconscientes, y reunía en grupos a los obreros sin trabajo, hablándoles del ideal futuro.
Una noche que Salvador Seguí y yo recorrimos esos barrios bajos, el que fue gran hombre y gran niño a la vez me decía mostrándome la taberna:
–Ves, ahí al lado de donde está la pianola, nos sentábamos unos cuantos camaradas y hacíamos acercar a seis o siete camaradas. Les dábamos de beber y las monedas que podían ganar ofreciendo su cuerpo a cualquier botarate. Les hablábamos del porvenir, del amor, de la vida honesta... Lo curioso es que estas desdichadas tenían un sentido anarquista de la vida, que en un momento de lucidez se daban cuenta de que eran unas desgraciadas, de que eran unas pobres bestias. Acaso por esto sentían un brío más profundo contra la sociedad burguesa. Recuerdo que una de ellas me dijo la frase más horrible que he oído en mi vida: “Mira, Noi. Yo tengo la sífilis, ¿sabes? No tienes idea de lo contenta que estoy cada vez que se me acerca un hombre y se acuesta conmigo porque lo dejo j... para toda la vida. Yo les tengo odio. Nos tratan como bestias y mi venganza es grande...”. El odio de esa mujer que había sido deshonrada por un amo de fábrica, burlada y escarnecida por los hombres, contra la sociedad era algo que no puede explicarse...
Esta tarde de domingo se oye un griterío ensordecedor:
–¡Mojama!
–¿Quién quiere cangrejitos?
–Esta semana trabajaremos.
–Ros, vine, que et faré allò!
–¡Te voy a dar dos tortas si no me arreglas ese asunto!
–¡Porque era negro, me maltrataba!
–¡Pos ahora nos quieren aumentar el alquiler!
–Y... ¿tú crees que no hay peligro?
–Oiga, ¿quiere usted comprarme un reloj en muy buenas condiciones?
–¡Tráeme una caña...!
–No m’agafes! No m’agafes!
Hay un rumoreo horrible y un hedor que espanta. El vino negro, el sudor, el perfume barato, la porquería... todo esto se junta, convirtiendo el ambiente en una cosa pestilente y dolorosa. En la esquina de la calle del Mediodía y de la calle del Cid, el Madriles y la Asturiana se pelean por celos. Y la Chavala, menudo y tonto, le cuenta a un nuevo cliente:
–A mí me deshonró un aragonés que trabajaba en la construcción de una carretera en la provincia de Zamora...
Un establecimiento serio