Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid
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–¿Yo?
Y, por primera vez, Joan Sebastiá no sonrió de aquella manera que sabía hacerlo para alterar los nervios de los inspectores. Se puso serio mientras le ataban codo con codo... Por temor a que gritara le metieron en un pequeño portal de la calle del Este. Se arremolinaron los curiosos, una pareja de guardias los dispersó, y bien custodiado salió hacia la calle Nueva Joan Sebastiá con la cabeza gacha y seguido por dos guardias y dos policías. No iba muy tranquilo y pensó en su madre y en Ivonne. La cara de la vieja y el rostro pintarrajeado infamemente se juntaron en el interior de Joan Sebastiá.
De los bares salían para ver pasar el grupo compacto.
–Algun lladregot! –decía uno.
–No és pas un sindicalista? –preguntó una mujer gruesa.
–Sembla que és un pistolero! –contestó un dependiente de un colmado.
Y una vieja que vendía castañas en una esquina, al ver pasar al pobre Joan Sebastiá, se limitó a exclamar tiernamente:
–Pobret! –y con la pala dio dos o tres vueltas a las castañas que se tostaban lentamente.
Aquel Pedro Ferrer que quedó preso mientras los demás salieron a la calle y que estaba acusado de ser uno de los delegados que pidieron medidas violentas en la reunión de la calle del Olmo, era una buena persona. Entre todo el rebaño de locos que se creía dueño de la situación porque ganaba algunas huelgas y porque “la organización” atemorizaba a las gentes, Pedro Ferrer era el juicio, recto y sereno.
–Muchachos, hay que ir con cuidado. Esto no puede ser así; hay que ir más despacio –solía decir.
Y los jóvenes luchadores, más o menos luchadores, le despreciaban porque le creían viejo de años y de corazón, y los hombres modernos le miraban de soslayo porque estaban convencidos de poseer la verdad.
Pedro Ferrer era capaz de mil valentías, pero mil valentías de hombres. Odiaba los valentonismos y las chulapadas. Estaba casado y vivía honestamente de su trabajo. La detención no le asombró, ni le pesó. Esperaba ser detenido cualquier día por cualquier futesa. Era un escéptico y era un hombre que comprendía. Se hacía cargo de que la policía tenía que amarrarle, que los carceleros tenían que tratarle mal, que el juez, el alcalde de barrio, el guardia municipal y el inspector tenían el deber de ser adustos groseros y malcarados... La vida se le hacía más dulce tomando las cosas tal como venían. Si la Policía le trataba severamente sin llegar a la brutalidad le parecía que incluso habían estado correctos. Pedro Ferrer era un buen pedazo de pan y fue a la cárcel sintiendo la pena que le producía a su mujer; se encogió de hombros y exclamó:
–Què hi farem!
Pedro Ferrer también fue encartado en el proceso por el asesinato de Jaume Ros. Ninguno de los que habían sido detenidos parecía autor del crimen, y sin embargo la policía estaba persuadida de que entre ellos estaba el culpable.
La zona roja de Barcelona no permitía obrar a la Policía de otra manera. Se detenía a este, a esotro, a aquel, y después, si resultaba inocente del crimen que se le imputaba, volvía a la calle y a la libertad. Acaso con una limitación eterna de la libertad porque al próximo atentado volvería a ser detenido, ya que por el otro se tuvieron sospechas de su criminalidad. Pero la policía no podía obrar de otro modo en una época en que el terrorismo se confundía con los crímenes vulgares y cotidianos...
... La muerte de Jaume Ros juntó en la cárcel a Miquel, Joan Sebastiá y Pedro Ferrer.
El Xato de Sóller, Castellanos Álvarez y Trotzky ya estaban en la calle.
Miquel, en cuanto supo que Joan Sebastiá era uno de los que paseaban por el patio, quiso matarlo por chivato.
–¡Es un hijo de ...! ¡Es él, el que dijo a la policía que yo había matado a Jaume Ros...! Lo voy a matar...
Joan Sebastiá quiso defenderse y abalanzarse sobre Miquel, pero los carceleros los separaron y les enviaron a las celdas de los sótanos en donde la humedad es el castigo más brutal.
La afirmación de Miquel circuló rotundamente por la cárcel...
–Joan Sebastiá era un chivato, era un chivato...
La amargura del anarquista solitario fue intensa... Quería matar a Miquel, al difamador... Los compañeros de Joan Sebastiá empezaron a hacerle el vacío... ¿Por qué se dejó prender? ¿Por qué retrasaba la reunión?
Los anarquistas encontraron extraña ahora toda la vida solitaria de Joan Sebastiá. Ya hubo quien afirmó que acaso su violencia de siempre era una posición policíaca para descubrir todo el tinglado de la revolución mundial...
–Pero ¡si ya lo decíamos nosotros! ¿Quién es ese Joan Sebastiá? ¿Por qué no ha querido nunca tomar parte en los mítines ácratas? ¿Por qué nos quería comprometer siempre con bombas y atentados?
–Es un confidente, es un confidente...
–¿Y esa francesa que va a verle? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo la mantenía?, y ¿de dónde sacaba el dinero?
Ivonne iba por las mañanas a verle. Se presentaba en la cárcel sin haberse lavado la cara aún. Dejaba en la ventanilla de encargos un paquete con frutas o periódicos y le consolaba. Después Ivonne seguía el camino de la calle de Provenza, regresaba a su casa, paraba la olla y volvía a trotar ofreciendo su cuerpo menudo y blanco a los michés de la Rambla.
La madre de Joan Sebastiá chocó un día con Ivonne en la cárcel. No le fue nada atrayente la figura de la mujer. Sufría la pobre vieja los insultos de las demás mujeres que acusaban a su hijo de confidente y dejó de ir a la cárcel porque Joan se lo prohibió.
Miquel había armado un barullo acusando de confidente a Joan Sebastiá. Este, por fin, encontró algunos amigos que le defendieron, y Miquel explicó cómo sabía que Joan Sebastiá era chivato.
–Pero ¡imbécil! –le dijeron una vez hubo explicado la escena con la autoridad policíaca–. ¿No ves que si hubiera sido cierta la chivatada no te hubieran dado el nombre de Joan Sebastiá? Si te lo dijeron fue para que tú lo acusaras a él, si le conocías, y así encartaros a los dos en el proceso por acusaciones mutuas...
Entonces Miquel no sabía cómo deshacerse en excusas y hasta temía las reconvenciones posibles del comité...
Joan Sebastiá reconquistó el nombre honrado; pero la calumnia había hecho su camino, y entre los más siempre quedaba la sospecha de que fuera cierto.
Pasaron los meses, llegaron al banquillo los tres acusados, y el fiscal retiró la acusación. Nadie les acusaba, nadie aducía pruebas contra ellos, y la libertad apareció inmediatamente.
Miquel ya era un héroe entre los suyos. Pedro Ferrer se encogió de hombros y volvió a su casa a sabiendas de que cualquier día podían meterle de nuevo en la cárcel. Y Joan Sebastiá no quiso oír más la voz del grupo. Volvió a Francia, se llevó consigo a Ivonne y pasó al Midi, en donde empezó a trabajar de vigneron... La burguesía, el ahorro, le parecieron el objetivo de la vida y hasta se casó con Ivonne para dejar legitimadas sus disposiciones testamentarias cuando naciera un hijo que esperaban y que nacería en