Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid

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Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid

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hi fet jo! –y ya no volvía a pronunciar palabra.

      Después sonreía de una manera tan plácida que hacía exclamar a los policías:

      –¡Qué cínico! ¡No te rías así porque te voy a soltar un sopapo! ¡Verás tú!

      ... No, no. No encontraron ni a Joan Sebastiá ni a Miquel.

      Miquel era un trabajador honrado que lo ignoraba todo, pero que sentía un gran placer en gritar y en tener razón a fuerza de juramentos y de groserías. Tenía alma de lacayo y le gustaba ser criado de cualquier leader del movimiento obrero. Le llevaba el abrigo o el hijo o el paquete de comida; le apartaba los preguntones y le guardaba la silla en el Café Español; le iba a buscar tabaco y en cuanto veía que el divo social se preparaba a liar un cigarrillo ya estaba él dándole golpecitos a su encendedor para evitarle la molestia de encender una cerilla.

      Miquel era de Lérida y carpintero. Trabajaba a destajo y tenía horas libres... Quería estar en el secreto de todo, y esto le perdía. No sabía nada, pero él, se hablase de lo que se hablase, se encogía de hombros y exclamaba:

      –Tu no saps res... Jo ho sé tot, però no puc dic res...

      Juntaba los labios, levantaba el brazo, ponía el índice sobre el labio superior y el pulgar bajo el inferior y los apretaba como cerrando la boca para siempre...

      –No puc dir res... Mmm!

      Pero ¿dónde se habría metido Joan Sebastiá? ¿Y Miquel?

      La policía había dado por fin con el paradero de Joan Sebastiá y de Miquel. Este fue detenido, el otro no. Se sabía que estaba en Francia, que había escrito desde Perpiñán una carta y por tanto no podía ser autor material del atentado contra Jaume Ros. A Miquel la policía lo cazó en Badalona...

      –¿Qué has ido a hacer tú a Badalona? ¡Di, habla!

      Miquel, a pesar de los golpes sobre la mesa del café, a pesar de las interjecciones permanentes y del enorme pecho felpudo, estaba apocadísimo ante la policía. Bien es verdad que era la primera vez que se le detenía.

      –¿Yo? –titubeó.

      Se perdió.

      –Sí, tú. ¿Has buscado la coartada, verdad? ¡Ay, que rico! Tú has asesinado a Jaume Ros.

      –¿Yo? ¡No! –y puso tanta energía en esta afirmación que si llega a ser un dios mitológico hace temblar el universo.

      –Vamos, no...

      Le maniataron y lo metieron en un Ford. Durante el camino Miquel iba perdiendo arrestos. Ni se acordaba para qué había ido él a Badalona. ¿Para qué? ¡Ah, sí! Para llevar una orden de paro...

      –¿Cómo digo yo esto? –preguntábase a sí mismo preparando su alegato ante el jefe superior de Policía–. Porque si digo que he ido a Badalona para que la huelga se extendiera me la cargo con todo el equipo... ¿Qué puedo inventar? ¿Que había ido a ver un amigo? ¿A cuál? ¿A quién conozco yo en Badalona? ¿Al Peret, al Joan, al Subirats? Pero esto puede comprometerles... Mec...!

      Brincaba el auto sobre los adoquines que cubren la carretera. Los plátanos daban una sombra bienhechora y de cuando en cuando dejaban atrás un tranvía amarillo que en medio de aquellos verdes y de aquellos campos parecía un barracón de feria que seguía su camino.

      Miquel miraba el paisaje y no lo veía. Estaba tan acostumbrado a oír hablar de las persecuciones policíacas, de los martirios oficiales, que aquel viaje, sin que le pegaran ni le maltrataran, empezaba a parecerle un sueño.

      –Jo sí que l’he f... –decía–. ¿Cómo me arreglo para avisar a los de casa?

      Y él, que no pensaba nunca en ir a trabajar, ni en terminar ningún encargo, repitióse:

      –¿Cómo voy a terminar aquel letrero y aquella caja para embalar el piano? ¿Y aquel arreglo que tenía que hacer a la mesa de la secretaría del ramo de la madera?

      Entró el auto en la carretera de Pedro IV; empezó Miquel a ver gente por las aceras: obreros que tomaban el sol, mujeres que regresaban de la plaza o de la tienda, chiquillos que corrían por las calles... Se fijaba en los rostros de los obreros para ver si reconocía alguno de ellos y si estos se fijaban en él. Era tan infantil su alma que se hubiera dado por bien pagado en aquel momento si los camaradas del café que como él hablaban de “emancipación del proletariado” y de “resurgimiento social” le hubieran visto convertido como se creía en un “mártir de la causa”. ¡Con qué gozo hubiera puesto mala cara mostrando las manos esposadas y diciendo en un encogimiento de hombros: Ja ho veieu, nois!

      Pero Miquel no vio a nadie, nadie vio a Miquel, y poco después paraba el auto en la Jefatura, lo metían en el cuartelillo y caía en un calabozo incomunicado. Entonces Miquel se vio perdido; desde aquel momento comprendió que era muy serio lo que le sucedía...

      Examinó detenidamente las paredes, el banco en que se sentaba, el techo y, sobre todo, la puerta que no le dejaba salir. Se acordó del acto final de En el seno de la muerte, y esta puerta de madera, con una reja menuda en el centro, fue para él tan pesada como aquella de piedra con que Echegaray cierra el mundo a unos seres.

      Le llamó el comisario general de Vigilancia y habló con él. Nada podemos decir aún de esta entrevista. Dese cuenta el lector de la condición novelística de nuestro relato.

      Miquel pasó al juzgado como autor del asesinato de Jaume Ros. Por lo menos así lo decía la “nota oficiosa” de la Jefatura. El juez preguntó, volvió a preguntar y lo envió a la cárcel.

      La ciudad estaba tranquila. La policía iba deteniendo autores del atentado.

      ¿Qué hacía entre tanto Joan Sebastiá, el anarquista solitario, en Francia?

      La secta misteriosa de los anarquistas solitarios es la más peligrosa y la más temida. Joan Sebastiá no era partidario ni de los mitines, ni de los discursos, ni de la cultura, ni de la ciencia. Era partidario de la acción. “Un folleto –decía– puede hacer dos partidarios; un atentado nos atrae diez adeptos”. Con esta teoría Joan Sebastiá se había hecho el amo de un “grupo de acción”. Los grupos de acción se alimentaban moral y materialmente dentro de los Sindicatos Únicos, pero sin pertenecer a ellos. Es decir, los que pertenecían a los grupos de acción estaban todos sindicados, pero no todos los sindicados –ni mucho menos– formaban parte de los grupos de acción. Los mismos dirigentes del sindicalismo ignoraban, generalmente, quiénes eran los verdaderos jefes de los grupos de acción y estos eran, en realidad, quienes imponían su autoridad y su política al movimiento sindical.

      Joan Sebastiá odiaba a Salvador Seguí, a Ángel Pestaña, a Piera, a Molins, a Salvador Quemades, a Arín... Para él todos estos luchadores eran monigotes del movimiento obrero. No era con discursos, ni con huelgas, como tenía que destrozarse a la sociedad burguesa –pensaba–, sino con bombas y con atentados. Y lo extraordinario es que Joan Sebastiá era un sentimental y un romántico; un sentimental y un romántico cursi, pero, al fin y al cabo, un sentimental y un romántico. Le gustaba ver una puesta de sol y leer un libro de versos de Campoamor... Hasta un día se sintió poeta y escribió unos versos lamentables que envió a Tierra y Libertad.

      “Era una puesta de sol

      de un día claro y sereno;

      era una

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