Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid
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–Le voy a llevar a usted a un lugar pintoresco: ambiente español...
Eran las dos de la madrugada. El mulato de la puerta recogió los bastones y los sombreros. El padre Borrull* nos dio las buenas noches. Sólo había siete personas en todo el local. De las siete personas, tres eran gitanas, y las otras cuatro germanos que habían venido a Barcelona para asistir a la Exposición del Libro Alemán. Eran unos boches enormes como elefantes, rojos coma tomates y con unos pescuezos de caricatura anticlerical. Pocos momentos después entraron dos girls de aquellas que vinieron a la ciudad para trabajar en ¡Chófer, al Palace! y se habían quedado en Barcelona para demostrar que es muy difícil echar a un inglés del sitio que se empeñe en ocupar. Tras miss May y miss Olive siguieron tres francesas: Marcelle, rubia y gruesa; Denyse, rubia y encantadora; Margot, menuda y morena... Un momento después cruzaba la sala Luigi, el bailarín del Maxim’s, y un cónsul sudamericano... Yo estaba avergonzado.
–Realmente –me dijo el periodista austriaco–, esto tiene mucho ambiente español.
Se bebe mucho vino, se aplaude mucho, pero no se toleran las juergas. En cuanto llega un borracho, los mozos, los dependientes, el propio padre Borrull, con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo del pantalón y la mirada como muerta, no pierden de vista al que pueda alterar el orden en la taberna castiza. Porque, eso sí, aquella tienda de vino y de cante jondo es un establecimiento serio...
En Villa Rosa hay una gitana que nació en Rusia, delgada como un palillo y negra como un carbón, y hay otra gitana que lleva en el alma la tragedia de ser madre de un niño que no tiene padre porque las balas del sindicalismo le cruzaron la cabeza en la calle del Conde del Asalto.
La organización comercial de un prostíbulo
Seguimos la calle del Arco del Teatro. Casi enfrente de Villa Rosa, el señor Ugarte tiene puesta una mancebía “con todos los adelantos modernos”. El señor Ugarte, dice él que es hijo de un gobernador civil del antiguo régimen. Su casa se llama Madame Petit. Las huéspedas pasean casi desnudas por el café establecido en el primer piso.
El señor Ugarte es un cliente de la casa Roneo o de cualquier otra casa que venda muebles y coloque “organizaciones comerciales”. Su máquina de escribir para la correspondencia; su libro de caja; su sección de cambios para los marinos o los viajeros que llegan al puerto de noche y no saben dónde cambiar la moneda extranjera que llevan encima...
La casa del señor Ugarte es, también, una casa seria. Lo prueban los cartelitos que adornan las paredes: “Sed breves. Nuestros minutos son tan preciosos como los vuestros”, “Una cosa para cada sitio y un sitio para cada cosa”, “Antes de ocupar una habitación exponga lo que desea”, etcétera. Cada sección tiene su ventanilla, y la caja está instalada en un despachito confortable como el de cualquier casa de banca de las Ramblas. La cajera marca el trabajo de las pupilas y da tickets como en El Siglo.
El señor Ugarte es un hombre muy amable y un poco cargado de espaldas. Cuando hay en su casa alguna persona de calidad le hace pasar a su domicilio particular. Enseña el despacho, el dormitorio, el comedor, la clínica médica que tiene instalada para uso de los clientes y algunas habitaciones reservadas de lujo extraordinario. Además enseña dos retratos: uno, el de su madre encinta, y el otro, el de su padre que cubre el pecho con una banda.
–Está todo montado a la moderna –dice–. Esto es un negocio como cualquier otro. Yo tengo este y procuro que mi clientela salga de la casa contenta y satisfecha de haber entrado en ella. Ellas tienen sus cajas de ahorros, y hay chica que saldrá de aquí pudiendo poner un estanco y continuar ganándose la vida honestamente. Si quieren ustedes ver cuadros... Tengo una admirable troupe que hace revistas con efectos de luz. Tengo una clínica y cuartos de baño...
En el café un camarero baila con una lupanaria gruesa, con ojos de carnero que agoniza. Un trío musical alegra la concurrencia. Tras unas rejas que se ven, hay unos palcos, y en esos palcos, algunas damas de la aristocracia barcelonesa –Conchita, la hija de la señora..., y María, y Luisa, y Petra– acompañadas de algunos pollos bien, han presenciado el espectáculo bajo y repugnante.
Un marinero acaricia a una huéspeda. Esta le da un golpe y exclama:
–¡Oye, el aprovechen a las mujeres honrás, aquí no!
Dejamos al señor Ugarte y salimos a la calle. Sobre las piedras hay montones de basura. A veces estos montones de basura se confunden con los cuerpos acurrucados de los que duermen por las calles.
La comida de Santa Madrona
Ya estamos delante de Casa Coll, de El Baturrico. Esta es la tienda que ha hecho largamente rico a su dueño vendiendo sólo judías cocidas. Ante la puerta se oye decir una y otra vez:
–Deu de seques amb suc! Deu de seques amb suc!
Hay unas bandejas con bacalao; con carne que no se sabe de qué animal es, metida en una salsa roja y unas hojas de laurel. Allí comen nuestros ladrones y las pobres familias que viven en las casas infectas de Santa Madrona. Se suceden las tabernas que presentan a la vista de los transeúntes y a la voracidad de las moscas y de los piojos el bacallà a la llauna, las mongetes cuites... En este trozo hay un principal, que no está declarado como una casa de dormir y en el cual se celebran misteriosos rendez-vous entre muchachos y viejos. Suelen ser los muchachos limpiabotas guapos, con el pelo negro y luciente, y los viejos, gentes absurdas que toman el sol por las mañanas en la plaza Real. Tras la persiana tirada, el vicio se presenta como una llaga...
La Mina. Juan, el sereno
Llegamos a La Mina. Antes de ser taberna La Mina fue la primera fábrica de velas de España. Se la llamaba Can Rocamora. Un francés expuso la idea de aprovechar el sebo, y un Rocamora la explotó. La Mina es la gran taberna del barrio chino. Porque el Distrito Quinto, como Nueva York, como Buenos Aires, como Moscú, tiene su barrio chino. En la puerta, Juan, el sereno, lía un cigarrillo. Viste un traje azul con bocamangas y cuello rojo y lleva bajo la chaqueta un bit de bou que es el azote de los chorizos. El día que hay razzia para llenar quincenas, los pilluelos huyen ante el temor de recibir el latigazo del sereno; corren despavoridos por la calle del Cid, para adentrarse en el patio de La Mina, cruzar la taberna y salvarse en la calle del Arco del Teatro; pero el amo de la taberna prefiere estar bien con el orden y cierra la taberna para que no haya paso y la caza pueda ser completa. Esos valientes de mesa de bar, que para vender paquetes de colillas, como si fuese tabaco de contrabando, visten una chaqueta blanca, de criado de barco, y calzan zapatillas o alpargatas negras, saben algo de lo que es el arañazo del látigo del sereno Juan. Su autoridad es enorme en todo el barrio, y le temen y le respetan. La mirada de Juan, el sereno, termina con todas las broncas y todos los escandalazos. Juan está en la puerta de La Mina liando un cigarrillo y dentro, pacífica y honradamente, unos obreros del muelle, con las manos sucias, la cara tiznada y el sombrero puesto, juegan al burro arrastrado con unos chulos y unos mantenidos. Cruzamos la taberna que tiene dos salidas: la que da a la calle del Arco del Teatro y la que pasa al patio de La Mina, en donde están establecidas dos casas de dormir. La mesa del burro está metida en un cuarto que tiene un tabique de madera dispuesto a recibir los cristales. No los hay. Por un boquete el Xato Pintó mira cómo juegan al burro. El Xato Pintó es el artista del distrito. Se gana la vida haciendo carteles, letreros y... tatuajes. El Xato Pintó es bajo, grueso, tiene un bigote pequeño y recortado; los pelos parecen clavos. Tiene una sonrisa de Gavroche de 35 años.
Me lo presentan. Nos sentamos ante la mesa de un rincón y le invito a tomar lo que quiera. Pide una sibeca. Apura un vaso de cerveza y se limpia con el labio inferior la