Cardos y lluvia. Kate Clanchy
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Entablada está la ventana
por donde veía el occidente
y mi amor está junto al arroyo de Hallaig,
árbol de abedul que siempre ha estado
entre Inver y Milk Hollow,
por ahí cerca de Baile-chuirn:
ella es un abedul, un avellano,
un joven serbal, erguido y esbelto.
En el Screapadal de mis ancestros,
donde estuvieron Norman y el Gran Héctor,
sus hijas y sus hijos son un bosque
que sube por la ribera del arroyo.
Altivos esta noche los urogallos del pinar
cantan en la cima de Cnoc an Ra,
erguido el lomo a la luz de la luna –
ellos no son el bosque que amo.
Esperaré al bosque de abedules
hasta que llegue junto al mojón,
hasta que la cordillera de Beinn na Lice
quede toda bajo su sombra.
Si no lo hace, iré a Hallaig,
al sábado de los muertos,
donde la gente suele acudir,
todas las generaciones que se han ido.
Ellos están todavía en Hallaig,
los MacLean y los MacLeod,
todos los de la época de Mac Gille Chaluim:
a los muertos se les ha visto vivos.
Los hombres recostados en el césped
al final de lo que fueron las casas,
las jóvenes un bosque de abedules,
erguido el talle, la cabeza inclinada.
Entre el Leac y Fearns
el camino está cubierto de leve musgo
y las jóvenes en grupos silenciosos
van a Clachan como en el principio,
y regresan de Clachan,
de Suisnish y la tierra de los vivos;
todas jóvenes y de andar ligero,
sin sufrir el desengaño del relato.
Desde el arroyo de Fearns hasta la playa elevada
que se ve clara en el misterio de las colinas,
sólo existe la congregación de las jóvenes
que continúan su andar interminable,
volviendo a Hallaig al atardecer,
en el crepúsculo vivo y silencioso,
llenando las laderas empinadas,
su risa una bruma en mis oídos
y su belleza un velo en mi corazón
antes de que las sombras desciendan sobre el estrecho;
y cuando el sol se ponga detrás de Dun Cana
una bala vehemente saldrá de la escopeta del Amor
y abatirá al ciervo que aturdido
olfatea las casas en ruinas cubiertas de hierba;
su ojo quedará inmóvil en el bosque:
nadie rastreará su sangre mientras yo viva.
Trad. Eva Cruz Yáñez
EDWIN MORGAN
THE SECOND LIFE
But does every man feel like this at forty –
I mean, it’s like Thomas Wolfe’s New York, his
heady light, the stunning plunging canyons, beauty –
pale stars winking hazy downtown quitting-time,
and the winter moon flooding the sky-scrapers,
northern –
an aspiring place, glory of the bridges, foghorns
are enormous messages, a looming mastery
that lays its hand on the young man’s bowels
until he feels in that air, that rising spirit
all things are possible, he rises with it
until he feels that he can never die –
Can it be like this, and is this what it means
in Glasgow now, writing as the aircraft roar
over building sites, in this warm west light
by the daffodil banks that were never so crowded and
lavish –
green May, and the slow great blocks rising
under yellow tower cranes, concrete and glass and
steel
out of a dour rubble it was and barefoot children
gone –
Is it only the slow stirring, a city’s renewed life
that stirs me, could it stir me so deeply
as May, but could May have stirred
what I feel of desire and strength
like an arm saluting a sun?
All January, all February the skaters
enjoyed Bingham’s pond, the crisp cold evenings,
they swung and flashed among car headlights,
the drivers parked round the unlit pond
to watch them, and give them light, what laughter
and pleasure rose in the rare lulls
of the yards-away stream of wheels along Great