Historia secreta mapuche 2. Pedro Cayuqueo

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Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo

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Toltén, Imperial y Lebu fueron claves para desplazar tropas y proveer los fuertes militares de pertrechos y víveres. También los ríos Vergara, Lumaco y Cholchol, posibles de navegar mediante balsas y lanchones.

      Ello fue así desde el día uno, como subraya el profesor de la Universidad de la Frontera, Jaime Flores.

      La refundación de Angol [1862], uno de los hitos más importantes en el sometimiento de los mapuche, contempló la navegación por el río Vergara [afluente del Biobío] de lanchas cargadas de herramientas, pertrechos, cañones, víveres y hombres indispensables para dicha empresa militar, como queda descrito en el Diario Militar de la Ocupación de Angol. En verdad los mapuche se veían enfrentados a un arma que rompía las formas tradicionales en que se había desarrollado la guerra. El barco a vapor se constituía así en un artefacto que desequilibraría la balanza a favor de los chilenos y al cual no podían hacer frente (Flores, 2011:63).

      En Puelmapu, desde las pioneras exploraciones de Basilio Villarino (1783) y Nicolás Descalzi (1833), el río Negro fue objeto de estudio y reconocimiento por parte de las fuerzas militares y navales trasandinas. Por ello no sorprendió que en 1867, cuando el Congreso promulgó la Ley 215 que ordenó el avance de la frontera hacia los ríos Negro y Neuquén, se previera además “invertir fondos en la adquisición de vapores adecuados”.

      Casi de inmediato los argentinos avanzaron río arriba desde el puerto fluvial de Carmen de Patagones.

      En 1869 el capitán Ceferino Ramírez, al mando del vapor Transporte —también llamado Choele Choel— realizó un viaje hasta la isla de Choele Choel. Allí quedaron varados y tuvieron que resistir los embates de Calfucura y sus guerreros, que les impedían el avance. En 1872, otro buque a vapor, al mando de Martín Guerrico, subió el río, registrando sus islas y su cauce.

      En 1883, el vapor Río Negro logró un récord de navegación al alcanzar por el río Limay la confluencia del Collón Cura. Para esa misma época el general Conrado Villegas —en su campaña al Nahuel Huapi— intentó navegar el río Limay hasta el lago. Luego de varios intentos fallidos lo logró el teniente Eduardo O’Connor en la lancha Modesta Victoria.

      Todos estos vapores cumplieron la misión de apoyar, por la cuenca de los ríos Negro y Limay, la campaña militar terrestre de Roca, Villegas y Palacios a partir de 1879. Misma función que cumplieron en Chile los vapores Maule, Maipú y Fósforo en el avance del ejército expedicionario de Saavedra, Pinto y Urrutia.

      Mucho antes que el ferrocarril, fueron estos vapores los medios de transporte que desequilibraron la balanza de la guerra.

      Pero hay una segunda arista en el factor militar que tuvo tanta o más relevancia que la navegación fluvial. Me refiero a la tecnología de las armas de fuego. Sus sorprendentes avances en el siglo XIX modificaron para siempre el arte de la guerra.

      En Wallmapu y en todo el mundo.

      Es cierto, durante la Colonia los mapuche resultaron guerreros temibles para los soldados hispanos. Esto llevó a los gobernadores de Chile a poner en marcha a comienzos del siglo XVII, con autorización de la Corona, el primer ejército permanente en todo el continente: el Tercio de Arauco, reconocido entre los historiadores españoles como “el ejército más antiguo de América”.

      El Tercio de Arauco era el símil local de los Tercios Españoles, legendarios soldados que barrieron de los campos europeos a los enemigos de la dinastía Habsburgo de la cual descendían los monarcas hispanos. Los Tercios habían servido victoriosamente en Portugal, las Azores y el norte de África. Y el sur de Chile fue su única, leyeron bien, su única destinación en todo el continente americano.

      Sucede que la conquista de Wallmapu se había vuelto para los gobernadores hispanos una empresa casi suicida. Durante varias décadas, desde la llegada de Pedro de Valdivia, los jefes españoles cayeron uno detrás de otro enfrentando a los mapuche.

      Fue la suerte que corrió el propio fundador de Chile en la batalla de Tucapel (1553) a manos del toqui Lautaro y también el gobernador Martín García Óñez de Loyola en la batalla de Curalaba (1598).

      Este último era nada menos que sobrino-nieto de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. La devolución de su cráneo por parte de los mapuche figuraría como una de las peticiones hispanas en el histórico parlamento de Quilín de 1641, aquel celebrado en las cercanías de la actual Perquenco.

      Tras la victoria mapuche de Curalaba —“desastre” le llama curiosamente la historia de Chile—, vino la debacle española: un devastador levantamiento liderado por el toqui Pelantaro y su lugarteniente Anganamón destruyó en el lapso de dos años las siete ciudades al sur del río Biobío. Entre ellas estaban Angol, La Imperial, Villarrica, Osorno y Valdivia.

      Ello bien pudo marcar el fin de la Conquista de Chile.

      No fue así. Madrid, atendiendo la gravedad de lo sucedido, decidió entonces enviar a Chile a un hombre considerado clave: el militar y conquistador Alonso de Ribera. Se trataba de un veterano de mil batallas, un soldado “temerario” y “autoritario” según lo describe el historiador Diego Barros Arana.

      Natural de Úbeda, sumaba más de veinte años de combates a sus espaldas en Europa, incluida la guerra de Flandes, Italia y tres campañas en Francia que lo hicieron merecedor de comandar un Tercio Español de dos mil quinientos hombres. Ya lo subrayé antes; hablamos de lo mejor de la infantería y caballería hispana en aquel entonces.

      Ribera, flamante nuevo Gobernador y Capitán General, arribó a Concepción —la capital militar de Chile— en febrero del año 1601. Nada más llegar vio que todo era un desastre.

      Cuentan los historiadores que quedó espantado por los soldados a su disposición, apenas mil doscientos hombres mal armados y peor entrenados, “milicia ciega sin determinación, insuficiente para ganar”, según le comentó en una carta al mismísimo rey Felipe III. De allí que lo primero que se propuso fue profesionalizar el ejército y disciplinarlo al estilo europeo.

      Hasta antes de su llegada no existía tal cosa en América.

      Pasa que la conquista del mal llamado “Nuevo Mundo” se fundamentó en iniciativas particulares donde los monarcas, a través de capitulaciones con los adelantados, se aseguraban parte de las ganancias (el quinto real) y la soberanía de las tierras.

      Estos últimos, por su parte, recibían encomiendas, pero debían aportar todos los medios materiales y humanos. La Corona, como podrán advertir, ganaba mucho y arriesgaba poco. Esto hacía que cada adelantado eligiera la estrategia militar y las tácticas a emplear por sus tropas como mejor le pareciese.

      Durante toda la conquista de América la falta de auténticos soldados en las expediciones y la mescolanza de tácticas no supuso en verdad mayor problema. Tampoco la indisciplina crónica de las tropas. A los hispanos les bastó la superioridad tecnológica, la bravura de sus capitanes y también las enfermedades que portaban, desconocidas en esta parte del mundo.

      Así cayeron dos poderosos imperios prehispánicos, los aztecas de México y los monarcas incas del Perú.

      Pero el caso mapuche fue totalmente diferente.

      En Wallmapu se requería un ejército de verdad y no uno compuesto mayoritariamente por vecinos y encomenderos, todos obligados a servir en una guerra imposible abandonando de

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