Gramática pura. Juan Fernando Hincapié

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Gramática pura - Juan Fernando Hincapié Índice

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que se equivocan todo el tiempo. Sentencio con solemnidad:

      «Eso se aprende en una tarde».

      Pero la confusión de tiempos verbales sí es grave, a mi parecer. Al leer lo que de mi puño y letra había escrito en el anuario de Faustino, sabía que había cometido un error. No sabía cuál o cómo corregirlo, pero sabía que había un error. De inmediato los colores subieron a mi rostro.

      Veamos:

      En las primeras dos cláusulas del corazón del mensaje todo está bien: Si las cosas hubieran sido distintas, si estuviéramos en otra parte. Se presenta una situación subjuntiva (subjetiva) en el pasado. Hasta ahí todo bien. Podría uno acusarlas, es cierto, en el estilo, si las cosas hubieran sido distintas es claramente una frase de futbolista, no de señorita… No nos desviemos más: el gran problema, que me ha perseguido por más de diez años, haciendo mi vida miserable, pues estoy segura de que Faustino aún conserva ese libro (una de las desventajas de ir publicando cosas por ahí) está en la frase que sigue, a lo mejor hubiésemos sido muy felices.

      Si presento la cláusula condicional en un pasado subjetivo (o aludamos a él como corresponde: pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo), si las cosas hubieran sido distintas, el verbo de la cláusula que remata la oración debe ir conjugado en condicional, habríamos. De lo contrario se configura un claro atentado contra la lógica. Lo que yo hice fue volverlo a conjugar en pasado, hubiésemos (en un pasado, además, que se las da de culto, puesto que en Colombia rematamos el imperfecto de subjuntivo para todos los verbos con ra, no con se: hubiera, jugara, prestara, no hubiese, jugase ni prestase, considerados, si bien correctos, pedantes para el chibcha). Ahí el descomunal solecismo, que contraviene el sentido del condicional, futuro del pasado. Lo correcto, entonces, habría sido:

      Tino: has sido un buen amigo. No solo eso: eres posiblemente la mejor persona que me topé en estas tierras. Aunque ambos son buena gente, Agustín es egocéntrico y Kirsten es floja de cascos. Y los demás gringos… bueno, son gringos. Yo me quedo contigo, Tino. Nunca hemos hablado al respecto, pero dejé que me besaras en un momento de debilidad. Me gustaba el argentino, asistí al prom con Limones y terminé en la parte de atrás de una camioneta con el coahuilense. Eres una buena persona, Faustino, repito, un gran mexicano: te pido el favor de que me perdones si alguna vez emití las señales equivocadas. De todas formas, si la situación hubiera sido distinta, si estuviéramos en otro mundo, a lo mejor habríamos sido felices. El único vínculo posible entre nosotros es la amistad, con Centroamérica y el gran estado de Texas de por medio. Lo cual no quiere decir que no hayas sido importante para mí, ni que no me lleve los mejores recuerdos. Gracias por todos los servicios prestados.

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      Habrá notado el lector que el error que de tierras yanquis me traje en las valijas ha marcado mi vida y, por tal motivo, aun sin tener plena conciencia de ello, he propendido por formarme en mi lengua materna, al punto de convertirme, con los años, en orgullosa instructora. No es exagerado concluir que esta equivocación disparó mi vida hacia el conocimiento del idioma. Todavía me persigue, que no se crea que no, y no imagino lo que sucedería si alguien osara desentrañar este dislate, el cual yo considero muerto y enterrado en el garaje húmedo de la casa que Faustino comparte con su cuarta o quinta compañera chicana. Dejémoslo allí, pues.

      De otro lado, a lo largo de ese año en tierras estadounidenses, por causa de la insalubre comida, aumenté diez kilogramos.

      Pero qué gran tipo es Faustino.

      1. Aún no estaba en capacidad de yuxtaponer el comentario que hice en la página anterior sobre los tacos. Que, por otra parte, son el principal alimento de Esteban ahora. ¿Seguirá comiéndolos con cubiertos, mi psicorrígido?

      El pretérito casi nunca es perfecto, pero a veces…

      ¿Por qué, entonces, evité sus llamadas? ¿Por qué nunca pasé al teléfono? ¿Por qué aquella vez que atendí fingí número equivocado? («Güera, güerita, ¡soy yo!», se desgañitaba el pobre.) ¿Por qué no respondí sus cartas? ¿Por qué no me manifesté con respecto a su deseo de conocer el sur de América?

      ¿Fue una vileza? ¿Recibiré castigo?

      Mala la hora en que le di mi teléfono de Bogotá. Desde que lo conocí, siempre supe que en algún momento lo pediría (y lo peor: que habría de llamar), de la misma forma que yo lo escamotearía valiéndome de una eficaz y soterrada técnica dilatoria, algo en lo que las bogotanas nacemos expertas. Con Kirsten, por poner un ejemplo, con el argentino, hasta con Limones nunca me hubiera planteado un dilema semejante: tenía claro que nunca se les ocurriría hablarme por teléfono. De pronto a Limones sí, si la situación entre nosotros hubiera tomado otro cariz. Pero el argentino y la gringa no son así. Ni entre ellos se telefonearían, estoy segura, si alguno de los dos abandonara ya no el país sino la ciudad, el código postal. Son muy cool para hacerlo, o creen serlo, lo que viene a ser lo mismo. De todos modos, yendo en contra de mis principios, terminé dándole a Faustino mi número telefónico. Fue culpa, sin duda, del estado de nervios de mis últimos días en esas tierras.

      Fue raro, del tipo Holden-Caulfield-raro. Pocos días antes de abordar el avión, una tarde que me encontraba sola en casa, decidí salir a caminar. No era algo que una hiciera con regularidad en la ciudad de Oklahoma, mas sentí arrestos de llevarlo a cabo toda vez que la geografía del vecindario era clara para mí. Me arreglé un poco, guardé las llaves de casa en el bolsillo, cerré la puerta y comencé mi caminata. A los pocos minutos llegué a la frontera del suburbio. No me devolví, que era lo que originalmente tenía pensado. Esperé el cambio de semáforo y crucé la calle. Caminé en dirección a la autopista, al freeway, distante un par de millas. Al otro lado de la gran autopista se alcanzaba a divisar a lo lejos un Taco Bell. Pensé que podía llegar hasta allí y tomar un bocado. Me dispuse a hacerlo. Mientras cruzaba la autopista por el puente, un coche se detuvo a pocos metros de mi posición. Sentí algo extraño pero no me detuve. Era una señora con sus dos pequeños, me preguntó si todo estaba bien. «Everything is fine», la tranquilicé y pude notar un gesto reprobatorio en su mirada. Pensé que me haría otra advertencia, pero continuó su marcha.

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